domingo, 29 de enero de 2012

Un banquete de belleza

¿Por qué Platón está a cien mil pies de altura por encima de todos nosotros? Eso quizá nunca lo sabremos, y tampoco importa mucho. Es mejor entregarse a encontrar en él bellezas que apenas podríamos creer merecer. Yo, que he leído a Platón con fe, he encontrado cosas por las que merece la pena vivir (y casi morir). Hablando de la Belleza, de la belleza griega o platónica, o sea, la que no rechaza las imágenes, la que cree que podemos imitar lo perfecto sin pecar de fetichismo, he encontrado, por ejemplo, cómo Platón hace en varias de sus obras justo lo mismo que dice. Voy a poner un ejemplo espectacular, que nadie antes de mí había advertido (que yo sepa): en El Banquete, Platón habla del Amor y dice (en boca de la sacerdotisa Diótima, iniciadora del Sócrates que solo sabe de amores) que Eros nació en un banquete de los dioses, el día en que se celebraba el nacimiento de Afrodita. Pues bien, esto lo dice Platón ¡en un banquete, en que se celebra la victoria de Agatón en el concurso de belleza más importante de Grecia! Lo que dice el diálogo, lo hace también el diálogo. Hay una resonancia perfecta entre el contenido y el continente. Así lo cuento en Diálogos de Filosofía, mi libro dedicado a (intentar saber algo de) Platón:

