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lunes, 12 de octubre de 2015

De la gramática profunda de "existencia" y "ser", I (planteamiento del problema y respuesta tradicional o aristotélica)

Lo que sigue son algunas reflexiones acerca de la parte o aspecto más general y fundamental de la ontología, parte o aspecto al que hoy se ha dado en llamar (sin más ganancia de claridad que pérdida de sana sencillez) metaontología, a saber: qué significan y cómo significan el término “existencia” y sus afines (tales como “realidad”), en el sentido más profundo de estos términos, y, por implicaciones, qué significa y cómo significa cualquier otro término, es decir, cuál es la esencia o estructura más profunda del Lenguaje.

Aunque expresado así, en términos de “término”, “significado”, “Lenguaje”…, podría parecer que se trata de filosofía del Lenguaje, en realidad solo es del Lenguaje en la medida en que el Lenguaje es el mejor significante del ser o la realidad misma, al menos tal como esta puede presentarse para nosotros: es decir, el Lenguaje es tomado “solo” como medio, aunque el mejor medio. El término ‘término’ es ambiguo o, más bien, analógico, pues tanto significa el mero significante como el significado o concepto e incluso, quizá, la realidad misma. Porque no nos referiremos, en general, al significante, no usaremos en general la comilla simple (‘término’), sino las comillas dobles, con la que indicamos que nos referimos al significado o sentido, o incluso sin comillas, como refiriéndonos a “la cosa misma”. Sin embargo, discutirlo en términos de Lenguaje puede hacer la cosa más inteligible para ciertos oídos o cierta costumbre de nuestros oídos.

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Puede entenderse la tarea de la ontología o metafísica (tomamos aquí estos términos como equivalentes, por razones que he explicado otras veces, es decir, para rechazar la definición moderna y estrecha de “metafísica”, según la cuál esto trataría de lo trascendente, mientras que la ontología sería una especie de análisis sin compromisos –precisamente- ontológicos) como la tarea de buscar qué es lo que es o existe, en el sentido o el valor más intenso del término: qué es lo que existe realmente, lo ontos on en términos platónicos. Esta pregunta no es separable de la pregunta por la esencia o propiedad(es) o estructura últimas de la realidad: no se trata de buscar una enumeración de las cosas que existen, sino, a la vez e indistinguiblemente, de las características por las que existen. Esencia y existencia no son separables en ese nivel de cuestionamiento.

Según Tales, entonces y por ejemplo, la realidad última o lo que existe en sentido fundamental o primero es agua, presuntamente porque el “agua” tenga las características de homogeneidad y asociación con lo vital que serían deseables en el nivel fundamental de realidad; según Demócrito, lo que realmente es o existe, es no otra cosa que átomos y vacío, seguramente porque la realidad fundamental tiene que ser, a juicio de este hombre, simple, hecha de “cualidades primarias” u objetivas, etc.

Las tesis ontológicas pueden adoptar diversas formas de expresión, especialmente respecto del término “ser” o “existencia”. Heráclito dice que, si se escucha al Logos y no a él, lo sabio es estar de acuerdo en que “Hen Panta”: “Uno, todo”. Aquí no aparece el “es”, pero parece que hay que sobreentenderlo, o sea, que Logos nos dice que “uno es todo”, o que “todo es uno”, o ambas cosas, distinta o indistintamente. En el extremo opuesto –en este caso, sí-, Parménides dice que, si se escucha a la diosa (y no a él), la verdad es “hôs ésti”, “que es”. Aquí, al contrario que en el filósofo de los contrarios, lo único que aparece es el “es”, sin sujeto ni predicado. Un caso más: cuando el Parménides de Platón especula sobre si lo Uno es, tan  pronto lo expresa como “si lo uno es”, como “si es uno” como si “lo uno es uno”…, y lo mismo respecto de los otros: “si son muchos” o “existen muchos”, “si son muchos los seres”… No solo los diversos filósofos, también las diversas lenguas difieren acerca del uso (o no-uso) de un término como “es”. ¿Por qué, entonces, habríamos de preferir una expresión a otra?

Buscamos la estructura profunda del Logos, escondida tras las superficies gramáticas. Y ahora buscamos, decíamos, el elemento esencial de la realidad, más allá de sus manifestaciones a través de Heráclito y Parménides (quienes, ellos mismos, nos advierten de que no miremos al dedo con el que intentan señalarnos el ser). Cada lengua usará los recursos que tenga para referirse a ese elemento esencial, pero en griego y en indoeuropeo en general hay (y si no lo hubiera habría que inventarlo) un término, como “es”, que contiene en su intensión todo lo que el Lenguaje despliega. Con él se puede hacer la pregunta: ¿qué es? (¿qué existe realmente?), ¿qué es lo que es? (¿cómo es, qué esencia tiene, lo que es?). Desde que la filosofía reparó en este término, pudo seguir un camino más preciso. Desde Parménides hasta la última filosofía reciente, el problema primero es la ontología.

Una precisión muy importante respecto de la terminología (ahora en el sentido del significante) que se usa aquí. Usaré recurrente y principalmente el término ‘existir’, para evitar un modo de expresarse demasiado chocante para el lector, pero en todo momento, salvo que se diga otra cosa, con ese término nos estaremos refiriendo a lo que los griegos llamaban einai, esti (latín esse, est), es decir, “es”. En nuestra lengua, como en otras (incluida el propio griego tardío) se introdujeron o reusaron, hasta acabar predominando e incluso sancionándose como los únicos correctos, términos que desmenuzan el término “ser”, es decir, el concepto más esencial y general de todo el Lenguaje, tanto en su nivel semántico como en el sintáctico, o, más bien, anterior a esa distinción, según veremos. Esa nueva y polícroma terminología ontológica (a la que pertenece el romance “existir”), puesto que buscaba disolver los problemas mediante distingos, lo que hace, en verdad, es justamente lo contrario: ocultar el auténtico problema. Si queremos recuperar con claridad el problema ontológico, tenemos que recuperar la unidad del concepto “ser”. Por tanto, el lector tiene que tener presente, en todo momento, que con “existir” y similares nos referimos aquí a “ser”. Si el ser, es decir, si la realidad misma tal como se nos muestra en el Lenguaje, debe ser dividida en varios sentidos, incluso equívocos entre sí, es algo que habría que ganar en la reflexión y discutirlo una y otra vez, no algo que podamos tomar como punto de partida firme.

Una última nota previa: existe una vieja tentación o manía de considerar este tipo de expresiones de los filósofos (“Uno, todo”, “es”, “si es múltiple”…) como carentes de sentido… sea porque no se atienen al habla más coloquial, sea –más precisamente- porque no responden a los prejuicios, precisamente ontológicos o metafísicos, de uno. Es la vieja tentación de querer hacer callar a uno llamándole tonto (si bien, muy cortésmente). Pero aquí queremos hacer algo más constructivo y más tolerante: intentar entender todas las expresiones posibles, indagando cuáles son realmente correctas o incorrectas. En principio, nos guía la máxima liberalidad: creeremos que casi cualquier expresión que se pueda hacer con el lenguaje es significativa en sentido fuerte, es decir, con un significado mayor que la mera semántica del término. Pero nos vamos a centrar en el término “ser”, porque es, como decimos, el más esencial del Lenguaje, y de su parte más esencial.

¿Cómo puede usarse el término “ser”, “es”, “existe”? Y, en último extremo, ¿cuál es la estructura profunda del Lenguaje (del Logos, de la Realidad)?

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Si el Lenguaje está para referirse a las cosas, y si “es” (“existe”, etc.) es la esencia del Lenguaje, “es” tendría que decirse de y solo de las cosas. En último extremo, “es” o “existe” diría la realidad, y “es_” diría cómo es la realidad. Sin embargo, en la lengua general, tanto del hablante “natural” como del filósofo, y en la lógica tradicional que intentaba reflejar sistemáticamente esos usos, uno puede (o, al menos, podía) decir con toda corrección y verdad que “los duendes son traviesos”. De “todos los duendes son traviesos” se deduce o deducía que “algún duende es travieso” (regla de subalternancia). Estas proposiciones son o eran verdaderas aunque también lo fuese la proposición: “los duendes no existen” o “los duendes no existen realmente (esto es, en el sentido fuerte o pleno de ser o existir)”. De la misma manera, uno podía decir que “las mesas son inertes” o que “existen infinitos números primos” o que “el estar-cerca-de es una relación espacial” aunque a la vez estuviese dispuesto a afirmar que “las mesas no existen en realidad (sino que son meros agregados de átomos)” o “los números no existen en realidad (pues son meros signos físicos)” o que “las relaciones no son propiamente sustancias o cosas (sino “cualidades” o algo así). (Paralelamente -aunque esto resulte menos sorprendente, salvo para una mirada muy dialéctica-, podía decirse “Sócrates no-era un sofista”, es decir, podía predicarse un no-ser relativo de algo que tenía ser-absoluto).

En la mejor o más analítica sistematización de ese estado de cosas lógico-lingüístico, la de Aristóteles, se decía que “ser” tiene:

  1. dos valores sintácticos fundamentales: el valor absoluto, monádico o “existencial”, y el relacional, poliádico o “copulativo” (en realidad, más de dos: todos los llamados categorumena o predicamentos, tales como definición, accidente, identidad… pero dejemos esas sutilezas ahora)
  2. varios valores sintáctico-semánticos generales, es decir, valores semánticos que determinan el papel sintáctico, las categorías: entidad o sustancia, cantidad, cualidad, relación…. De entre ellos, la entidad o sustancia era el valor fundamental, del que los otros dependerían por analogía (no como especies de un género).
  3. varios valores de grado o intensidad dentro de cada uno de sus valores puramente semánticos: valores primeros y valores segundos. Así, hay sustancias primeras (los particulares) y segundas (los géneros), cantidades primeras y segundas, etc.


Con este aparato se haría inteligible cualquier expresión habitual. Cuando decimos “los duendes son traviesos”, usamos “ser” en un valor relacional o poliádico (copulativo), por el que expresamos algunas características de las cosas (en el mejor de los casos su esencia o definición); cuando decimos que “los duendes son” (o “existen”) usamos “ser” en su sentido absoluto o monádico (“existencial”): en este caso solo predicamos del sujeto el ser, el simple y mero ser. Pero no siempre lo predicamos con la misma plenitud o el mismo grado: cuando decimos que “los duendes son (existen)”, o “existen infinitos números primos”, no por ello hemos de entender que estamos usando el ser en su valor semántico absoluto o pleno (con pleno compromiso existencial), sino con un valor existencial disminuido, relativizado a un contexto del discurso (por ejemplo, ficticio, o abstracto, etc.). Por cierto, el hablante ni siquiera necesita saber a priori si el valor de su uso del ser existencial es pleno o disminuido: puede estar hablando de algo que no sabe si existe real y plenamente, como cuando hablamos de Pitágoras (del que algunos dudan que existiera realmente, pero no se sabe con certeza), o de los géneros e ideas, o de algún concepto perteneciente realmente (según Aristóteles, al menos) a una categoría distinta de la de las sustancias o cosas que pueden ser realmente reales. Solo la ciencia física “y” sobre todo la filosofía (pero la filosofía es “solamente” la primera o fundamental ciencia) están interesados en los valores más intensos del ser, tanto en sus usos poliádicos (la búsqueda de la esencia) como en su valor monádico (la búsqueda de la realidad o entidad absolutamente primera). La Matemática, por cierto, tampoco está comprometida existencialmente de manera plena, sino de manera abstracta. El sistema, por tanto, permitía hablar de lo que no existe, e incluso decir de ello que existe, relativa o disminuidamente.