[El antiguo maestro está contando a su antiguo alumno el diálogo que tuvo un día con la Maga, su maestra. Esta decía, en aquel momento]:
…En cambio en El Banquete hay otra extraña forma de perfecto acuerdo entre lo que se dice y como se dice.
»–¿Cuál? –le pedí.
»–Como recuerdas –dijo–, al comienzo cuenta Apolodoro que le contó Aristodemo, un hombre bajito y que va descalzo... como Sócrates…
»–¡Y como Eros! ¡Otra vez! –dije.
»–Este Aristodemo –siguió ella– contó que Sócrates le había invitado a acompañarle a casa de Agatón, quien celebraba su victoria en el concurso de tragedias, y había invitado, por eso, a su mesa, a unos amigos, entre los que estaban Pausanias, Fedro, el médico Erixímaco, Aristófanes el comediógrafo...
»–El que ridiculiza a Sócrates en una comedia, pintándolo como intelectual –dije.
»–Ese –asintió–, el gran Aristófanes. Sócrates, por cierto, contra su costumbre, va ese día con sandalias, como quien va a hacer algo más que desnudar a otros. Pues bien, como la mayoría de ellos habían bebido en honor de Agatón el día anterior, se proponen hoy dedicar la sobremesa a hacer por turnos, a petición de Fedro, un elogio de Eros, ese dios que, según este muchacho, no recibe elogios ni de los sofistas.
»–Cuando uno solo piensa en una cosa –dije yo–, nunca le parece que los demás hablan bastante de ella.
»–Todos están de acuerdo –siguió ella– y, por supuesto, también Sócrates, que solo es experto en ese asunto. ¿Te acuerdas de la alabanza que, sin hacer caso a Lisias, hace cada uno del amor?
»–Recuerdo –dije– que empieza el mismo Fedro, quien pone al amor, claro, por las nubes, pero no como Aristófanes a Sócrates.
»–Eso es –dijo ella–. El amor lo es todo, desde antiguo. ¿Después?
»–Después –seguí– interviene Pausanias, que ya no es un adolescente, y distingue entre un amor popular y un amor más noble y celeste.
»–Tal como hay dos Afroditas, la celeste y la popular –comentó ella.
»–Y el amor noble induce a hacer cosas nobles –seguí recordando yo–, pero por eso no tiene nada que ver con vosotras, las mujeres, sino que inclina a amar a varones. Después le toca a Aristófanes, y es cuando este cuenta su mito... No, no, le toca a Aristófanes, pero como tiene hipo le cambia su turno al médico. Erixímaco, después de dar a su compañero de mesa un consejo para el hipo, dice que Eros no ama bien más que cuando está sano. La medicina, precisamente, trata de restablecer la armonía. Así es como pensáis los médicos…
»–Hay también una medicina urania y una popular –contestó– ¿Y después?
»–Es ahora cuando habla Aristófanes –dije–, y cuenta eso de que los humanos fueron antes dobles, hasta que los dioses, por temor a que escalasen el cielo... ¿Por qué están siempre temiendo esto los dioses?
»–Eso es cosa de poetas –contestó ella–, que, como dice Aristóteles, mienten mucho, y precisamente sobre todo en este asunto.
»–Zeus nos partió en dos –seguí recordando–. Como había tres... sexos, iba a decir..., el que es masculino por delante y por detrás, que viene del sol, el femenino o terrestre, y el intermedio, de la luna, unos varones buscan a varones, los mejores, claro; algunas hembras buscan a su hembra; y otros, los mediocres, buscan al otro sexo. Para que no se extinguiesen mientras se entregaban solo al abrazo, Zeus les colocó los genitales en lo que, antes de la división, era el interior, de forma que cuando se encontraran los de la clase intermedia, se reprodujeran. Es curioso que den frutos los segundones.
»–No –contestó–, dan solo un fruto segundón. Porque los varones, cuando se encuentran, al paso que se acarician, escriben poemas y discursos. Lo que es extraño es que algo tan vil como la reproducción no quedase para el último género, es decir, para las lesbianas. Por fortuna quedaba la esterilidad total.
»–Pero Platón conocía bien a Safo… –dije.
»–No solo la conocía –dijo ella–, sino que al parecer apreciaba mucho sus versos. Pero quizá los símbolos arrastren su propia necesidad… Según Aristófanes, pues, Eros es una tendencia a la reunificación de lo que, en la edad mítica, era uno. Y ahora ¿quién habla?
»–Ahora le toca el turno a Agatón –dije–, y hace su bonito discurso, aunque está a punto de impedírselo Sócrates, que, al oírle decir que aquí, ante pocos, siente más pudor que cuando habla ante los muchos, quiere empezar su terapia, preguntando esta vez si uno debe avergonzarse de hacer algo mal (por ejemplo, hablar) aun cuando el que le escuche sea la masa. El discurso de Agatón, si recuerdo bien, viene a decir que Eros es lo más bello, bueno y sabio.
»–Lo has resumido perfectamente –dijo–. Porque para Agatón Eros no es un dios, sino, podríamos decir, Dios.
»–Pero ahora –seguí– le toca a Sócrates, a quien Agatón había sentado a su lado, a ver si le pegaba algo de su sabiduría.
»–Nos acordamos bien de lo que dice Sócrates, ¿verdad? –dijo ella.
»–Desde luego –dije–. Las mil primeras veces que leí este diálogo creí que solo esta parte era importante. Sócrates empieza, como siempre, advirtiéndoles de que no va a hablar, como ellos, con bonitas palabras, pero sí con verdad. O sea, ¿distinguiendo lo bello de lo verdadero?
»–O más bien –contestó ella– lo bello de lo bello, según lo que hemos hablado.
»–Tienes razón –dije yo–. ¡Y eso que Sócrates empieza reconociendo que Agatón empezó bien su discurso, intentando definir a Eros antes de pasar a sus efectos! Pero se equivocó al atribuir toda la perfección a Eros, porque Eros desea, y solo desea quien no es perfecto. Y como lo que desea Eros, y no podía ser de otra forma, es lo bello y lo bueno, entonces es que carece de belleza y de bondad... ¿Cómo puede Fedro consentir estas palabras de Sócrates, por más que sea su yo mismo ya calvo?
»–A Fedro –dijo ella– esto ya tenía que sonarle, según vimos. Además, eso no quiere decir que Eros sea un mortal, añade Sócrates enseguida… Lo que cuenta luego que le dijo Diotima, ya lo hemos recordado antes, y ya sabemos qué es el amor.
»–Así es –asentí.
»–Y cuando termina de hablar Sócrates –siguió ella– es cuando alguien aporrea la puerta. Es el joven Alcibíades, que entra borracho y dice que viene a coronar con flores a Agatón. Se sienta junto a él, pero de pronto se da cuenta de que a su derecha está Sócrates. Entonces sugiere que se beba. Erixímaco, en cambio, como buen médico, le disuade, y le pide que haga su elogio de Eros. Pero Alcibíades prefiere elogiar a Sócrates, por miedo, dice, a que se ponga celoso. Y le elogia mediante imágenes. Sócrates, dice, es como las cajas con forma de silenos que contienen figuras de dioses en su interior. Se parece, en concreto, a Marsias, el sátiro flautista: es lujurioso, encanta con su boca, y pasa su vida ironizando y bromeando, pero tiene un interior divino, que desprecia toda posesión y es pura templanza. Alcibíades cuenta cómo pasó todo un día a solas con él, intentando seducirle mediante la conversación, en el gimnasio, en la cena, en la cama. Pero Sócrates no consintió, y hasta ironizó sobre las pretensiones de Alcibíades de cambiar bronce por oro. Después, en la expedición a Potidea, Alcibíades comprobó el valor y la resistencia de Sócrates, mayor que la de ningún otro: soportaba el frío, andaba descalzo por el hielo... En una ocasión estuvo un día meditando de pie, sin moverse. Y en la batalla le salvó la vida a él, a Alcibíades. Sus discursos también son por fuera como sátiros, ridículos de apariencia, pero divinos por dentro. Alcibíades acaba aconsejando a Agatón que tenga cuidado con Sócrates. Sócrates, entonces, pregunta si no querrá Alcibíades enemistarles mediante ese drama satírico.
»–Sócrates es servidor de Apolo –dije yo, interpretando–, pero por fuera se parece al sátiro Marsias, a quien Apolo, el de la lira, venció y despellejó.
»–Eso es –dijo ella–. Así es la naturaleza de la imagen. Vista sin cuidado, en apariencia, es grotesca, pero, si la miramos con atención, esconde en su propia superficie la belleza. Ahora, ¿te das cuenta de lo que hace Platón aquí?
»–No –contesté–, me he despistado y estaba atento solo a lo que se decía.
»–Pero de alguna forma se te ha tenido que presentar que todo esto se cuente en un banquete –dijo.
»–¿De qué forma? –le pregunté.
»–Es en un banquete –dijo–, en este que celebra Agatón, donde se cuenta que Eros nació en un banquete, el de los dioses. Y lo que celebraban los dioses ese día del banquete divino era el nacimiento de la bella Afrodita, y lo que celebran estos hombres es la victoria de Agatón en el concurso de belleza trágica.
»–¡Está claro! –dije, sorprendido una vez más–. Y, sin embargo, no lo habría descubierto por mí mismo aunque hubiese leído este texto otras mil veces.
»–En el banquete de los dioses, en que nace Eros –siguió–, al final de la fiesta aparece aquella pobre madre, Penía, la Falta. Y en este diálogo de aquí abajo aparece, al final de la fiesta...
»–¡Alcibíades! –exclamé–. ¡El pobre Alcibíades, que carece de sabiduría, y la busca en Sócrates...! ¿Sócrates es, entonces, Poros, la abundancia, la plenitud, el que engendra a Eros?
»–Pero mortal –dijo–, y para un mortal, como mortal, no hay más plenitud y perfección que el amor, es decir, el afán de perfección y plenitud.
»–Alcibiades es entonces la juventud amando y buscando al amor –dije yo–. Es muy bello, y no dudo que verdadero. Pero hay una diferencia en los dos mitos, ¿no? Aquí es el pobre el que viene ebrio, mientras que a Sócrates, como dice el propio Alcibíades, nunca puede vérsele así. En cambio, en el banquete de dioses es el dios el que está ebrio, y la Carencia, Penía, bien despierta.
»–Desde luego –contestó–, como que, a no ser que los dioses se embriaguen, no se les ocurrirá tener relación con la Falta. Y sin eso no habría ningún intermediario de los dos mundos, y el uno no podría saber nada del otro. No habría, siquiera, mundo. ¿No te parece?
»–Sí –contesté.
»–Antes de empezar los encomios de Eros –siguió ella–, los presentes en el banquete humano deciden echar a la flautista y prescindir de la bebida. Pero ahí está ese embriagador que nunca se embriaga, y que encanta a los jóvenes más bellos con su música, el sátiro Sócrates. Como ves, en este texto Platón hace una y otra vez lo que dice. Hay una imitación perfecta, pero que salva siempre la distancia entre lo perfecto y lo mortal, entre lo absoluto y lo relativo.
»–Es cierto –dije–, y bellísimo. Tienes razón: cuando lo comprendes, parece más bello. ¿Y qué crees que significan los discursos anteriores al de Sócrates?
»–No lo sé –dijo–. Creo que avanzan desde lo menos hacia lo más verdadero, desde la menor a la mayor unidad. El primero, el de Fedro, considera a Eros la pulsión más antigua, aliento vital de la sustancia madre y presente en toda la naturaleza. Agatón dirá después que lo que dice Fedro ocurrió bajo el imperio de la necesidad, y no del amor.Pausanias distingue ya un Eros material y un Eros espiritual. Erixímaco dice que Eros es la fuerza que mantiene la armonía, y una armonía no es sino un todo a partir de las partes. Es todavía una concepción pobre del alma y de su Eros. Aristófanes, que debía hablar antes del médico pero tiene que dejarlo para después por el hipo, (en el orden de la necesidad hay que curar el cuerpo antes de poder expresar el alma), dice que Eros es la búsqueda de la unidad o totalidad celeste. Agatón, después, habla también del Amor como el todo, pero no el todo indiscriminado de la necesidad o materia, sino el de la esencia. Como, según dice Sócrates al final del diálogo, es propio de la misma persona escribir comedias y tragedias, debemos pensar que las teorías de Aristófanes y de Agatón son la misma en el fondo, dos aspectos de la misma. Aristófanes presenta al todo, partido, antes de reunirse, y Agatón, al todo entero, antes de ser partido, porque la tragedia mira hacia arriba y la comedia hacia abajo. Pero la verdadera idea solo se consigue con Sócrates y Diotima. Sócrates y Diotima son las dos expresiones de la Idea, de lo Uno. Sócrates concebiría a la Belleza como todo aquello en lo que se muestra lo Uno, y Diotima apunta a lo Uno en sí mismo, la Belleza perfecta.
»–Suena creíble, aunque algo complicado –dije.
»–Creo que tiene tantos detalles que no encajan como los que sí –dijo–. Así que leeremos otras mil veces este texto.
»–Me parece ya suficientemente bello lo que has contado –le dije yo–. Pero es evidente que Platón es un pozo sin fondo –ella asintió–. ¿Lo sabía él? ¿O era un inspirado?
»–Pues eso mismo, que el texto haga lo que dice –siguió explicándome ella, como ignorando mi pregunta–, es lo que hace Platón en muchos otros lugares. En el símil de la caverna, por ejemplo, dice que este mundo es solo una imagen, y esto lo dice el texto mediante una imagen.
»–Nadie podrá negar la inmensa ironía de Platón –exclamé.
»–Sí, Platón escribe con ironía –dijo ella–, como solo puede escribir quien sabe que el signo dice y no dice la verdad. La falta de ironía es prueba de que uno cree o que el lenguaje lo expresa todo perfectamente, o que no expresa nada de nada.
»–Ironía es entonces lo que has llamado antes analogía, ¿no? –dije yo.
»–Eso es –dijo ella–. Pero acuérdate de que reconocimos que Lisias era también irónico.
»–Y sin embargo –añadí– no creemos que tenga la verdad sobre el amor.
»–Es que –dijo ella– la ironía tiene también diferentes formas, según lo que uno cree que hay que decir y cómo hay que decirlo. Ironía es, no solo decir lo semejante para decir lo semejante, como hace la imitación. También se puede decir lo contrario de lo que es, para decir lo que es, como hace quien parodia al malo, pero por el modo en que lo hace… ¿qué piensa el que lo oye?
»–Pensamos que no puede ser cierto –contesté.
»–Esto –dijo ella, asintiendo– es útil cuando no te atreves a expresar abiertamente lo bueno, por esa especie de pudor que siente el optimista. Es ironía, también, decir lo contrario de lo que es para decir eso mismo, lo contrario de lo que en realidad es, como hace el cínico, cuando dice, como si fuese verdad, que no hay verdad alguna. Y es ironía decir lo mismo, o imitar, para decir lo contrario, como hace la parodia cómica o caricatura cuando se burla de los héroes.
»–O sea –dije–, que hay dos formas de decir con ironía la verdad, y también son dos las maneras de decir con ironía lo contrario a la verdad.
»–Eso es lo que me parece –me contestó–. Y la ironía quiere que quede claro que se quiere decir otra cosa que lo que se dice, pero a la vez pretende que quede del todo oculto si quiere decir otra cosa que la que dice.
»–Es verdad –dije yo–. Y lo que me pregunto es: ¿cómo sabemos de verdad cuándo estamos ante una ironía?

jueves, 26 de enero de 2012

La naturaleza de lo bello, la belleza de lo natural

Encontramos belleza en la naturaleza, y encontramos bellas algunas creaciones humanas (y animales), las obras de arte (bello). En ambos casos apreciamos, en el fondo, lo mismo: una Imagen portadora de orden y unidad, y, por tanto, de una Verdad ideal. Pero ¿qué relación hay entre las cosas bellas de la naturaleza y las que fabrican el hombre o el ave del paraíso?

Una definición clásica dice que el arte es la imitación de la Naturaleza. Esto, que no puede ser más cierto, ha sido del todo malentendido por el pensamiento moderno, dada su devaluación del concepto de “naturaleza”. Por supuesto, ningún artista (y menos que ninguno, el artista clásico) ha imitado nunca la naturaleza material, y menos aún, cualquier naturaleza material indiscriminadamente. Ni siquiera el conocimiento científico-natural hace esto, o sea, atenerse a lo dado: el conocimiento, incluso el que tiene por objeto a la propia naturaleza material, idealiza los fenómenos, y los somete a conceptos y normas que la razón humana encuentra en su madre la Razón. No se conforma con lo dado.

De la misma manera, el artista, que es un buscador de la verdad ideal mediante la imaginación, siempre ha imitado (directa o indirectamente) la naturaleza ideal. Cuando ha imitado a la naturaleza material ha sido cuando ha encontrado en ella alguna manera, más o menos directa, de conducirnos a la belleza y verdad ideales. Solo en las épocas en que la cultura ha descreído de la naturaleza ideal (las épocas de decadencia y senectud, concretamente) el artista se ha creído (engañadamente) que imita lo que ve. Los cuerpos helenísticos, o la música concreta serían modos de esa imposible e inútil pretensión. En verdad, siguen idealizando, a veces de manera negativa o por contraposición. Sabemos que no hay fotografía neutral.

El arte es imitación de la Naturaleza. La propia Naturaleza material es imitación de la Naturaleza en sí o ideal. Ahora bien, ¿dónde está expresada de mejor manera la belleza, la unidad y armonía, el orden: en los objetos naturales, o en las creaciones humanas?

Hegel, y alguna gente con él (o pese a él), creen que la belleza de una obra de arte humana es superior a la de cualquier objeto natural.

     - El argumento filosófico (es decir, no estético –estéticamente el argumento es y no puede dejar de ser más que la vivencia estética misma-) dice que las obras humanas son creaciones del Espíritu, que ha puesto en ellas sus ideas, en el momento de evolución o desenvolvimiento en que se encuentra. Puesto que nosotros somos más inteligentes que una piedra, una flor, o un gato, nuestras obras son más perfectas… que ellos (… ¿que ellos?).