Lo que sí estaba excluido en esa sistemática era un uso absolutamente absoluto de “es”, es decir, el uso que hace, por ejemplo, la diosa de Parménides cuando dice que la verdad es que “es”. Esto no podía ser, según Aristóteles (y según Platón, en El Sofista) porque no existe proposición mientras no hay composición o síntesis de dos cosas: algo de lo que se predica, y algo que se predica de aquello. Una proposición es siempre un decir algo de algo, ti kata tinós. Pero ¿a qué se refiere el “es” solitario de la diosa? ¿A sí mismo, y hemos de entender, como hacen o hacían los traductores, “el ser es”? No parece esta la intención de Parménides. ¿A algo como “la realidad”, que sería el sujeto elidido: “(la realidad) es”? Esta proposición ya sería correcta, aunque aparentemente la más pura de las tautologías (no obstante, los filósofos aman las tautologías; solo hay quizás una cosa que aman más que las tautologías: las contradicciones). Sea como fuere lo que Parménides pretendiese, no hay Lenguaje sin ónoma y rhema, sin sujeto y predicado. La sustancia o cosa en sí, lo absolutamente individual y actual, no nos es accesible más que mediante conceptos o esencias, dice Aristóteles: eso debe de ser lo que significa que seamos mortales. Un lenguaje inarticulado, simple, es propio solo de… los dioses (o de las bestias). Sin embargo, eso no significa que, a la vez (a la vez que son diferentes), la sustancia y la esencia tengan que ser lo mismo.

La lógica tradicional permitía, pues, salvar cierta unidad de la plural realidad, en los diversos pero esencialmente relacionados valores del ser, y hablar incluso de lo que no existe plenamente o no lo sabemos, como desafortunadamente es normal entre los mortales o es su propia condición de tales. Permitía formularse las grandes preguntas de la ontología o metafísica, que Aristóteles enumera al comienzo de su filosofía primera: ¿existen los universales, las ideas, lo universal y eterno, lo Uno…, o solo lo físico, lo que deviene y es sensible? ¿Cuál es la estructura última del ser o realidad?


Parece un sistema lógico bastante coherente y completo. ¿Por qué, entonces, no satisface a todos?

sábado, 20 de septiembre de 2014

El problema del problema filosófico de Dios, I


¿Por qué los principales pensadores contemporáneos han tratado tan poco o nada el asunto de Dios? Para saber si Husserl, Heidegger, Deleuze, Derrida, Wittgenstein, Quine, Putnam, Davidson, Kripke… fueron o son ateos o creyentes, o en qué sentido aceptarían ellos ser llamados una cosa o la otra, hay que recurrir a su biografía, o, a lo sumo, a confesiones de fe marginales en sus obras. Pero nunca encontraremos en ellas un tratamiento directo, y, mucho menos, privilegiado, de la cuestión de, por ejemplo, an Deus sit, si existe Dios.

¿Quiere decir esto que el problema no les interesa lo suficiente?, ¿o incluso que lo consideran pueril? Ni mucho menos: para la mayoría de ellos, si no todos, fue y es una cuestión principal en sus vidas (también para los ateos, aunque seguramente algo menos que para los deístas o teístas). Es sabida la torturada relación que Wittgenstein mantuvo con lo religioso. Heidegger “amenazó” alguna vez con escribir una teología (lo que siempre le había tentado, confiesa), aunque prefería aprender del profundo silencio de Lutero. Putnam y Kripke son practicantes de sus confesiones... Más sensata sería, en todo caso, la hipótesis contraria: lo considerarían un tema tan importante, tan “sagrado”, tan difícil de tratar adecuadamente, que no osarían abordarlo filosóficamente. Pero tampoco creo que esta hipótesis llegue al fondo: ¿todos los grandes, tanto teístas como ateos, habrían visto el asunto tan apreciable o tan despreciable como para no quererle dedicar un momento en esa actividad tan central en sus vidas, la filosofía, actividad que, por lo demás, siempre había creído que Dios era su tema o una de las formas de su tema? Algo así requeriría una explicación mucho más compleja que lo que ella explica.

¿Quizá, entonces, es que lo consideraron un asunto “personal” –como se dice entre la ciudadanía ilustrada-, que, lo mismo que no debe mezclarse con la política ni con el mercado, apenas tiene tampoco nada que ver con la filosofía? Esto es también demasiado simplista (o excesivamente profundo). Es preferible buscar alguna razón filosófica (o histórico-filosófica).

Por cierto, tampoco es que el problema de Dios haya desaparecido del panorama filosófico. Al contrario, ha estado siempre muy vivo, lleno de polémicas y debates públicos apasionados y viscerales, mucho menos corteses y asépticos, desde luego, que los debates que acerca de los universales, mantuvieron Quine, Putnam y Church, por ejemplo. No se puede decir, pues, que la filosofía contemporánea no haya tratado, y mucho, el tema de Dios. Pero es cierto que los filósofos que se han empantanado en ese asunto (tales como Alvin Plantinga, Richard Swinburne, W. Lane Craig…, J. L. Mackie, Kai Nielsen, Antony Flew -el ateo tardíamente "converso"-…), no pertenecen a la más absoluta primera línea de la “filosofía dura”. Ninguno de sus argumentos se cuenta entre las mejores adquisiciones de la filosofía del siglo XX. Incluso a menudo tienen voz en el debate personajes de tan modesto nivel filosófico como Richard Dawkins. 

¿A qué se debe este estado de cosas? ¿No era el tema de Dios uno de los asuntos principales de la filosofía, no solo en la Edad Media, sino también en la primera Edad Moderna, y tanto para los racionalistas como para los empiristas? ¿Será que, también en esto, hay un antes de Kant y un después de Kant? Es verosímil. Antes de escrutar este supuesto, permítaseme, no obstante, hacer una observación acerca de tiempos mucho más antiguos:

Merece toda nuestra atención el hecho de que, contra lo que podría suponerse (contra lo que se supone que se supone), tampoco los grandes filósofos de la antigüedad prestaron una atención central y explícita al asunto de Dios. Para encontrar un De natura deorum hay casi que recurrir a autores secundarios como Cicerón. Si los viejos presocráticos identificaron su “sustancia” primigenia o infinita con “lo divino”, fue en segunda instancia, más como un asunto hermenéutico que como el tema o la tesis principal. Y esto vale incluso para una escuela filosófico-religiosa como el pitagorismo. Tanto los sofistas como Sócrates dejaron por lo general (ya reverencial ya irreverentemente) a un lado el asunto. Tampoco Platón dedicó nunca un diálogo a Dios, y, para encontrar una argumentación explícita de la existencia de lo divino hay que esperar hasta un lugar algo recóndito de su postrero e inacabado libro Las leyes. No llamó explícitamente “Dios” a la Idea de las Ideas, el Bien-Uno. Ni tampoco, aunque se acercó más, insistió en llamar así al Demiurgo (el cual, no obstante, no era la figura suprema del sistema platónico, pues las Ideas estaban “antes” de él –volveré a esto en otro lugar-). Si es cierto (como seguramente lo es) que Platón identificaba, para con sus amigos, al Bien-Uno con la divinidad y a las ideas con los dioses, eso es algo que pertenece a su “enseñanza esotérica”, es decir, para nosotros, casi a su biografía (o –dirá alguno- la rumorología). Con todo, el tema de la relación entre Platón y Dios me parece mucho más complejo, y digno de un tratamiento aparte, que intentaré en otro lugar.

Aristóteles, que escribió tratados sobre todas las cosas, no escribió un tratado “De Dios”. Su teología es solo un libro dentro de esa colección de libros de filosofía primera que es la Metafísica, y ahí ocupa lógicamente un lugar posterior a todos los desarrollos acerca del ser en cuanto ser y las propiedades que, en cuanto tal, le pertenecen. Es evidente que el tema primero de la metafísica de Aristóteles es el Ser, y no Dios. Sin embargo, también es evidente que, cuando el ser universal es analizado analógicamente y se llega a su valor principal, la sustancia, Dios es encontrado como la primera sustancia entre las sustancias y, por tanto, como, en último extremo, el verdadero primer ser. No es que Aristóteles caiga en alguna confusión que se llamaría Ontoteología: simplemente, Aristóteles se hace cargo, como quizá ningún otro filósofo, de la dialéctica entre el Ser como concepto sumamente universal y omniabarcante, y el ser como sujeto primero y más real. La pretensión heideggeriana de señalar ahí una confusión, es la verdadera confusión filosófica. (Véase, para todo este asunto, esto)

Hay que llegar a la época imperial greco-romana (con el desmoronamiento de las ciudades-estado) para encontrar toda una plétora de escuelas (estoicos, epicúreos, escépticos, neoplatónicos y neopitagóricos…) escribiendo abiertamente acerca de los dioses. (De modo que, si, como tiendo a creer, nosotros nos encontramos en ese punto en que los estados-naciones de Europa se desmoronan y pasa a ocupar la escena política definitivamente el Imperio (¡Dios sea loado por ello!), se puede predecir que se acerca, también para nosotros, un panorama filosófico lleno de eclecticismo y de disputas sobre la naturaleza de los dioses).

¿Es fiable la comparación entre la situación filosófica actual y la antigua, en lo que se refiere al asunto de Dios? Podría pensarse que no, o no mucho: lo que los filósofos griegos tenían como referencia teológica era una religión menos profunda y mucho menos organizada y viva que la que se encuentran los filósofos contemporáneos, a la vez que una situación política menos propicia para polemizar con las creencias. No creo, sin embargo, que estas diferencias sean muy relevantes. Cuando los filósofos griegos postclásicos quisieron acercarse a lo religioso, supieron sacar oro del politeísmo, incluso para un sistema de tendencia tan absolutamente monista como el de los neoplatónicos.

Creo que hay una razón verdadera y profundamente filosófica para explicar por qué tanto los grandes filósofos contemporáneos como los de la antigüedad, contra lo que tendemos a creer, han tratado poco o nada directamente el asunto de Dios.

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Aquí es cuando volvemos a Kant. ¿Por qué es, ciertamente, razonable pensar que hay un claro “después de Kant” en ese asunto? Efectivamente, todavía Leibniz y Hume podían abordar el problema de forma directa. Se trataba del problema metafísico-especial (u “óntico”, diríamos quizá hoy; no metafísico-general u “ontológico”) de si existe, puede existir, tiene que existir una naturaleza sobrenatural, una causa universal… A esa parte especial de la Metafísica se le conocía como Teología filosófica. El giro trascendental de Kant significó un verdadero y radical giro: poner en suspenso toda cuestión metafísica u óntica para preguntarse, antes, por las condiciones de posibilidad de esas cuestiones. Kant habría descubierto que es una ingenuidad abordar directamente los problemas acerca de qué sustancias existen, qué esencia tienen y qué causan y les causa, sin preguntarse primero por las condiciones formales de esas cuestiones. Si conceptos como “sustancia”, “existencia”, “causa”… no pueden ser tomados como caídos del cielo, es decir, como referencia directa y transparente a la estructura del ser y la realidad, sino que solo pueden ser tenidos, al menos preventivamente, como la manera en que el Sujeto pensante no tiene más remedio que mediatizar lo que quiera que sea la cosa en sí, entonces toda cuestión acerca de si existe realmente una sustancia infinita causa del universo tiene que ser preterida mientras se resuelve la cuestión de en qué condiciones podemos usar correctamente los términos o conceptos “sustancia”, “existencia”, “causa”…

Dado que el resultado de la investigación kantiana arrojó el resultado (esto es, en realidad, una manera muy benévola de describir lo que realmente hizo Kant, a saber: construir las condiciones trascendentales a la medida del naturalismo y fideísmo vigentes en el espíritu de la época), arrojó el resultado, decía, de que no hay, para nosotros, uso correcto de los conceptos universales (categorías) más que cuando estos pueden ser figurados espacio-temporalmente, se seguía la conclusión de que preguntarse sobre la existencia de Dios era teoréticamente imposible para nosotros. En adelante, el tema de Dios quedaba fuera de la agenda filosófica. Antes habría, como mínimo, que desmontar el giro trascendental.

Conviene observar, no obstante, que no es (o no es inmediatamente evidente) que ese tuviera que ser el resultado del análisis trascendental. Kant (o el Kant en Tierra-bis), podría haber llegado a la conclusión de que, para que haya un uso correcto del término sustancia o existencia o causa, no es preciso que esa sustancia, existencia o causa tenga que ser material, es decir, figurable espacio-temporalmente. Nunca Kant demostró este su empirismo: se limitó a hacer preguntas retóricas acerca de “cómo, si no, nos lo podríamos representar” (o sea, a pedir el principio) y a “demostrar”, indirectamente, que todos los razonamientos metafísicos conducían a paralogismo y antinomias.

No obstante, el giro kantiano hacia lo trascendental fue, es, un giro filosóficamente necesario (aunque no suficiente). Su fundamento último es, ni más ni menos, que el que llevó a los grandes filósofos, como Platón o Aristóteles, a plantearse la dualidad entre lo que ocurre y su razón de ocurrir, entre lo fáctico y lo normativo, entre lo que “es” y lo que “debe ser” o es-idealmente… La filosofía siempre se debatirá (es el debate) en torno a esa dualidad. Y todas las respuestas tienen sus argumentos a favor, y sus aporías. La solución trascendental kantiana mana, en parte, de las aporías del “ingenuo” continuismo de Descartes y (aunque con sospechas) de Hume. Según esa “ingenuidad”, la relación entre la causa y lo causado es “natural” u óntica, de grados de sustancia y realidad. Dios es “solo” más ser. Pero no es un ser radicalmente de otro tipo. Sin embargo, ¿se salva así lo normativo? ¿Puede Dios, si es solo un ente, una causa, ser el fundamento suficiente de la normatividad o validez? ¿No sigue, con ese Dios, todo sujeto a la contingencia? Parece que la dualidad entre lo dado y su condición de posibilidad, entre lo fáctico y lo normativo, exige una heterogeneidad más radical. Y esta es la cruzada del kantismo: hacer notar la insuficiencia de la metafísica entendida como cuestión de los grados del ser sin plantearse antes la cuestión de la posibilidad de las formas del ser.

Sin embargo, el kantismo tiene otro factor genético, específicamente “moderno”: la exigencia de partir desde el Sujeto. Al giro meramente trascendental se une, en Kant, el específico giro antirealista hacia la subjetividad. Si hemos de partir de lo más inmanente, entonces lo trascendental tiene que ser planteado ya ahí, en el ámbito de la representación. Y esto es el kantismo: subjetivismo trascendental, es decir, situar las condiciones incondicionales de validez en el sujeto. Es esencial insistir en que ambos aspectos, trascendentalidad y subjetividad, son separables.

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Volviendo (por fin) a nuestra pregunta inicial (esto es: ¿por qué los grandes pensadores contemporáneos han dicho, por lo general, tan poco o nada acerca del tema de Dios?), nuestra respuesta es que: la filosofía contemporánea es principalmente filosofía trascendental, y deja, por tanto, entre paréntesis y para después, el problema óntico de qué seres específicos y concretos existen y son causas.

- La filosofía fenomenológica es trascendental, obviamente. Rechaza cualquier naturalismo y psicologismo (también, claro está, cualquier ontologismo, aunque este rechazo ni siquiera necesita ser explícito, puesto que el ontologismo no ocupa ningún lugar visible en el panorama filosófico), y se pregunta por las condiciones ideales (subjetivo-ideales) de las representaciones. No supone nada nuevo respecto de Kant.

- La Diferencia Ontológica de Heidegger es su forma del giro trascendental. Dios es visto como un tema óntico (la sustancia-causa primera) que, con toda la Metafísica, debe ser incluso “destruido” para remontarse a esa verdadera heterogeneidad radical olvidada, que es la que hay entre Ser y Dasein. Ciertamente, Heidegger no expresa esa diferencia insistiendo en el carácter normativo o posibilitante del Ser, pero es que Heidegger no expresa claramente nada. Tampoco está claro cómo Heidegger va girando desde una posición netamente trascendental hacia una postura más bien trascendente o trascendentista (análoga a como Husserl giró desde su posición trascendental de las Investigaciones Lógicas hacia una posición Idealista).

- Las dos filosofías de Wittgenstein son trascendentales. El Tractatus es un trascendentalismo muy similar al de Kant, aunque pensado o expresado en términos de Lenguaje. Sobre Dios todo lo que podemos decir es que no podemos decir nada. Y de lo que no se puede decir nada, mejor es callar (Aunque, como le reprochó, Ramsey, de lo que no se puede hablar tampoco se silba. Sin embargo, Wittgenstein se pasó la vida silbando acerca de Dios, y, como se sabe, silbaba muy bien). Su segunda filosofía sigue siendo trascendental, aunque ahora cree reconocer que el Lenguaje no tiene una sola función. La Filosofía, como labor trascendental, debe describir las condiciones de posibilidad de cada lenguaje. Sobre la religión, lo que se puede decir ahora es que su lenguaje no pertenece a la función descriptiva, de manera que cuando dices que crees en Dios no hablas de qué crees que existe (este juego de la verdad y la referencia sigue reservado para las ciencias) sino de tu actitud ante la vida. La frase “Dios es la causa real e infinita del universo” sigue careciendo de valor de verdad, aunque no de todo sentido (puede, incluso, seguir siendo expresión de la fuente de todo sentido).

- En la filosofía analítica, una vez superado el positivismo primitivo, la filosofía, que ya no rechaza llamarse ontología e incluso metafísica, sigue siendo, en Quine, Davidson, Putnam, Dummett… trascendental en el sentido de que se ocupa de las condiciones gramaticales de las proposiciones correctas. Nuevamente, el tema de Dios queda para otro día. Y, los grandes filósofos, profundamente atareados en sus cuestiones generales trascendentales, nunca tienen tiempo para bajar a ese terreno. Esto sigue siendo así, mayoritariamente, incluso cuando muchos filósofos analíticos recientes hacen explícitamente metafísica, de corte neoaristotélico. La metafísica especial, especialmente la de Dios, sigue siendo, en general, asunto más flojo.

Ahora bien, como decíamos, tampoco Platón o Aristóteles tuvieron mucho tiempo para rebajarse al asunto de la existencia de un individuo llamado Dios. Y la razón por la que tanto los grandes filósofos contemporáneos como los grandes filósofos de la Grecia clásica han hablado poco de Dios es la misma: La filosofía tiene que ocuparse, prioritariamente, de las cuestiones Ontológicas generales, es decir, de las condiciones incondicionales de posibilidad del ser, del conocer, del lenguaje… Dios es el nombre para un ente concreto, sustancial. Pertenece, por tanto, a un momento ulterior de la filosofía. Antes de poder dirimir si existe una sustancia que es causa de los (demás) entes, hay que solucionar la cuestión de “trascendental”, general, de qué es sustancia, qué es causa, qué es existir…

La diferencia entre la manera en que los grandes filósofos modernos no-tratan de Dios y la manera en que no-tratan de Dios los grandes filósofos antiguos consiste en el que, veíamos, era el segundo elemento, específicamente moderno, de la filosofía moderna: su subjetivismo. La Metafísica de Aristóteles aborda los asuntos trascendentales más universales desde un punto de vista realista u ontológico, no subjetivista o idealista, como Kant y sus sucesores. Por esa razón, puede parecer que en Aristóteles y la filosofía griega en general no hay una reflexión trascendental. Pero esto está completamente desencaminado: no hay ningún asunto que trate la filosofía trascendental y que no fuese tratado por Aristóteles. Y advertir esto ayudaría al diálogo entre filósofos a través del espacio y el tiempo y a desinflar, como es necesario desinflar, el hermeneuticismo, que nos dice que no hay conmensurabilidad entre lo que pensó Aristóteles y lo que pensamos hoy.

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Reparar en la diferencia trascendental es justo y necesario. Sin embargo, como intentaré argumentar en otro momento, la radical heterogeneidad del simple giro trascendental, tiene que ser también superada. La relación entre lo normativo y lo fáctico, entre la condición de posibilidad y los fenómenos… no puede ser la de simple separación. Y, entonces y en consonancia con ello, Dios no puede ser considerado solo como un problema óntico específico, a saber, el del primero o más elevado de los entes, sino, más: como el fundamento ontológico de la realidad, es decir, como la condición de posibilidad de la realidad y, a la vez, “por tanto”, como su sustancia. Porque condición de posibilidad de realidad y realidad no pueden estar simplemente separados. Aquí es donde será imprescindible ir más allá de Kant, e incluso de Aristóteles, hacia Platón, es decir, al corazón de la Analogía de la Realidad.


El problema filosófico del problema filosófico de Dios es que Dios es aquella idea donde la diferencia entre lo Ontológico y lo Óntico, entre la Validez y el Ente, tiene su más plena dialéctica. Dios sería lo Trascendental-trascendente, es decir, la Norma-sustancia. Por eso, ningún argumento de su existencia será más válido que el Argumento “Ontológico”, justo el argumento más ausente de los debates contemporáneos acerca de Dios, con honrosas excepciones.

lunes, 4 de agosto de 2014

La sabiduría primera, según Aristóteles (reedición)

Lo que sigue es lectura de lo que Aristóteles escribe acerca de la sabiduría primera (sofía próte, o, también, philosophía próte). Para ello, sigo principalmente lo que se conoce como su “Metafísica” (TA META TA PHYSIKA), una colección de escritos diversos pero bien ordenados que están dedicados específicamente a esa ciencia primera. El hilo argumental, a lo largo del libro, es claro y perfectamente coherente, aunque haya a veces repeticiones y disrupciones, debidas, sin duda, a que se trata de textos redactados independientemente. Lo que Aristóteles dice en sus otros libros (en los de la Física o los Analíticos, por ejemplo) es completamente consistente con lo que dice en esta colección de libritos de filosofía primera, y, por supuesto, también todas las partes de esta colección son perfectamente consistentes entre sí.

Si esta lectura, bastante convencional por otra parte, es básicamente adecuada, entonce cualquier lectura o interpretación que implique que existen grandes inconsistencias dentro del corpus aristotélico, malentiende el pensamiento Aristóteles. Tampoco entiende a Aristóteles, ni, por tanto, se entiende bien a sí mismo, quien llegue a la conclusión de que los problemas que él se planteó y la sabiduría que pretendía, están solucionados o disueltos o caducados. Por último, están también excluidos de entender a Aristóteles quienes se dedican a fantasear significados de los términos griegos hasta conseguir que digan lo que ellos pretenden, lo que nadie creía que querían decir y lo que nadie intentaría querer decir ya, por lo general con ninguna o casi ninguna base filológica.

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La filosofía primera o sabiduría es, según Aristóteles, la ciencia, saber o teoría de las primeras causas y los primeros principios. Es la única realmente libre porque es independiente, tanto de la utilidad o la práctica material como de las demás ciencias o teorías: se la busca por sí misma y se basta a sí misma. Es ella la que da sus principios a todo lo demás, tanto a las otras ciencias, segundas, como a la práctica. Esta auto-nomía y auto-referencia es propia de la sabiduría primera, y de ninguna otra, como se verá insistentemente.