     - La prueba “fáctica” podría ser la siguiente: supongamos que un ayuntamiento tiene que dedicar sus efectivos a una de dos cosas: o bien puede salvar, por ejemplo, el derrumbe (sin daños personales) de una catedral (o la destrucción de un cuadro de Velázquez), o bien puede salvar la vida de un gato. ¿Alguien cree que se lo pensarían un momento? ¡Si nos comemos a seres superiores a los gatos! Podría pensarse que la gente estaría de acuerdo en que, como cuestión estética, sería una pérdida mayor la desaparición de El arte de la fuga de Bach que la de incluso toda una especie de animales; que, desde luego, vale mucho más la protección de un cuadro que la vida de un caballo. No voy a preguntar si se elegiría entre una catedral y una persona…

     - Eso son, de todas maneras, pruebas indirectas. Yendo a la propia experiencia estética, quizá todo el mundo, especialmente los expertos en belleza (que son los que tienen más autoridad), convendrían en que es más bella y produce más conmoción, una fuga de Bach que un gato. Hay tratados sobre la belleza en la música o la pintura, pero poco sobre la belleza en la naturaleza. Uno quizá podría vivir indistintamente en la Tierra o en Marte, pero la vida sería muy distinta sin las obras de arte humanas o con ellas.

Parece, pues, a la vista de estos argumentos, que la belleza está más presente en las obras de arte humanas que en las cosas naturales. Sin embargo, voy a sostener que esto no es así, sino que la Naturaleza es (muchísimo, infinitamente) más bella que cualquier obra humana, y que un gato, por ejemplo, es algo infinitamente más perfecto, estéticamente hablando, que la mayor de las creaciones humanas. Para ello, voy a evaluar y rechazar los tres argumentos que acabo de presentar a favor de la presunta superioridad de las obras de arte humanas.

     - El primer argumento, o sea, la teoría filosófica expresada por Hegel (entre otros) de que las obras humanas son “creación del espíritu” (una prueba indirecta, pero ni mucho menos vacua), me parece equivocado, y me parece equivocado incluso desde la perspectiva del pensamiento del propio Hegel (el lector dirá a esto: ¿y a mí que me importa? –queda de buen tono, entre los espíritus mediocres, despreciar a Hegel si hay la más mínima ocasión-). ¿Son las obras de arte humanas más perfectas, porque serían intencionales?

Lo primero que habría que decir es que, el que hayan sido hechas por un sujeto o por la casualidad, no les añade ningún valor estético. Puede que nosotros no sepamos si una escultura ha sido obra de un artista humano, o efecto de una especie de termitas o de una erosión química, pero eso no le resta ninguna belleza intrínseca al objeto: el objeto será bello o feo por sus propiedades objetivas, independientemente del modo en que ha llegado a la existencia. De no ser así, en el arte estaría vigente el argumento de autoridad, pero esto nunca es un argumento. Desde luego, sería como mínimo una enorme casualidad que causas mecánicas y no inteligentes dieran lugar a algo similar, en grado de orden y perfección, a lo que puede diseñar una inteligencia como la humana (aunque también hay que contar con que la casualidad cuenta con muchísimo más tiempo que nosotros). Y quizá sea lo más razonable inferir una inteligencia a partir de las cualidades de una obra, pero aquí la inferencia irá siempre de las características del producto a las del artista. Por tanto, el que sepamos o no si una obra ha sido hecha por un artífice no le añade nada de belleza.

Sería, decía, un “milagro” que surgiese algo muy complejo por solo la naturaleza. Pero, ¿es que de hecho no se ha producido ya esa casualidad, ese milagro? ¿No es la vida, incluso la propia naturaleza, por inerte que sea, un objeto (un tipo de objetos) con una grado de orden muchísimo mayor que el de cualquier catedral o pintura en un lienzo?

Creo que Hegel, como he insinuado mediante los puntos suspensivos en la exposición de su argumento, comete un paralogismo. Hegel dice que las obras de arte humanas son fruto del espíritu. Pero ¿no es, según él, fruto del Espíritu también la propia naturaleza, la que incluye entre sus frutos al hombre? La Naturaleza es la exteriorización del Espíritu, de la Conciencia. Esa exteriorización sigue un desarrollo, en los niveles más bajos del cual están los seres inertes; después sucede una especie de despertar, con el surgimiento de la vida, y después la conciencia animal, hasta llegar, de momento y que sepamos, hasta la bastante más despierta conciencia humana. Si esto es verdad (como lo es, para mí), el humano es, sí, una realización más perfecta del Espíritu que la que lo es un caballo. Pero eso no significa que las obras humanas sean tan perfectas como lo es el humano mismo. Las obras humanas son obras humanas (del espíritu humano), y la naturaleza es obra del Espíritu (absoluto), sin mediación humana. Porque ¿quién ha hecho a los gatos, y al propio hombre? Habría que decir que todo eso es “obra” de esos diosecillos que pone Timeo construyendo a los animales y las plantas, e incluso al hombre.

     - Pasando al segundo argumento: claro que sacrificaríamos la vida de un gato antes que una catedral. Pero aquí se juntan (al menos) dos cosas: la primera es que confiamos en la repetibilidad natural (sin nuestro concurso) de una entidad natural, mientras que una catedral no se hará sola. Y no porque la catedral sea más “improbable”, racionalmente que un gato (al fin y al cabo una catedral es un montón de piedras muy organizadas, pero una simple célula tiene mucho más orden que una catedral), sino porque una catedral es algo, desde el punto de vista natural, más anecdótico, ya que es una creación humana entre muchas posibles para expresar como se pueda una idea (ella sí, necesaria).
Lo segundo que nos lleva a valorar más (estéticamente) una catedral que un gato, es que nuestra capacidad de interpretar la información completa contenida en un gato, de manera que pudiéramos apreciarla estéticamente en toda su complejidad, es ínfima. A medida que profundizamos en el conocimiento de la vida, y no digamos de un gato, nos sorprende cada vez más la sutiliza, el orden y el milagro del movimiento negentrópico que encontramos ahí.