El saber lo es de las causas y principios, no de hechos ni de colecciones de hechos. Pero las causas de las cosas son de varios tipos: el qué, el de qué (a partir de qué), el de dónde (el origen) y el para qué (o sea, en términos coloquiales: qué somos, [de qué estamos hechos], de dónde venimos y adónde vamos). Los que filosofaron antes, cree Aristóteles, reconocieron todas esas causas, pero no más que esas, y las vieron de una manera confusa y parcial. Unos, los más “físicos”, descubrieron el de-qué o materia, sujeto único de todos los cambios, que ni nace ni perece, y del que nacen y al que regresan las cosas parciales según el orden del tiempo…; pero no nos dijeron cómo es que, a partir de esa sustancia única y amorfa, matriz de todo, sale la diversidad de formas, y (o, más bien, “porque”) no reconocieron lo incorpóreo. Otros, los más “lógicos”, descubrieron la importancia de las formas, los números, las especies o ideas…, y los tomaron por entidad (usía), pero no pudieron, a la inversa que los primeros, explicar cómo se genera el cambio a partir de solo lo inmóvil, sino que incluso lo negaron como ilusorio, suprimiendo así justo lo que se trataba de explicar, esto es, la naturaleza que vemos, y multiplicaron las entidades innecesariamente (pues cuanto pueda explicar la forma considerada real y separada puede explicarlo la inmanente), causándose dificultades insolubles. También reconocieron algunos la causa de-dónde, que hace que sucedan las cosas, y la causa del para-qué (el Eros, el deseo), pero sin desarrollarlo coherente y sistemáticamente. Tenemos, pues, nosotros, considera Aristóteles, que elaborar esta sabiduría primera de las causas y principios de todo ser, y solucionar los problemas que le son propios.

Que se trate de “causas y principios”, con dos términos y no uno solo, es algo que, como veremos, se debe a lo esencial del problema de esta ciencia que buscamos. El término ‘causa’ (aitía) tiene una connotación más real, ontológica, “sustancial”…, que el término ‘principio’ (arkhé), que se refiere a lo lógico, a lo “formal”. No son, quizás, lo mismo las causas ontológicas y reales que los principios lógicos y generales de lo que es.

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Debemos comenzar por enumerar los problemas (aporías) que la sabiduría primera debe resolver. Están muy sucintamente recogidos en el libro B o III (concretamente, en 995b).

El primero de ellos es, paradójicamente, el de si corresponde a una sola ciencia, o más bien a varias, el estudio de las causas y principios de todas las cosas. Esto, obviamente, compromete a la propia filosofía, a su misma posibilidad y existencia, y el hecho de que ella misma se plantee la cuestión de su propia unidad y, por tanto, de su propia posibilidad y existencia, la sitúa en esa peculiar circularidad o autorreferencia solo suya: ella puede y tiene que hacerse cargo de sí misma como ni puede ni debe hacer otra ciencia. Solo ella existe antes de decidir, ella misma, si puede existir, presentándose así tan necesaria como imposible o casi imposible. No es ni nuevo (“moderno”) ni circunstancial que la filosofía se empiece teniendo por objeto, igual que no es casual que acabe, como acaba en Aristóteles, pensando a aquella entidad que es pensamiento de pensamiento. Solo aquella ciencia que puede hacerse cargo de sí misma, tiene por objeto hacerse objeto de (a) sí misma. Por eso el de acerca del cual se dice la filosofía, es un de en el doble sentido del genitivo: el asunto de la filosofía es el asunto de la filosofía, como también esa ciencia es la propia del dios: es la que solo el dios podría tener y es la que solo puede tener al dios por objeto. Objeto y sujeto son ahí, y solo ahí, el mismo. Su final es su principio, pero en el camino se ha conseguido, quizás, la comprensión de lo absolutamente real.

Esto debería hacernos pensar que los problemas de la sabiduría primera no van a ser simples problemas o aporías, sino la aporía sin más. A algo así lo podemos llamar hoy “dialéctica”: la filosofía es dialéctica. Aristóteles no podía llamarlo así, porque ‘dialéctica’ significaba entonces el arte del diálogo y la discusión. La filosofía es aporética, como lo son, por lo demás, todas las otras ciencias. Aristóteles no cree, no obstante, que esos problemas sean intrínsecamente insolubles: él mismo ofrece la solución, su solución.

Sigamos con los problemas que debe abordar la filosofía primera. El segundo es solo una concreción (la concreción esencial) del primero: hay que plantearse, nos dice, si la sabiduría primera se ocupará de los principios entitativos o también de los principios lógicos o formales o abstractos. Es decir, hay que preguntarse qué tienen que ver la ciencia que busca el ser real (llamémoslo Ontología) con la del ser en general o en abstracto (Lógica), lo fundamental con lo general... Esta dualidad es la que principalmente amenaza la unidad de la sabiduría primera. Será esencial reparar en esto.

El siguiente (grupo de) problema(s) es este: si aceptamos (o suponemos) que la sabiduría tiene que ocuparse de los principios de los seres o entidades, habrá que solucionar la dificultad de si hay una sola ciencia de toda especie de entidad, o bien una ciencia por cada tipo de entidad. Porque hay que preguntarse también si existen, además de las entidades físicas y sensibles, otras entidades no corpóreas ni sensibles. De reconocerse la pluralidad de tipos de entidades, habrá que ver si hay principios universales para todas ellas, para las incorpóreas y las corpóreas. Además hay que solucionar la cuestión de si la sabiduría tratará de lo accidental o solo de lo esencial, y si tiene por objeto los géneros, y, en ese caso, cuales.

Pero la cuestión más difícil y problemática, dice Aristóteles, es la de si lo uno y el ser son la entidad o sustancia de los entes (como han querido Parménides y los otros lógicos, hasta Platón), o más bien, uno y ser son algo no-real, algo solo del pensamiento.

Otros problemas se refieren a si la entidad tiene los modos de ser de la potencia y el acto o no.

Hasta aquí el índice de los problemas de la ciencia primera. Nuestro problema es, en primer lugar, entender bien estos problemas. El mismo Aristóteles, inmediatamente después de su sucinta enumeración, se entrega a desplegarlos un poco más y a aproximarse tentativamente a sus posibles soluciones. Empezando por la primera y más básica dificultad (y a la que dedicaremos aquí nuestra mayor atención), o sea, la que se refiere a la posibilidad misma de una sabiduría primera, ¿cómo puede ser, se pregunta, una sola la ciencia de todos los principios de las cosas, si estos no son contrarios entre sí, ni abarcan todos a toda ciencia? Porque, por ejemplo, los principios de la matemática no son los mismos ni contrarios que los de la política, sino simplemente heterogéneos; además, los principios de, por ejemplo, la ética y la política (los para-qué) no pintan nada en la matemática. (Por cierto, señala Aristóteles, una aparente equivocidad semejante la padecen otras ciencias que consideramos unitarias: la matemática, por ejemplo, engloba a los números y a la geometría, sin que los principios de una y otra parezcan reducibles a unos y los mismos). Como decíamos, también se plantea el problema más concreto de si la ciencia primera debe ocuparse de lo más entitativo, real, sustancial…, o de lo más general. ¿Qué ciencia es superior, la de lo más real o la de lo más abstracto y general? Porque parece que los principios primeros son los más universales. Entonces, sería la Lógica la sabiduría primera.

La otra dificultad principal, a la que vuelve aquí y una y otra vez Aristóteles, estriba en qué cosas son entidades o sustancias: ¿lo son las ideas, como quieren los “modernos”? Esta teoría conduce a numerosas dificultades: habrá varias ideas por cada cosa (la línea en cuanto parte de la superficie plana y en cuanto parte del cuerpo, etc.); habrá ideas de las relaciones y los accidentes; las ideas, además, parecen incapaces de causar algo; son, en fin, una multiplicación inútil de las entidades. Sin embargo, he aquí la gran dificultad que debe resolver quien se oponga a la realidad de las ideas: es imposible conocer lo particular sin lo universal. Si no hay lo eterno, no habrá lo corruptible. Y, como decíamos, la mayor dificultad: si uno y ser son la entidad de todas las cosas. También ellos, lo uno y el ser, parecen lo más inteligible de todo. Pero, si son entidad real, no podrá haber ninguna otra realidad, como bien deducía Parménides. Y algo análogo puede decirse para los números: si son entidad, nada material será entidad.

Estas son, pues, las dificultades. Veamos ahora en qué sentido son, todas, una sola (pues una ciencia que sea una, solo puede tener un problema, del que los demás serán manifestaciones parciales). Sinteticémoslas, primero, en unas pocas. Lo que compromete la unidad de la filosofía es una cierta dualidad que se mostrará necesaria, y que ya hemos visto anunciada de varias maneras: ¿la ciencia primera es la de lo más universal y general, o la de lo más real, sustancial e individual? Es decir, ¿el principio de las cosas es lo primero en sentido lógico, o en sentido entitativo? La otra dificultad, referida ya concretamente a la entidad (no al ser en general), es la de si la entidad real es (solo) lo físico o es entidad también y aun más la idea (o el número, o el género, o el ser). Es fácil ver que ambas dificultades son en el fondo lo mismo, porque la necesidad de introducir las ideas y entidades semejantes, fue solo esta: que son ellas las que, con su universalidad y necesidad, hacen inteligible lo sensible. Hay una tercera dificultad, distinta y más particular o específica aún, y que presupone solucionadas las anteriores más básicas o generales: se trata de si, además de las entidades individuales naturales y móviles, existe una sustancia, también individual y sustancial (no idea o género) pero no corruptible sino inmóvil, o sea, el dios. Pero esta dificultad solo aparece una vez solucionadas las anteriores, que son una sola, o diversos grados de concreción de una misma.

La dificultad fundamental, de la que las demás son expresiones, es, pues, digámoslo una vez más, la de lo universal y lo real. Se trata, en otros términos, del problema de la unidad y la multiplicidad del ser. Pero esta es también la dialéctica de lo inteligible y lo real. Esta dualidad nace de los dos “hechos” básicos o brutos de la realidad: la universalidad y la concreción. Lo universal (lo uno, el ser, la idea, el género…) es principio de inteligibilidad, pero de lo universal  no se puede deducir lo particular y concreto. Sin embargo, el fenómeno puro (lo que hay que “salvar”) es la multiplicidad y el cambio. Esto no parece compatible, por tanto, con la mera universalidad. La realidad pura no parece que pueda ser lo universal, sino algo concreto, individual, que haga compatibles, sintetice o mezcle lo universal con lo más particular, la forma con la materia última.

Comprendido el problema, veamos la solución. Digamos antes algo: debería ser inútil recordar (y que no lo sea es también digno de pensarse) que este problema sigue siendo exactamente el mismo que era cuando vivió Aristóteles, es decir, que sigue vivo el propio problema (y, por eso, el propio Aristóteles) como el problema del ser. Todavía hace tan poco como cuando escribe Giorgio Agamben, este filósofo puede proponernos que consideremos si el concepto de “cualquiera” (quodlibet) y "ejemplar" rompen o solucionan la dialéctica de lo universal y lo particular, o si debemos pensar la potencia de una manera no aristotélica (y que el propio Aristóteles toma en consideración, por cierto). Dejaremos para otra vez la consideración de esta propuesta. Baste esto para constatar la “actualidad” de Aristóteles.


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La solución de la aporía única, es decir, de la distinción y relación entre lo universal y lo real, entre lo general y lo individual, la aborda Aristóteles progresivamente, yendo desde lo más general a lo más particular. Efectivamente, el orden en que avanzamos en la ciencia es, según la epistemología aristotélica, caminando desde lo más general a lo más concreto, orden (en cierto modo) inverso al de la realidad, como se verá. Porque nosotros nos acercamos a la realidad desde lo general, introduciendo las diferencias poco a poco, hasta encontrar, si es posible, la diferencia última, que constituye la esencia de la entidad real. Por eso, la primera cuestión, la más básica y general (pero por eso también la menos última, específica y entitativa) es la de si hay una única ciencia del ser, un único objeto general. En segundo lugar, supuesto que quede salvada esa unidad, habrá que examinar cuál de las múltiples cosas que aspiran a ser el objeto primero de la sabiduría, es la auténticamente primera. Y ya en tercer lugar, supuesto que hayamos encontrado ese género, veremos cuál de los individuos que caben en él es el primero primero. Nos centraremos, en lo que sigue, en la primera y más general y básica cuestión.

“Hay una ciencia que trata del ser en cuanto ser y lo que por sí le corresponde. No es idéntica a ninguna de las que llamamos parciales, pues ninguna de estas estudia en conjunto el ser en cuanto ser, sino que, separando alguna parte de él, observan sus propiedades, por ejemplo, las matemáticas. Y, puesto que buscamos los principios y las más elevadas causas, es claro que estos serán, necesariamente, de cierta naturaleza por sí misma. (…) El ser, no obstante, se dice en muchos sentidos, pero por relación a uno y a una única naturaleza, y no equívocamente, sino como todo lo sano por su relación con la salud: una cosa, porque la preserva; otra, porque la produce; lo otro, porque es señal de salud, y aquello porque es capaz de tenerla.(…) Así también el ser se dice en muchos sentidos, pero todos en relación a un único principio: unos, porque son entidades, otros porque son afecciones de la entidad, otros porque son camino a la entidad, o destrucciones o privaciones, o cualidades, o productores o generadores de entidad o de las cosas que decimos que son relativas a la entidad, o negaciones de estas cosas o de la entidad”. (1003 a -traducción mía-)

Aquí está la solución aristotélica al problema fundamental de toda la sabiduría primera que andamos buscando. Multiplicidad, pero no equivocidad; unidad, pero no univocidad: multiplicidad respecto de uno. Relación por Analogía.

Aristóteles no va a explicar nunca en qué consiste este pròs hèn o “respecto a uno”. Una y otra vez recurrirá, para explicar esta relación o analogía, a una metáfora, la de lo sano respecto de la salud. Pero la Analogía aparece como un hecho, como el “hecho metafísico bruto” que soluciona o, ata, los hechos metafísicos brutos de la unidad y la pluralidad del ser. O, más que como un hecho, quizás como una necesidad, como un postulado ineludible.

La Analogía, la equivocidad no equívoca y univocidad no unívoca, es la última respuesta aristotélica a la aporía filosófica. Esta Analogía, que es el corazón de la filosofía primera, es lo que debe ser pensado, y lo que más ha sido olvidado. La historia del pensamiento no es la historia del olvido del ser, sino la historia del cuasi-olvido de la relación esencial en el ser: la Analogía.

Extrañamente, esta relación irreducible a homogeneidad y heterogeneidad, parece encajar poco con el primer gran principio universal, el de la Lógica, el que nos prohíbe atribuir los contrarios a lo mismo. Sucede como si la Lógica, con su exigencia de univocidad, cediera en el momento clave, y dejara su sitio a una relación “ilógica”, o supralógica o ultralógica (pero pretendidamente interna a la Lógica), ante la mayor exigencia de la realidad. Pero la Analogía querría salvar completamente la Lógica sin impedir que uno y múltiple se sinteticen perfectamente en el total que es cada cosa real. La Analogía es el bies por el que la realidad elude o intenta eludir la contradicción pura (la mera dialéctica, la aporética). La Analogía es la “solución” de la Dialéctica.

También Platón, y los otros filósofos, han recurrido a la Analogía. Pero cuál de entre las diversas concepciones de la Analogía (¿analogía como participación y mímesis, analogía como “como si”, analogía del “quizás”…?) nos lleva más adentro en el corazón del corazón de la filosofía, es el asunto más urgente y que, por eso, dejaremos para otro momento.

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La prioridad primera, que es la de la entidad, no es una prioridad, pues, de universalidad y univocidad. Eso conduciría a Parménides (por el intermedio de Platón y los pitagóricos). Es la prioridad que tiene lo particular, la cosa concreta, pero que sirve de soporte a todos los predicados universales y sin los cuales no podemos entenderla. Debemos, pues, mantenernos alejados de dos errores, de una Escila y una Caribdis: la negación de lo universal y la negación de lo concreto. Confundir lo que es primero en el orden de la inteligibilidad, lo lógico (la idea, el número, el género…), con lo que es primero en el orden real o sustantivo (la naturaleza individual), es el gran error de Platón, los pitagóricos y Parménides. Este error es  un error mucho más interesante (y por eso es más grave), es decir, más inteligente y justificado, que el tosco error materialista de confundir la entidad con el sujeto de todos los cambios. Aristóteles concederá mucha más atención al error racionalista o idealista. A los materialistas los despacha rápidamente: son solo los arcaicos naturalistas, que no veían el problema.

¿Qué pasa entonces con la Lógica y la Filosofía? Los principios de la Lógica son objeto también del filósofo, pero el filósofo no es el lógico (como sería en el caso de Parménides, donde el primer principio lógico es también la sustancia o realidad). 

¿Cómo se conecta lo universal con lo entitativo? Aristóteles utiliza un razonamiento (1004b 23 y ss) aparentemente rocambolesco pero esencial: puesto que ser y uno son lo mismo, si bien predicado de maneras diferentes, (es lo mismo “hombre” que “un hombre” y que “hombre que es”), habrá tantas especies de lo uno como del ser. Y a las especies de lo uno corresponden asuntos como lo de lo idéntico y diferente, etc. Es decir, lo uno es el aspecto “lógico” del ser, y de la entidad, de modo que la Lógica es el aspecto matemático de la Ontología.

Una vez sentado que los principios más generales son también objeto del filósofo, no en cuanto matemático o lógico (que no lo es el filósofo, ni la Lógica es lo mismo que la Ontología, como equivocadamente quiso Hegel) sino en cuanto ontólogo, Aristóteles trata inmediatamente del principio más firme: que es imposible que un mismo predicado se dé y no se dé a la vez y en el mismo sentido en el mismo sujeto (y todos los matices que haga falta introducir). Aquí es tarea dialéctica del filósofo rechazar la tesis que niega ese principio más firme, y el relativismo. Simplemente, quien abre la boca para negarlo, se autorrefuta.

Pero, volviendo una vez más atrás, ¿cómo es eso de que el filósofo tiene por objeto los principios de la lógica, e incluso de la matemática y la física? Aristóteles vuelve sobre ello, con gran claridad y sencillez, en un texto sin desperdicio (pero ¿qué tiene desperdicio en Aristóteles?), en lo que figura como libro VI o épsilon, justo al principio, donde explica un poco mejor lo que ya hemos dicho:

“Buscamos los principios y las causas de los seres, pero es claro que en cuanto seres. Pues hay cierta causa de la salud y del bienestar, y de las matemáticas hay principios y elementos y causas, y, en suma, toda ciencia racional o que participa del razonamiento, lo es acerca de causas y principios, sea de manera más rigurosa o más simple. Pero todas ellas, circunscribiéndose a cierto ser y género, se ocupan de él, pero no del ser sin más ni en cuanto ser, ni elaboran en absoluto un discurso acerca del qué-es, sino que, partiendo de ello, unas haciéndolo manifiesto por la sensibilidad, otras tomando como hipótesis el qué-es, demuestran así, de manera más necesaria o más laxa, lo que corresponde al género del que tratan. Por eso es evidente que no hay demostración de la entidad ni del qué-es a partir de tal inducción, sino que es otro el modo de mostrarlo. Igualmente, nada dicen de si existe o no existe el género acerca del que tratan, porque es de la misma actividad racional hacer claro el qué-es y el si existe” (125b)

sábado, 11 de enero de 2014

Especulaciones sobre el futuro de las maneras de hacer filosofía, II: la denegación heideggeriana de la Metafísica

Todas las maneras de hacer filosofía, decía en la entrada anterior, tratan de lo mismo (por eso son filosofías) aunque de maneras diferentes (por eso son varias). En concreto, la manera analítica (“anglosajona”) y la manera fenomenológico-hermenéutica (“continental”) de abordar los problemas filosóficos son tan diferentes porque la una se inspira en o imita el método de las ciencias físico-matemáticas y, la otra, el de las “ciencias humanas” o “letras”. Esta diferencia no es despreciable, y se basa en una dualidad, ella misma, filosóficamente importante, aunque quizás no en la más importante de las dualidades o esquemas que puedan dividir los modos de filosofar. Hay algo que ambas vías tienen en común, tanto por lo que se refiere a sus metodologías como en su objeto o contenido, y es algo respecto de lo que se mantienen en una tensa relación de simultáneos deseo de evitación e inevitabilidad, aunque apenas sean conscientes de ello: ese algo es la Metafísica. Ambas vías intentan dejarla atrás, se declaran “postmetafísicas”. Creen ser, respectivamente, ciencia matemático-natural (muy general) y crítica textual. Pero se engañan: son Metafísica. Sus métodos son los mismos que los de la metafísica, aunque sofisticados o especializados en uno u otro sentido: reflexión, necesariamente dialéctica, sobre lo absoluto, sobre el Ser o alguna de sus epifanías (el Lenguaje, el Texto…)

Qué método usamos está en completa interdependencia con el objeto de que tratamos: cada objeto tiene su modo de ser conocido. No se puede tratar el objeto de la Ciencia Natural con el método matemático, o con el metafísico, o con el religioso…; no se puede tratar el objeto de la Metafísica con el método de la Ciencia Natural, o con el de la Matemática o el del Arte… Las diferentes maneras de hacer filosofía son maneras diferentes de hacer lo mismo, Metafísica, tanto por su método fundamental como por su objeto. También la filosofía analítica y la continental. Pero, para ver esto claramente, es necesario recordar qué es Metafísica, liberándola de caracterizaciones reductoras y perniciosas. Por ejemplo y especialmente, la heideggeriana. A ello dedicaré esta entrada.

Cuando los aristotélicos llamaron Metafísica a lo que Aristóteles llamaba saber o ciencia primeros (dejemos de momento entre paréntesis a Platón), se referían, como su maestro, al asunto del ser en cuanto ser y las propiedades que le corresponden en cuanto tal: no el ser natural, el ser lógico, el ser tal o cual…, sino el ser en general. Tan general que abarcaba y “trascendía” (o, quizás sería hoy mejor decir, adoptando una terminología kantiana, “era trascendental a”) todas las categorías de cosas, por heterogéneas que fuesen. La cuestión primera (en orden de reflexión) era, precisamente, si Ser tiene varios sentidos, cuántos y cuáles, y qué relación (qué Diferencia, pero también qué dependencia) había entre los diversos sentidos de ser. Como se sabe, la respuesta aristotélica es que el ser se dice en varios sentidos, pero no de manera equívoca, sino por relación a uno, la ousía o entidad o “sustancia” (como bastante inadecuadamente se tradujo en latín), es decir, el ser plenamente individual y autónomo, que “ni se predica de ni se da en otro”, sino del que se predican y en el que se dan los otros modos de decir “es”. Solo después de estas tesis sumamente generales o “abstractas” (la no-univocidad del Ser, y la prioridad del ser concreto y sustantivo), solo después de este análisis trascendental, venía el estudio, más concreto, de la interioridad de la usía o entidad o sustancia, donde Aristóteles creía descubrir que, puesto que tenemos que salvar el fenómeno por excelencia, es decir, el Cambio, toda sustancia se constituye e individúa por relación a él, y eso quiere decir, por relación al dúo energeia-dynamis, acto-potencia. Y solo como una parte de la teoría de la usía o entidad o sustancia (como mínimo en tercer o cuarto lugar, por tanto), venía el asunto de la sustancia inmóvil, de Dios, así como la de la Cosmología y la Biología (donde se incluía a la Psique).