     - Y yendo a la prueba directa, o sea, a la de la experiencia estética, sobre todo la de los grandes expertos en belleza, la de los artistas, dudo mucho que Bach o cualquier otra artista considerase sus obras (o las de cualquier otro músico, pintor, poeta o lo que sea) comparables en belleza a las “obras” de la Naturaleza. Al contrario, los artistas siempre se han visto pequeños y toscos imitadores de la sutileza de la naturaleza. Simplemente una cosa tan “despreciable” como una célula, contiene infinitamente mayor orden e “información”, y mayor belleza objetiva (incluso según los criterios normativos humanos), que todo el conjunto de las obras de arte humanas. Y solo por una razón muy sencilla: una vulgar célula es un ser vivo, una estructura dinámica y negentrópica, o sea, que se mueve, y se mueve, por si fuera poco, hacia el orden. Una obra de arte humana, es un ser inerte; muy bien compuesto, sí, pero incapaz de ir más allá, e incluso de evitar degradarse. Hasta un cristal, o un electrón, tiene algo que le falta a cualquier obra de arte: es algo natural, que tiene su propio principio de movimiento o entelequia. Ninguna obra de arte tiene ese carácter orgánico. Como decía Aristóteles, de la madera nace madera, pero de una mesa no nace otra mesa. Una obra de arte humana es el apaño de objetos naturales para que intenten significar una idea. Pero los seres naturales las significan directamente. El arte, como decía Platón, es un imitador de tercera mano.

Aquí hay que tener mucho cuidado con distinguir entre la obra de arte producida por el artista, y la idea que el artista quería plasmar en esa obra. Esa idea es una entidad natural, superior incluso a la mente particular del artista que la ha vislumbrado en su “mundo dos”, y superior, no solo a un gato natural, sino a la esencia inmaterial de un gato. Pero eso no llega jamás a producirlo el ser humano. Es más, hay actividades (como cree el propio Hegel) donde el hombre expresa todavía mejor que en el arte, su carácter ideal: en la política y en el conocimiento (en la filosofía, sobre todo).

lunes, 23 de enero de 2012

El artista y la libertad

¿Quién no ha oído alguna vez que “el arte es el reino de la libertad”? Aunque esto puede dar cobertura a múltiples tonterías (como que el arte no tiene compromiso con la verdad, o que es amoral, etc.), hay un sentido, desde luego, en que eso es completamente cierto: toda actividad humana, por ser actividad, es el reino de la libertad. Lo que no es libre no es activo, sino pasivo. El artista, tanto en su momento evaluativo (cuando valora la belleza de algo) como en su momento “creativo” (cuando trae al mundo una “obra” de arte), presupone la libertad. En este sentido, el artista es siempre original. Incluso si uno crea en el estilo que ya inventó otro, mientras lo haga porque así lo quiere, es libre y “original” (el origen de su obra está en él). Desde luego, quien además inventa o descubre nuevos estilos o maneras, hasta ahora no vistos, es más original, y su libertad vuela más alto. El único que no es artísticamente libre, es el que copia obras por otra razón que la estética (el artesano). Puede ser libre en otros sentidos (moralmente ha decidido ganarse la vida así, quizás), pero no como artista. Por tanto, sí, el arte (como también la moral y el conocimiento) es el reino de la libertad.

Ahora bien, ¿qué es la libertad? Este es el problema. Hay muchas maneras de entenderla de manera pobre.

  • La libertad, en un sentido básico, es ausencia de coacción. Ahora bien, ¿qué es coacción?  
  • La coacción es la influencia o incluso determinación de los actos de un agente contra la voluntad o naturaleza propia de ese agente.
  • Pero ¿qué es un agente? ¿Qué es actuar, ser activo?

Aquí se acaba el camino para la filosofía moderna. El concepto más básico y pobre de libertad, se convierte en el único para muchas mentes. ¿Cómo? La historia es la siguiente:

Los ignorantes griegos y medievales creían que las cosas tienen una naturaleza propia, o esencia, o entelequia. Todo se podía explicar con alguna forma o virtud. Si el hombre razona, es en virtud de su racionalidad; si duerme, en virtud de su dormitividad. La libertad era, entonces, la realización de la energeia, de lo que uno es. Como dirá Hegel (ese grano de la modernidad, o esa isla de inteligencia en medio de la mediocridad, que es el idealismo alemán), “la máxima libertad es la máxima necesidad”.

El “nacimiento” de la “Ciencia”, sin embargo, encontró casi todas las esencias como algo no propio para el consumo humano. No se pueden medir, pesar y comprar con precisión. Digo casi todas las esencias porque es un inmenso error creer que la Ciencia prescindió de la noción de características intrínsecas de las cosas. Lo que hizo fue prescindir de toda característica intrínseca que no fuera “matemática” en el sentido de formalizable aritmética y geométricamente. Lo que no pudiese expresarse en ese lenguaje, formaría parte del mundo de las brujas y los sacerdotes.

¿Qué queda del sujeto, de la libertad y, en general, de la acción en ese ámbito de ideas modernas? La Acción es un concepto que le viene enorme a la ciencia. Una acción es algo muy imposible de entender mecánicamente. Aunque los físicos han manejado diversas nociones de acción (acción a distancia, acción y reacción, fuerza electro-magnética, fuerzas cuánticas…), lo único que se puede poner en las fórmulas matemáticas son cualidades estáticas, tales como dimensiones, tamaños, relaciones de contención, etc. Y, desde luego, cualquier tipo de acción intelectual, tan remotamente reducible a pesos y tamaños, es absolutamente ininteligible. Así es como se sanciona la irracionalidad intrínseca de la moral y la estética, por ejemplo.

Lo cierto es que la cosmovisión mecánica y estrecha (verdaderamente bárbara y primitiva, si se la mira con perspectiva), ha producido un vaciado del sujeto. Y con él, obviamente, de la libertad. ¿Qué puede ser la libertad de acción en una entidad mecánica (o un montón, más o menos organizado, de entidades mecánicas)? Solo la aleatoriedad. Como ha dicho H. Frankfurt (y otros antes) en la medida en que se identifica libertad con indeterminación, el sujeto se vuelve más vacuo, y se vuelve más irracional y aleatorio qué puede y debe elegir.

Y, en la medida en que el arte se ha creído que la libertad es indeterminación, aleatoriedad, algo imposible e innecesario de justificar, se ha ido viendo caer en la vacuidad de que cualquier cosa vale.

Pero el artista sabe, en el fondo, que no es así. El artista no tiene tiempo que perder escuchando los sueños reduccionistas de algunos intelectuales mediocres, que se autoproclaman líderes espirituales de la humanidad. Él sabe que, cuando se enfrenta a su obra, la libertad significa necesidad, es decir, una complicidad ineludible con el ámbito estricto de su arte, donde es posible hacer las cosas bien o mal, y la espontaneidad implica armonía:

“Solamente cuando pierdo contacto con la tela el resultado es un desastre. De otro modo, se establece un estado de pura armonía, de espontaneidad recíproca, y la obra sale bien” (Jackson Pollock The New American Painting, pp. 66-67, citado por G. Dorfles Últimas tendencias del arte de hoy Labor, p. 181).

¿Quién podría hacer las cosas bien o mal donde la libertad es indeterminación o aleatoriedad?

El arte tiene que prescindir completamente de todo cientificismo y todo reduccionismo a lo peor. La libertad del artista es auténtica libertad, es decir, realización de la verdadera naturaleza del artista y de la verdadera naturaleza de la naturaleza, naturaleza que es, primero, ideal, y que tiene que ser descubierta, apreciada justamente, y traída al mundo. Solo así el artista (como el político o el científico) estará en condiciones de ser verdaderamente original, es decir, de descubrir lo que aún no se había dado y debía darse, y podrá dar sentido a la idea de progreso de la humanidad:

“El concepto corriente, que hace del artista una expresión de su tiempo, es ingenua porque lo degrada hasta convertirlo en su cronista. El artista reacciona a su tiempo; pero su reacción es creadora en el sentido de que su actividad formadora se refiere más al futuro que al presente. Todo arte tiene, lo mismo hoy que en cualquier otro tiempo, su lado moral. El ideal platónico de que lo Bello sea también lo Bueno y lo Verdadero no ha sido olvidado.” Otto Piene Konkrete Kunst, p 55., citado por G. Dorfles Últimas tendencias del arte de hoy Labor, p. 187)

O, como dijo Píndaro: llega a ser quien eres.

sábado, 21 de enero de 2012

Diálogos de Filosofía, presentación en Cáceres.


El jueves 2 de Febrero, en el Ateneo de Cáceres, haremos una presentación de mi libro Diálogos de Filosofía, obra que cualquier persona inteligente (o sea, interesada en hacerse rica el día de mañana con una codiciada primera edición), debería adquirir, sea mediante compra o sustracción.

En cuatro maravillosos y (objetivamente) bellísimos diálogos, me planteo y doy solución a los problemas que han agobiado desde siempre a las mejores mentes, releyendo y mejorando al excelso Platón. (Como hizo el malvado Protágoras, yo solo enseño esto en la versión de pago, obviamente)

Por desgracia, creo que los ponentes que hablarán del libro no han sabido ver todas sus virtudes y, saltándose mis prescripciones, se atreverán, me temo, a ser críticos y quizás hasta mordaces (¡alguno de ellos es, según no tuvo más remedio que confesarme, marerialista!). Pero no me importa, porque, además de que el público está en su mayor parte de mi parte, esos ponentes (Esteban, Víctor y José Antonio) son (también los genios tenemos nuestras sinrazones) buenísimos amigos míos, y el lugar, Cáceres, es una ciudad donde no me importaría caeerme vivo.

Si alguien está interesado en asistir, sobre todo si piensa viajar desde lugares remotos, como Argentina, Madrid o Talayuela, le recomiendo que reserve un asiento cuanto antes.

viernes, 20 de enero de 2012

Lo bello y lo bueno. El artista en el Estado

¿Qué relación hay entre bondad y belleza? ¿Puede algo bueno ser feo, y algo bello, malo? Y, en ese caso, ¿cuál es la autonomía del artista? ¡Claro que puede haber lo bueno feo y lo malo bello, se dirá: es lo que vemos en todo momento! ¿No es muy atractiva la mujer “fatal” (me estoy acordando de la que debía asesinar a Robert Redford en El Golpe)? ¿No hay muchas buenas personas, marginadas socialmente desde la infancia y la adolescencia, por ser poco agraciadas, sobre todo si son mujeres?

En Septiembre de 2001 el compositor Karlheinz Stockhausen, considerado un genio de la música contemporánea, escandalizó a “todo el mundo” al calificar el entonces recién ocurrido ataque terrorista a las Torres Gemelas como la mayor obra de arte. "Lo que sucedió allí -y ahora todos ustedes tienen que cambiar de chip- es la mayor obra de arte que haya existido jamás", dijo en una rueda de prensa durante el Festival de Música de Hamburgo. "Que unos espíritus hayan conseguido realizar, en un solo acto, algo con lo que ni siquiera podemos soñar en la música; que personas ensayen como locos durante diez años, totalmente fanáticos, para un solo concierto y luego morir... Es la mayor obra de arte que existe en todo el cosmos. Yo no podría. Comparado con esto, los compositores no somos nada".

Como se puede imaginar, se suspendieron conciertos y hubo todo tipo de declaraciones (bueno, solo un tipo de declaraciones). Hasta el compositor Gyorgy Ligeti dijo que, si realmente había dicho eso, era para encerrarlo en un manicomio. Stockhausen intentó matizar enseguida, diciendo que se refería a la mayor obra de arte de Lucifer, y al papel de la destrucción en el mundo… Pero ¿por qué, esto? ¿Es que una obra de arte es menos bella porque la haya hecho Lucifer? ¿Qué tenía de malo, o de equivocado, lo que dijo Stockhausen? ¿No podía emitir él un juicio meramente estético, sin tener en cuenta el contenido moral de ese acto?

Obviamente ofendió, no que Stockhausen emitiese un juicio estético equivocado, ni siquiera (aunque algunos pudieran creer otra cosa) que se emitiese un juicio equivocadamente estético (es decir, que se considerase perteneciente a la categoría “obra de arte” lo que no lo era de ninguna manera), sino, antes que nada, que alguien se atreviese a emitir un juicio estético sobre un acto, haciendo abstracción del carácter moral de ese acto. Como si donde se da un mal moral no hubiese sitio para la estética, como si la belleza estuviese subordinada a la bondad. A veces se ha jugado con la patología de esa situación. Por ejemplo, en El perfume, de Patrick Suskind. Parece, pues, que solemos creer dos cosas: una, que lo bello puede no coincidir con lo bueno. Otra, que lo bello es menos importante que, y está subordinado a, lo bueno.

Schelling dijo que los dioses, como expresiones materiales o “reales” de lo infinito que son, constituyen la materia del arte (cosa en la que podría haber convenido Stockhausen, quien era –como muchos otros artistas- bastante “esotérico”), y, por eso, están más allá del bien y del mal, ya que el conflicto moral solo tiene sentido para seres finitos que se enfrentan a la llamada de lo infinito. Sin embargo, prácticamente nadie más acepta que lo estético no tenga ningún tipo de compromiso moral.

Desde la antigüedad filosófica se ha dicho,

     - por una parte, que la educación estética es parte esencial de la educación del ciudadano (además, en la mayoría de los casos los artistas han expresado en figuras lo que los pensadores expresaban en conceptos y los políticos en acciones).

     - pero, por otra parte, que los poetas pintan a los dioses de una manera inaceptable (“mienten mucho”, dijo Aristóteles), y hay que tenerles siempre bajo control o incluso, idealmente, expulsarles del Estado si no estaban dispuestos a atenerse a los dictados morales.