Ninguna de esas etapas de la reflexión Metafísica puede ser obviada cuando se habla de qué es la Metafísica. Ni la teoría de la sustancia ni la teoría del motor inmóvil son toda la metafísica ni siquiera su consecuencia tautológica. La meditación sumamente general acerca del sentido o sentidos del Ser podía haber dado otro resultado (el univocismo, el equivocismo –por ejemplo, el equivocismo Ser / Ente-); también la meditación, segunda, acerca de la prioridad de la sustancia podría haber dado otro resultado (un accidentalismo de sabor “budista”, por ejemplo), incluso supuesto ya el resultado aristotélico a la anterior y más general cuestión; la meditación, tercera, acerca de la naturaleza de la usía (su articulación acto-potencia) tampoco tenía necesariamente que arrojar ese resultado al que llega Aristóteles; y tampoco, en fin, el asunto de la sustancia principal tenía que concluir en esa existencia de una entidad primera y motor inmóvil (es posible defender el naturalismo y el ateísmo, como una postura más dentro de la teología filosófica). En cierto modo, la cuestión del ser-individual-absolutamente-primero o Dios, era un asunto casi más de la Física que de la Metafísica. En realidad, es un asunto de (una de las áreas de) la Metafísica “especial”.

La Metafísica no es, pues, un saber de lo trascendente ni de la entidad o sustancia, sino, primeramente, de lo trascendental, es decir, de las condiciones de posibilidad de los entes, del Ser en general. Fuera de la Metafísica, entendida en ese sentido general y propio, solo hay no-filosofía: Ciencia, Arte, Religión… Nos desencamina completamente entender Metafísica, como hace Heidegger, en el sentido estrecho de búsqueda del Ente causalmente u ónticamente primero y olvido del Ser, o como una confusión “onto-teológica”. Nada en la Metafísica general aristotélica tiene que ver con una prioridad del Ente sobre el Ser, ni con una presunta reducción del Ente a Presencia. No existía en la Metafísica una confusión Onto-teológica: existían un problema ontológico y, después, un problema teológico, debido a las dos nociones de ser primero que irremediablemente encontraba la reflexión ontológica o metafísica: el ser como lo más universal y el ser como lo más individual y concreto. Lo que hace el propio Heidegger, en sus análisis sobre la diferencia Ser – Ente, lo que él llama Ontología, no es algo de tipo diferente a lo que los aristotélicos llamaban Metafísica y los wolfianos “Ontología general”, aunque Heidegger concluya de manera diferente y, sobre todo, use un método muy distinto, inspirado, como decíamos, en la crítica literaria y en la etimología especulativa. Por tanto, insisto, no veo razones para aceptar la caracterización heideggeriana de la Metafísica ni la tesis de su final. La filosofía fue siempre, y sigue siendo en Heidegger y sus herederos, Metafísica, es decir, consideración del ser en cuanto ser y de sus articulaciones fundamentales.

¿Quiere esto decir que hay que volver a la terminología aristotélica, y que Heidegger no ha aportado algo y hasta mucho a la Filosofía, es decir, a la Metafísica? No. No es necesario ni posible quedar atrapado en el mismo antiguo modo de decir lo casi indecible, y Heidegger es un importante metafísico (como lo fueron Nietzsche y Kant según el propio Heidegger). Todas esas reconsideraciones del problema filosófico han sido iluminadoras, en buena medida precisamente porque han renovado (parcialmente) los términos, ya solidificados y gastados, aunque a veces esto nos lleve, erróneamente, a ver mucha más profundidad relativa en lo actual que en lo viejo e induzca al filósofo a creerse haciendo algo totalmente nuevo, sobre todo en tiempos tan ansiosos de hacer historia y preocupados por deshacerse de lo escolástico como son los tiempos modernos.

En concreto, Heidegger nos ha propuesto una Ontología o Metafísica General que insiste profundamente en la heterogeneidad o diferencia entre los entes y el ser, entre las cosas que son y el (hecho de) que sean, de manera semejante al Wittgenstein del Tractatus. También nos ha ofrecido Heidegger una Metafísica Especial, renovación original de la vieja Antropología filosófica, en que el ente destinado al ser (el Dasein) es definido de varios modos existencialistas o “existenciarios”, tales como la de ser que se hace cargo de la muerte, ser capaz de angustia y aburrimiento, ser con historia… Pero, aunque Heidegger haya expresado estas tesis metafísicas en grandes y oraculares expresiones, y ello nos haya ayudado a pensar o, mejor, repensar el mismo asunto metafísico, nos conviene también no perder de vista que lo que ha hecho Heidegger no está más-allá de la Metafísica, sino en su interior. Solo así es posible un verdadero diálogo con los otros metafísicos, diálogo que queda imposibilitado si no nos situamos en un terreno común (por abstracto que sea), o si creemos nosotros estar en un terreno abierto al que ellos no accedieron (de manera parecida a como los gentiles precristianos no tuvieron acceso a la revelación).

lunes, 14 de octubre de 2013

El olvido de la analogía del ser, III: la insuficiencia del pensamiento matemático


Que “el ser se dice de muchas maneras” es la “solución” de Aristóteles al problema más básico y general de la filosofía primera: el problema de la unidad y pluralidad del ser. El ser engloba y a la vez inunda todas las partes de la realidad. Con “ser” nos referimos a lo que todas las cosas, todos los “seres”, tienen en común, pero también a lo que tienen de más íntimo e inescrutable.

Ser es lo más universal y abarcador. Pero, si ser es lo que tienen todas las cosas en común, ¿qué es lo que tienen como diferencia? ¿Qué hace, de un ser, ser diferente a los otros, estar “separado”? ¿Cuál es la unidad de los seres? No puede ser unidad en el sentido de indivisibilidad. Lo absolutamente indivisible no tiene partes, es “á-tomo”. Si el ser fuese átomo, solo habría una cosa, el propio ser. Esto no salva los fenómenos, es decir, la pluralidad y el cambio, la particularidad (mi particularidad, por ejemplo, por la cual, creo, soy diferente de ti). Tampoco, en el otro extremo, puede la unidad de la realidad ser una unidad meramente anecdótica o accidental, de cosas que no tienen nada en común todas entre sí, más allá de quizás aires de familia: el ser no es un batiburrillo. Si fuese ese caso, la propia palabra “cosa” sería totalmente equívoca, y solo se parecería, de un uso suyo a otro, en el sonido. Pero ¿no hay una versión, en cierto modo a medio camino entre la indivisibilidad y la completa diseminación, que es el concepto de unidad como lo “común” o lo genérico? Todas las cosas blancas son blancas y están en el conjunto de lo blanco porque comparten la propiedad de la blancura, todos los caballos están en el conjunto de los caballos porque comparten una cierta propiedad o suma de propiedades que es lo que define a los caballos, todas las partes del espacio son espacio. Algunos de estos géneros podemos considerarlos arbitrarios o poco relevantes, eso no importa. Tampoco importa mucho en este momento si los géneros son algo real o algo inventado o ficticio o “subjetivo”. El caso es que permitirían entender la relación entre la realidad como un conjunto (un todo) y cada una de sus partes. Suponiendo que el concepto de género fuese válido tratándose del ser, entonces con “ser” nombraríamos a la propiedad más general y abarcadora, aplicable a todas las cosas, el género más genérico. Todas las cosas tienen, según eso, la propiedad de ser, y en la misma medida o modo fundamental.

Es verdad que esto parece decirnos muy poco o nada sobre la realidad: el ser es lo mismo que la nada, según la Lógica de Hegel, el último y más vacío hálito de voz. Por eso, puede que sea más interesante estudiar los tipos o subconjuntos de ser que el ser mismo. Muchos metafísicos contemporáneos dicen que la tarea de la metafísica es elaborar una lista de los tipos básicos de entidad o realidad. En la entrada anterior me refería a la propuesta de Kris McDaniel de considerar al ser como un concepto cuasi-disyuntivo, en el que algunas de sus partes son metafísicamente más importantes que el concepto más extenso. Aunque McDaniel hacía así un interesante esfuerzo por redefinir la Analogía en los términos de la metafísica analítica, lo cierto es que esta tesis permanece dentro de la consideración del ser como un género o una extensión, unívocamente aplicable a todas sus partes.

Creo que no es esto lo que nos quiere decir, o nos dice de hecho, Aristóteles (aunque, qué es lo que quería decir, quizás ni él lo sabía perfectamente). Aristóteles rechaza la tesis de que el ser sea un género, un concepto unívoco. Este rechazo le parece incluso más pertinente e interesante que el rechazo de la simple equivocidad. La equivocidad es más manifiestamente inadecuada. La univocidad parece más manifiestamente correcta, porque se trata de salvar, de alguna manera, la unidad del ser y la realidad, sin que tengamos por ello que negar como ilusorio el fenómeno. Pero, si pensamos un poco, vemos que la relación que guarda un género con las entidades a las que contiene es, como decíamos, que la propiedad definitoria del género (la blancura, por ejemplo) es propiedad de cada una de esas entidades en exactamente el mismo sentido y la misma medida: todas las cosas blancas tienen la propiedad de la blancura, y la tienen de manera idéntica. ¿Qué diferencia, entonces, a unas cosas blancas de otras? Las diferencia el hecho de que cada una de ellas tiene, además de la propiedad de la blancura, otras propiedades, que ya no tienen en común. Unas cosas blancas son rugosas y otras son lisas, unas son redondas y otras tienen aristas. Cada cosa se caracteriza e individua por medio de un producto o síntesis de propiedades. No hay dos cosas que tengan todas las propiedades en común.

Pero esto no sirve para dividir el ser como sirve para dividir el conjunto de las cosas blancas. La propiedad de ser la tienen también todas las propiedades que podrían pretender dividirlo. La blancura, antes de ser blancura, es ser. ¿Qué la diferencia del simple ser, y de los otros seres o géneros de seres? Cualquier otra propiedad que pretendiese separarla del mero ser, estaría en las mismas que ella. ¿Hay alguna propiedad fuera del ser, el no-ser por ejemplo? Esto acabaría radicalmente con la unidad de la realidad, requiriendo “dos”… ¿cosas? completamente heterogéneas, ser y no-ser. Pero de dos cosas completamente heterogéneas ni siquiera se puede decir que son dos cosas ni que son heterogéneas. Haría falta, para ello, ser bicéfalo, como dice Parménides.

Si, para evitar esto, decimos que el no-ser no es exterior al ser, sino interior a él (un ser-parcial o algo semejante), y, a la vez, el ser sigue entendiéndose como un género, es decir, como una propiedad predicada unívocamente, al no-ser le ocurrirá lo que a la blancura y a las otras propiedades no absolutamente genéricas.

Todo esto parece empujarnos, si queremos salvar el fenómeno, a una consideración del ser más abierta que la de un género: tan abierta como que permita encerrar cosas más heterogéneas que las que caben en el género. Pero en esa medida, parece, vamos perdiendo la unidad de la realidad, la intimidad y pregnancia del ser. Además, ¿qué concepto, que salve la unidad, hay más abierto que el de género máximamente universal?
Aristóteles, creo yo, pretende superar ambos problemas a la vez, y sintetizar ambas cosas: la máxima apertura del ser y su máxima pregnancia. ¿Y si lo que parece más extraño es lo más coherente?