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¿Tiene, o no, lo bello, implicaciones morales? ¿Depende lo bello de lo bueno? ¿De qué manera? Ante una pregunta como esta, es sensato acudir a la fuente de la verdad o lo que más se le parece, o sea, a Platón (y su Sócrates). Pero cuando uno le pregunta a Platón qué opina él de la belleza y su relación con el bien, se encuentra con la misma dialéctica. El más artista de entre los filósofos, dice que el arte es una copia de tercera mano. Parece una contradicción. Por una parte (si creemos a Diótima, la iniciadora de Sócrates en los misterios del amor) la idea de lo Bello es Dios mismo (cuando se la busca más allá de sus manifestaciones superficiales). Por otra parte, las bellas apariencias, engañan. Sócrates, el personaje de Platón, aunque nacido para el Amor y la Belleza (“yo solo entiendo de amores”, dice a veces), es el personaje más feo de Atenas. Ante el tribunal, como ante cualquier diálogo, advierte de que no sabe decir palabras bonitas, sino verdaderas.

Todo lo que en Platón parece una contradicción, es una ironía, es decir, una profundidad. Es necesario interpretar esta dialéctica. La respuesta más platónica me parece la siguiente: La Belleza, como la Bondad y la Verdad, es una propiedad de lo ideal. Las mismas cualidades que hacen teóricamente ideal a una cosa (o sea, la Unidad -y su hijo, el Orden- y la Autonomía -y su hija la Ley-) son las que la hacen idealmente buena y deseable, e idealmente bella y gustosa. Realidad, Bien y Belleza son diversas caras de lo mismo, de la Idea absoluta. Pero esta coincidencia o correspondencia solo existe en el plano ideal. A nivel relativo, se producen, necesariamente, desajustes perspectivos: puesto que no conocemos perfectamente las cosas, ni nuestras facultades están igual de desarrolladas, podemos ver como bueno lo falso y lo feo, y bello lo que, en verdad, es falso y malo. Este desajuste afecta solo a un margen, porque es algo patológico, y lo patológico no puede ser mayor que lo normal. Pero en ese margen es donde se dan las falsas apariencias de falta de correspondencia entre los diferentes aspectos de lo Ideal. Así surge la discordancia entre la belleza aparente y la real, entre lo exterior y lo interior. Sócrates es un sileno por fuera, pero su interior es encantador, según el bello Alcibíades.

Los criterios estéticos son, en sí, autónomos. Es decir: qué es bello (qué tiene la figura más ideal) es algo que se dirime esencialmente en el campo de la Imaginación trascendental y el gusto. Ninguna ley política, ninguna teoría filosófica, podrá prescribir jamás al artista lo que es bello. Solo él, si desarrolla adecuadamente su capacidad estética, podrá “legislar” sobre lo bello. Aunque también es una verdad que lo bello (lo que tiene la figura ideal) debe corresponderse con lo idealmente bueno y con lo idealmente verdadero. Es imposible que una persona obtusa y malvada (o sea, obtusa), tenga “buen gusto” (o sea, que no sea obtusa por tercera vez). Pero, dado que las personas no tenemos un desarrollo perfecto e ideal de todas nuestras capacidades, puede darse una relativa descoordinación entre nuestro saber, nuestro deseo y nuestro gusto. En ese caso, lo obligado es atender a los criterios estéticos solo después de satisfechos los políticos y los teóricos, puesto que la Imaginación y el Gusto (que son los implicados en la percepción de la belleza) son facultades inferiores a la voluntad y a la racionalidad.

En un Estado no se trata de preservar la absoluta autonomía del artista, en detrimento de la autonomía de la persona política y/o de la verdad, sino de preservar la autonomía completa, la autonomía de la verdad y la justicia, antes que nada. Platón n o expulsó a los poetas del Estado, sino solo a aquellos que maleducasen, es decir, aquellos que representasen con bellas figuras lo que no es realmente bello (lo que las gentes, por falta de educación, podrían creer bello) y no se corresponde, por tanto, con lo bueno y justo. Platón creía (acertadamente, a mi juicio, desde luego) que hay una relación necesaria entre los modos musicales y los caracteres morales. Pero el uso de la estética tenía que estar sometido al criterio político, como este tenía que estarlo, para un intelectualista como Platón, al criterio cognoscitivo.
Esto, realmente, no se lo puede ahorrar ni la más democrática de las sociedades. ¿Se permitirá alguna vez, por ejemplo, que la mera justificación estética sirva para programar contenidos televisivos moralmente inaceptables (sobre todo para las personas a las que se considere en edad de educación)? Si lo bello entra, por las contingencias del mundo, en contradicción con lo bueno, hay que sacrificar lo bello.

Sería, por otra parte, interesante preguntarse a quién habría que expulsar antes: si al que diga verdades perjudiciales, o al que nos consiga un bien basado en la falsedad. Desde luego, también esto es, en el fondo, una falsa dicotomía: es imposible, en el fondo, que una falsedad resulte buena. Pero nuestras acciones no ocurren en el fondo, fondo, sino en un terreno relativamente relativo y no absoluto, donde, tan posible como es que la belleza aparente esconda una maldad, lo es que haya coyunturales mentiras útiles y verdades difíciles de encajar.

martes, 17 de enero de 2012

Inteligencia y Gusto en el arte

En estas reflexiones estéticas estaba como dando por hecho que lo que define al arte, y a la experiencia estética, es esencialmente el gusto. ¿Es esto así?

El arte, se dice, expresa emociones y, sobre todo, tiene como finalidad principal suscitarlas. Sin embargo, el gusto, aquí como en todos los temas (por ejemplo, en el ámbito de la verdad –la fruición contemplativa- o en el ámbito moral –la felicidad-) depende de las características de aquellas cosas que lo suscitan. No ocurre misteriosa y aleatoriamente que sentimos gusto por esto igual que por lo otro. En una entrada anterior he situado el lado “objetivo” de la relación sujeto-objeto estética, en los rasgos figurativos o imaginales de las cosas.

Ahora podríamos plantearnos, ¿qué es más esencial a la estética, el Gusto (el aspecto emocional) o la Forma-Figura (el aspecto intelectual-imaginativo)? ¿Podría hablarse de belleza donde no hubiese una experiencia de gusto? ¿Puede alguien calificar de bello algo que le deja emocionalmente indiferente? Me gustaría, para aclarar un poco este asunto, comparar el caso de la Estética con el de la Teorética y con el de la Ética.