Lo que Aristóteles “descubre” es, por una parte, sí, que el ser es más “general” o abierto que un género, incluso que el sumo género: “ser no es género”. Lo que no quiere decir que el concepto de Ser no se aplique a todo. Sencillamente, su apertura, su abarcamiento de todo, es mayor que la del género. ¿Hay, es concebible, alguna manera más abierta de ser que la del género? Sí. Un género contiene solo cosas contrarias, o intermedias de los contrarios, es decir, cosas homogéneas, que se definen por lo mismo, que se inter-delimitan. En el género del color solo caben colores, y los colores se oponen excluyentemente. En cambio, en el concepto de ser caben, tienen que caber, cosas que no son contrarias ni intermedias de contrarios, sino incluso indiferentes. Por ejemplo, caballo y blanco (una sustancia y una cualidad) no se oponen, y por eso pueden darse en lo mismo simultáneamente; o ser ignorante de la música y ser capaz de aprenderla (ser músico potencialmente o serlo actualmente). Así que la unidad de toda la realidad es aún más laxa que la del género. Las categorías aristotélicas, o las articulaciones del Lenguaje según el moderno análisis lógico estándar (cuantificador, predicado, etc.), no son especies de un concepto homogéneo (Ser, Lenguaje…). En este sentido se puede decir que el concepto más abierto de ser es más abierto o universal incluso que el de la Lógica (si entendemos que la Lógica no puede desbordar el concepto de género).

Aunque, por otra parte, el concepto de ser que usa la Metafísica o Filosofía Primera (el concepto por el que digo que yo soy, o tú eres, o cada cosa, por ínfima que sea, es plenamente) es más “específico” o especial o concreto que cualquiera de los conceptos a los que pueda llegar la Lógica (siempre abstracta y no-real) e incluso cualquier de las ciencias particulares (que no indagan realmente el ser, sino que lo dan por supuesto y se ocupan de otras propiedades, como la Blancura, el Caballo, lo Vivo…). Cuando Aristóteles divide el ser más general en sus categorías, lo que encuentra es, no algo que no es el ser (como sí ocurre que partiendo un cuerpo vivo se encuentran partes no vivas), ni siquiera especies o casos del ser (como dividiendo el género color se encuentran colores), sino que encuentra formas más depuradas, per-fectas y “sustanciales” del mismo ser. Y cuando, siguiendo por el camino de la usía o entidad o sustancia, llega a la sustancia primera, la que ni se da en otra ni se predica de otra, y cuando cuando vuelve a dividir la usía, y encuentra un orden de entidades al principio del cual está la entidad que mueve sin ser movida, lo que Aristóteles va encontrando, en cada momento, son, no partes o especies del ser, sino modos más perfectos de comprender el ser. A la vez que lo más abarcador, el ser es, pues, lo más específico.

El ser de Aristóteles, si esto es cierto, es entonces a la vez superior a cualquier género en abarcamiento, y superior a cualquier especie de concreción. Por supuesto, no puede ser coincidencia que el ser, el objeto de la metafísica, sea más abierto y a la vez más especial que cualquier cuantificador. Sencillamente, la comprensión metafísica del ser no puede atenerse a los conceptos de género y especie. Que el ser aristotélico supere a los géneros por arriba y por abajo, en lo general y en lo particular, significa que Aristóteles rompe el cuantitativismo. Definitivamente, la Metafísica no puede basarse en conceptos del mundo conceptual de la extensión, es decir, conceptos abstractos. La Analogía es el antimaticismo esencial de la Metafísica.

Pero aún podría dudarse (y conviene repensarlo) de que el cuantificador irrestricto no pueda contener todo cuanto pretenda “contener” el ser de la filosofía primera aristotélica, y de que no baste una concepción “matemática” de la metafísica. La respuesta, en otros términos, es esta: si entendemos el cuantificador como lo que puede expresarse mediante Todo / Algo / Nada (es decir, mediante la matemática más básica) siempre habrá algo que eso no podrá incluir: la estructura matemática misma, es decir, el que el Todo-Algo no sea lo mismo que el contenido, el que necesariamente tengan que ser heterogéneas la forma y la materia. Para incluir la forma y el contenido hay que ir fuera del espacio.

Hay dos modos, irreconciliables pero imprescindibles ambos, de la Cantidad: lo Continuo y lo Discreto, la línea y el punto, lo infinitamente indivisible y lo indivisible. La extensión es ambas cosas (y ninguna de las dos). Si utilizamos el pensamiento matemático para pensar la Metafísica, para pensarlo todo o pensar el Todo, tenemos dos opciones, contrarias y complementarias: el “materialismo” parte de la idea de continuo, y es incapaz de generar las formas, como reprochó Aristóteles a los viejos physiologoi (Tales, etc.) Si partimos de la estructura, del punto, tenemos el formalismo o racionalismo propio de los logikoi (pitagóricos, etc.). Este es incapaz de salvar el movimiento. Y la mera síntesis matemática (unívoca) de ambos no soluciona ninguno de los dos problemas, porque no sale del equivocismo. Solo la Analogía puede superar la matemática. La Analogía es una relación intrínsecamente no matemática o extensional, sino “cualitativa”. Así como no podemos reducir las cualidades entre sí, no podemos reducir las categorías del ser.

La filosofía moderna apenas puede entender esto, porque ella parte de una concepción matemática, como la que quizás dominó en los primeros filósofos griegos, si la interpretación aristotélica de ellos es básicamente correcta. Recién salidos de la época mítica, los primeros filósofos habrían caído fácilmente en la simplificación matemática de la realidad, tanto en su versión materialista como en la formalista. También en la historia del “renaciente” pensamiento de la Europa moderna, los primeros filósofos habrían caído en esa tentación. El olvido del “difícil” concepto de Analogía del ser es la señal más evidente. Habría que releer a Aristóteles.


Ahora bien ¿comprendió Aristóteles todo el significado de esto? No, seguramente. La Analogía es algo con lo que Aristóteles se encuentra, como un “hecho” bruto de la Metafísica. Los principales modos de ser de Aristóteles, la "tabla de las categorías", no están más que enunciados, como en una “rapsodia”. En ningún momento se pregunta Aristóteles qué relación es esa que, sin ser unívoca ni equívoca, salva a la vez la unidad más abarcadora y la pluralidad más concreta del ser. Tomás de Aquino irá un paso más allá, usando los conceptos de Acto y Potencia como modos, no solo del ser sino de la sustancia o entidad propiamente dicha. Al hacer eso, Tomás vuelve, más o menos conscientemente, a Platón. Quizás, por tanto, habría que ir a Platón si realmente se quiere entender la Analogía de la manera más adecuada a la que ha llegado el pensamiento metafísico humano.

jueves, 10 de octubre de 2013

El olvido de la analogía del ser, II: un intento de retorno desde la metafísica analítica

¿Cómo puede salvarse a la vez la unidad del ser y la pluralidad de los seres? ¿Qué relación hay entre lo universal y lo particular? ¿Cómo puede la Idea, el Género, lo Común…, hacer inteligible sin hacer imposible el fenómeno, lo concreto e individual? Este es, según Aristóteles, el primer problema de la filosofía primera, primero al menos en orden de generalidad. “El Filósofo” contestó a la pregunta con lo que constituye su más básica y fundamental tesis metafísica (o, como se dice hoy, menos adecuadamente, metametafísica): el ser se dice de diversas maneras, aunque todas por relación a una. El ser no es un concepto unívoco, predicado en el mismo sentido de todas las cosas o categorías de cosas. El ser no es un género: no puede haber un máximo género único, es decir, un concepto unívoco universal, pues un género no se divide por sí mismo sino por una propiedad extrínseca, y nada es extrínseco al ser. Lo mismo que si todas las cosas se volviesen blancas la vista no las distinguiría, si el ser fuese perfectamente unívoco tendría razón la diosa de Parménides: el ser sería uno e indivisible. Pero tampoco puede, el ser, ser una mera pluralidad heterogénea, sino que, incluso al contrario, la unidad de las cosas, el que toda y cada cosa sea, tiene que ser lo más íntimo a todas y cada una de ellas. El ser es analógico.

Esta teoría de la Analogía del ser ha sido, a lo largo de la historia de la filosofía, casi totalmente entregada al olvido. Solo fue conservada y perfeccionada por Tomás de Aquino y sus mejores discípulos y sopesada con más esmero que nunca entre sus contemporáneos. Después, en la “Edad Moderna”, cayó en el silencio de lo inconsciente. El univocismo, y su otra cara necesaria, el equivocismo, fueron, también y por la misma razón inconscientemente, lo obvio en la consideración moderna de la realidad. Y esto afectó y afecta de manera especial a las filosofías más impresionadas por la ciencia, l positivismo y su herencia.

Recientemente, sin embargo, un filósofo del mundo de la metafísica analítica, Kris McDaniel, ha defendido la pertinencia de volver a la teoría de las maneras de ser (“A return to the Analogy of Being”, en Philosophy enda Fenomenological Research, Noviembre 2010, y Ways of Being, en Metametaphysics, New Essays on the Foundations of Ontology, Oxford 2009). ¿Cómo podríamos caracterizar, en el aparato de la filosofía analítica y su “lógica” estándar, la noción de analogía, y cómo justificar su relevancia? McDaniel piensa que desde las hoy dos más aceptadas concepciones de la existencia (o sea, la que la identifica con el cuantificador o concepción “neo-quineana”, y la que la define como un predicado de orden superior a uno, concepción “kantiano-fregeana”), es posible caracterizar la noción de analogía y mostrar su importancia.

Desde el punto de vista cuantificacional, para el cual el ser o existencia no es una propiedad (el ser no es ni un género ni una especie, no es una superpropiedad), los modos analógicos de ser deberían ser interpretados, según McDaniel, como cuantificadores limitados o restrictos, cada uno de los cuales tiene aplicación a solo un rango y tipo de cosas.

Pero ¿es pertinente dividir el espacio total de la cuantificación universal en dominios restringidos? ¿No es más básico, metafísica y lógicamente hablando, el cuantificador irrestricto? Se ha discutido mucho, en la reciente literatura analítica, si puede hacerse un uso completamente irrestricto del cuantificador, es decir, si cualquier tipo de cosa (lo mismo un individuo material que una relación o cualquier otro objeto abstracto) puede ponerse bajo un mismo y único cuantificador. Hacerlo genera las conocidas paradojas del conjunto de todos los conjuntos, que llevó a Russell a proponer una teoría de tipos y ha llevado a otros a soluciones semejantes. Pero incluso aceptando que haya un cuantificador irrestricto, es decir, un uso de “es” (o “existe”) aplicable a cualquier tipo de cosas, y que correspondería, pues, al más vacío y abstracto de los conceptos, ese sentido sumamente general, argumenta McDaniel, podría ser ontológicamente menos fundamental que algunas de sus restricciones. Así, la analogía del ser no sería incompatible con su univocidad: significaría “solamente” que el valor más universal del cuantificador no es el metafísicamente más fundamental e interesante.

¿Por qué? Porque, arguye McDamiel, no todas las articulaciones posibles del Todo son seguramente igual de relevantes, como se esforzó en mostrar en años recientes D. Lewis. Según Lewis y sus seguidores (véase, por ejemplo, el reciente libro de Ted Sider, Writing the Book of the World) no cualquier corte posible en el todo de las cosas, corta con la misma “naturalidad”, es decir, tan adecuadamente, por las “articulaciones de la realidad”. Como nos pidió Platón en Fedro, El Político y otros lugares, el dialéctico tiene que conducirse como un buen trinchador y seguir las articulaciones propias de la cosa (carving at the joints), y no cortar por cualquier lado. De un legendario cocinero chino se cuenta que no necesitó en toda su vida más de un cuchillo, porque dejaba a las “cosas” partirse por sus coyunturas naturales. Una propiedad meramente disyuntiva, por ejemplo (digamos “ser un electrón o ser una vaca”), aunque permite definir un conjunto de cosas (el conjunto de, por ejemplo, “dos electrones y una vaca”), no corta tan natural o adecuadamente la realidad como la propiedad “ser un electrón” o la propiedad “ser una vaca”. Por tanto, no todas las restricciones al cuantificador más universal son metafísicamente iguales.

Decir, entonces, que un término es analógico sería, propone McDaniel, decir que ese término no es un primitivo semántico, es decir, que no es una propiedad simple y fundamental de la realidad, sino un término algunas de cuyas partes o modos de significar son más “naturales” o fundamentales que otros. Un lenguaje en que el cuantificador irrestricto es semánticamente primitivo, no es, por tanto, un lenguaje ideal.  Heidegger (a quien McDaniel toma como ejemplo de pensador analogista actual) acertaba plenamente, pues, al advertir que es preciso teorizar acerca del significado de ser. La metaontología de Heidegger, su replanteamiento del sentido de la pregunta por el Ser, supondría, para empezar, un rechazo del concepto de ser como lo más vacío y genérico, es decir, como igual al cuantificador irrestricto. Y, en segundo lugar, introduciría diferentes “sentidos de ser”, tales como el Dasein o el modo en que son las cosas que están a la mano, sentidos ontológicamente más importantes que el simple ser universal y vacío.

No es una cuestión trivial para la metafísica discutir si el ser debe entenderse unívoca o analógicamente, y cuál es su sentido fundamental. O, en otros términos, no es irrelevante discutir si el cuantificador universal, es decir, el que puede usarse para cualquier tipo de cosa (existe algo que es una silla, existe algo que es una negación, existe algo que es la nada…), es un término fundamental y que deba ser primitivo en un lenguaje que pretenda reflejar adecuadamente la realidad. Incluso si el lenguaje corriente es indiferente a los usos analógicos del ser, favoreciendo solo el univocismo, siempre podemos usar lo que Sider llama el “ontologés”, es decir, un lenguaje hecho a medida de las necesidades ontológicas, en el que se estipulan términos técnicos. Eso sería lo que habría hecho Heidegger, introduciendo significados técnicos para términos como Dasein. O lo que habría hecho Aristóteles al usar técnicamente términos como usía (sustancia o entidad) y las otras categorías.

Lo que acabamos de decir acerca de la concepción cuantificacional o (neo)quineana del ser, se puede decir también, muestra McDaniel, partiendo de la concepción que identifica al ser como una propiedad (una propiedad de propiedades). Una propiedad analógica sería, entonces, como una propiedad disyuntiva, es decir, una que no se define simplemente de manera unitaria.

Pero ¿qué diferencia hay entre un término analógico y uno meramente disyuntivo? McDaniel reconoce que no es fácil hacer la distinción. ¿Qué separa entonces a la analogía de la equivocidad? Porque, obviamente, los diferentes sentidos en que diríamos “es” no lo son como cuando decimos “banco” o “gato”, donde se trata más bien de términos totalmente distintos, y no de diversas aplicaciones o modos de usar el mismo término. En los términos  analógicos se trataría de un mismo significado básico, aunque con relativizaciones. McDaniel se esmera en buscar algunas formas de comportamiento de un término que nos permitan considerarlo analógico. Y encuentra que los términos analógicos pueden ser caracterizados como aquellos que cambian, de manera sistemática, al menos en dos modos: en su adicidad y en su axiomática, es decir, en la cantidad de huecos que precisa cada sentido del mismo término analógico, y en los axiomas que definen cada uno de los sentidos de un término analógico.

Ejemplos de sistemática variación de adicidad de un término serían los siguientes. Pensemos, primero, en la diferencia entre existencia temporal (propia de las entidades naturales) y existencia intemporal (la de los objetos matemáticos, las ideas platónicas, etc.). No parece, dice McDaniel, que sea el mismo el sentido en que existe lo temporal (existen los dinosaurios) y aquel en que existe lo intemporal (existe el dos).  Si no hubiera ahí distintos modos de existencia, uno para lo temporal y otro para lo atemporal, sino que el sentido de “existencia” fuese el mismo, entonces parece difícil explicar qué relación habría entre el tiempo y la existencia de las cosas temporales. Más bien, se trata de un uso analógico de “existir”, uno de cuyos sentidos, el intemporal, tiene adicidad-uno (porque, no incluye referencia al tiempo, sino solo al objeto), mientras que el otro tiene adicidad mayor que uno, pues requiere indicación de tiempo. Es decir, mientras que basta con decir que “existe el dos”, sin señalar el tiempo en el que existe (pues esto sería absurdo), no basta con decir “existen dinosaurios”, sino que es preciso señalar el tiempo (y el espacio): “existieron los dinosaurios hace millones de años”. Este sería un ejemplo, de inspiración platónica, de analogía por variación sistemática de adicidad. Un ejemplo aristotélico de lo mismo sería el que implica el concepto de inherencia: no es la misma la existencia de las sustancias que la existencia de las formas: estas existen-en (inhieren a) la sustancia. Ambos modos de existir son ontológicamente anteriores o más fundamentales que el de simplemente existir. “ser” tiene una adicidad cuando se refiere a una sustancia y otra cuando se refiere a las cosas adjetivales.

También tenemos motivos para hablar de analogía de un término, dice McDaniel,  cuando se produce una variación sistemática de la axiomática que rige cada uno de sus modos de uso o sentidos. Hay una variación sistemática de la axiomática que rige los distintos sentidos de ser, por ejemplo, cuando distinguimos entre ser intencional y ser no-intencional; o si, por poner otro ejemplo, nuestra ontología dice que la realidad está formada de dos elementos irreducibles entre sí o a otro (por ejemplo, materia y estructura). En esos casos, los principios que rigen el uso de “ser” o “existir” son diferentes para cada modo de ser.

En resumen: que un término sea analógico significa, según McDaniel, que los diferentes modos en que se usa (las restricciones de su uso general) son ontológicamente más fundamentales que el uso más general o extenso; y podemos considerar que es analógico un término cuando sus aplicaciones varían sistemáticamente en, al menos, adicidad y axiomática. El término “ser” tiene todos los síntomas de ser un término analógico. Por tanto, es parte fundamental de la metafísica determinar qué diversos sentidos “naturales” tiene.


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Haré ahora algunos comentarios a este interesante intento de “retorno a la analogía”. El intento de McDaniel es muy interesante aunque solo sea por proceder del seno de la filosofía analítica. Pero, desde luego, tiene sus méritos propios, especialmente el de la pulcritud típica de los filósofos analíticos. Como suele suceder, esta pulcritud o cientificidad no tiene por qué ser del todo directamente proporcional a la profundidad, pero ni mucho menos le es inversa.

Empecemos por un comentario menor, que nos conducirá, sin embargo, hacia el problema de fondo. Cuando McDaniel habla de la analogía de “ser” se referirse a ejemplos que no son precisamente aquel que Aristóteles consideró básico: el ser como las diversas categorías (usía, cuánto, cómo, en relación a…, etc.) Los modos de ser a los que se refiere McDaniel cuando habla, por ejemplo, de Heidegger (Dasein, ser-a-la-mano…), no fueron llamados por Aristóteles “maneras diferentes del ser”, sino tipos de entidades o sustancias (inanimadas, animadas, divinas…). Fue Tomás de Aquino, en su movimiento platónico, quien de hecho “extendió” el concepto de analogía también al orden de las sustancias (pervirtiendo así, según algunos, el aristotelismo ortodoxo), pero comprometiéndose, entonces, con que la propia realidad sustancial (y no solo el concepto “abstracto” de ser) existe en diversos modos irreducibles. Si queremos buscar en Heidegger el mejor equivalente de la tesis aristotélica de que el ser se dice en varios sentidos, tendríamos que dirigirnos a la tesis heideggeriana de la Diferencia Ontológica, según la cual el Ser no es uno de los entes. Esto es lo que podríamos llamar la metaontología básica de Heidegger y lo que él llama a veces cuestión óntico-ontológico. Ni siquiera el ejemplo “aristotélico” que ofrece McDaniel de analogía del ser (el de la sustancia, que no inhiere en algo, y la forma, que sí lo hace) es un ejemplo que Aristóteles use para referirse a la analogía. Más bien, al tratar ese caso, Aristóteles habla de sustancias primeras y sustancias segundas, e incluso de ser “más sustancia” (las sustancias individuales son “más sustancia” que los géneros).

¿Por qué McDaniel no se refiere a alguno de los ejemplos más aristotélicos, el de las diversas categorías (sustancia, cantidad, cualidad…), o el de acto y potencia? Es muy probable que sencillamente McDaniel no vea fácil contemplar las “categorías” como modos del ser, sino como “mera” estructura lógica o del Lenguaje. Tan fuerte es, seguramente, la caracterización estándar de las categorías del Lenguaje, pese a que la metafísica analítica hace tiempo que abandonó el giro lingüístico y pretendió volver a la ontología y la metafísica. Por poner un paralelo de esto, tampoco a Kant se le habría ocurrido decir que su tabla de las categorías era una lista sistemática de los sentidos del ser: en su caso, era el Sujeto Trascendental el que hacía el papel que luego caerá en el Lenguaje.

Pero esto es subsanable. McDaniel podría perfectamente adaptar su caracterización de la analogía para que fuese aplicable, con más generalidad, a las diversas categorías que articulan el Lenguaje. El problema mayor que, a mi juicio, se le presenta a su caracterización de la analogía del ser, es que queda encerrada en el círculo de la cuantificación: la analogía sería solo restricción de universalidad. Sin embargo, como intentaré mostrar en la próxima entrada, el concepto de ser en Aristóteles es mucho más abarcante que incluso el existencial irrestricto y que cualquier consideración cuantificacional o extensional. Si la caracterización de McDaniel se podría expresar diciendo que el ser en cuanto género universal que es, no es un concepto tan fundamental como algunas de sus divisiones o partes, en Aristóteles hay que decir, más bien y al contrario, que la universalidad del ser no es la de un género, es decir, que ni el concepto de extensión máxima, ni ninguna de sus posibles partes o restricciones, sirve para entender la realidad en su sentido más fundamental.

La otra consecuencia que tiene la a mi juicio insuficiente caracterización que de la analogía hace McDaniel, es que el ser es visto como una noción no fundamental, sino “disyuntiva”, abstracta, secundaria. Obviamente, si se considera que la universalidad máxima del ser solo puede ser la expresada por la univocidad o cuantificación irrestricta, no hay más remedio que considerar que "ser" es un concepto abstracto y metafísicamente secundario, un “ente de razón” o lógico, sin mucho importe real. Esto rescata uno, pero solo uno, y quizás el más pobre, de los elementos que tiene la teoría aristotélica: el ser no es, fundamentalmente, un género, una máxima extensión. Pero ignora el problema profundo: ¿qué pasa entonces con la unidad del ser?

La concepción de la analogía como partición de la extensión máxima, es también un retorno a la equivocidad del ser, al pluralismo, aunque de una manera pretendidamente controlada. Tampoco Aristóteles fue, seguramente, más allá de “reconocer” una pluralidad intrínseca a la realidad, como único modo de salvar el Fenómeno fundamental del cambio. Pero creo que al menos Aristóteles fue más allá del cuantitativismo y atisbó una relación metafísica intrínsecamente irreducible a cantidad o extensión.