     - En el hecho teórico, están involucrados un sujeto y un objeto. Hay ciertas propiedades del objeto (propiedades “reales”), y ciertas capacidades del sujeto (la capacidad teórica, de comprender, juzgar y argumentar) que dan lugar a la experiencia teórica o creencia (en sentido amplio, no como opuesta a “saber”, sino incluyéndolo). Para una versión teoreticista, bastará con esto. Ahora bien, las demás facultades psíquicas, como la volición o la emotividad, no están en absoluto ausentes de ninguna experiencia teórica. Parece imposible separar la comprensión de una proposición (tenida por) verdadera, del sentimiento de gusto por esa comprensión. Las dudas suscitan desasosiego, y las decepciones teóricas (el mostrar que cierta hipótesis creída cierta, es falsa) suscitan, en un primer momento, dolor. ¿Podría darse actividad teórica sin las emociones que la acompañan? Es fácil creer que no.
Es más (se planteará el suspicaz), ¿no será, al fin y al cabo, que la convicción de verdad no es nada más que el efecto necesario de lo que nos gusta creer? ¿No depende todo el “saber” de la certeza y no será la certeza más que un sentimiento muy vivo y gustoso? Aquí se habría consumado el hedonismo o sentimentalismo teorético. Por supuesto, pocos se atreven a tanto. Esa “teoría” reduce toda teoría a pura ilusión emocional. Pero, entonces, ¿cómo sabemos, de hecho, qué emociones sentimos, si también esto son creencias? Y ¿cómo podemos justificar nuestra teoría sentimentalista, si toda la “justificación” de una teoría es que me guste o no? Tenemos buenas razones para rechazar este reduccionismo-a-lo-peor. Diremos, más bien, que la emotividad acompaña siempre a la intelección, a la actividad teórica más abstracta, pero no como causa, sino como efecto o como necesario "bien colateral" (o como sincronizada, como el alma y el cuerpo según Spinoza). Aceptamos que un teórico se deje guiar heurísticamente por el olfato de su gusto, pero no admitiremos eso como justificación de sus tesis. No confundiremos el síntoma con la etiología.

     - Pasando al hecho moral, aunque desde un punto de vista autónomamente moral lo que legitima una elección son ciertos criterios morales, es tan inconcebible o más que en el caso anterior una actividad moral que no vaya necesariamente acompañada de una experiencia sentimental. Una elección que creemos correcta nos produce autosatisfacción (el “contento de sí”), y una elección que creemos injusta nos produce el desagradable sentimiento del arrepentimiento. Por eso, todavía más que en el caso de la actividad cognoscitiva, ha habido quienes han cifrado toda elección en el motivo determinante de los sentimientos. Nuevamente, esta teoría sentimentalista convierte a la libertad y a la moral en una ilusión. Pero nuevamente es, creo yo, una falacia. Como señaló Kant, una cosa es que la felicidad siga siempre (si es que lo hace) a la (considerada) buena elección, y otra muy diferente que esa (expectativa de) felicidad sea la causa de la elección. Todos sabemos que es una inferencia, no ya injustificada sino imposible, la que va de “esto me produce felicidad” a “esto es correcto”. Lo primero porque normalmente elegimos algo sin siquiera especular cuánta felicidad nos reportará; e imposible porque incurre en la falacia naturalista (psicologista) o, más bien, de confusión de géneros o metábasis, pretendiendo extraer normatividad volitiva a partir de hechos emotivos. Incluso para aquellos que anteponen a toda otra cosa la persecución de su felicidad, esta es ya una elección moral autónoma, que ya ha identificado la felicidad como lo correcto. No es lo mismo “esto me gusta” que “esto lo quiero porque quiero lo que me gusta”. Otra vez, haremos bien en considerar a las emociones como la respuesta adecuada y necesaria (el síntoma) de la elección correcta, pero no su causa.

     - Algo análogo, creo yo, podría decirse de la Estética, aunque aquí es todavía más difícil verlo. En la experiencia estética, el sujeto contempla unas determinadas propiedades de las cosas y las valora como bellas, de acuerdo a criterios estéticos (generalmente inconscientes –como por lo demás pasa en el caso de la actividad cognitiva y de la actividad volitiva-). Esta apreciación tiene un momento indudablemente intelectual o racional: a un ser inteligente no le pueden gustar cosas “estúpidas”. El nivel de complejidad formal de las obras de arte que una época o un individuo aprecia es coherente con el nivel de complejidad en otros ámbitos, en el del conocimiento y en el de lo político-moral por ejemplo. Cuando los críticos de arte o los artistas hablan de las propiedades valiosas de una obra, no mencionan directamente los sentimientos que suscita, sino las propiedades formales de la obra y, en todo caso, los sentimientos que “expresa”, pero incluso en ese caso se aprecia más la maestría o genialidad con que los expresa que a los sentimientos mismos así expresados. Desde luego, es casi inconcebible separar la (valoración de) belleza, de su capacidad de suscitar sentimientos. Las obras bellas despiertan placer, y las obras feas, desagrado o, en el mejor de los casos, indiferencia. Incluso quizá pueda decirse que las emociones que nos causan las obras de arte (y esto es quizá especialmente llamativo en el caso de la música) son más intensas que las que nos causa una actividad intelectual (comprender la demostración de un teorema, o una pregunta fundamental) o hasta las que nos causan los hechos morales y políticos. Aquí, más que en ningún sitio, existe la tentación (en la que se ha caído muchas veces) de tomar a este placer estético por causa y fin de la obra de arte. Pero ¿no habría que, trasladando a lo estético el movimiento moral kantiano (y platónico), advertir de no confundir la causa con el efecto? El placer estético es, seguramente, la respuesta emocional adecuada y necesaria (el síntoma) de la percepción de belleza, pero la (percepción de) belleza consiste, antes (etiológicamente antes) en las propiedades figurativas del objeto y de su manifestación en la imaginación.

Si  todo eso es así, podemos entonces entender de la siguiente manera en qué consiste la educación del gusto (lo que, en otro caso, es un misterio completo): la forma de educar el gusto es capacitando al sujeto para que sea capaz de ver y discriminar las propiedades figurativas en toda su complejidad. A quien reciba esta educación, el gusto se le dará por añadidura, porque va necesariamente unido a la percepción correcta de las formas (“correcta” en el sentido emocionalmente aséptico, es decir, correcta desde el punto de vista puramente intelectual). Por supuesto, siempre puede darse una educación sentimentalista, que se base en la coacción emocional del sujeto, dándole a entender, ante diversos modelos, cómo se espera que responda emocionalmente a cada uno de ellos. El sujeto puede, sometido a tal adiestramiento, o bien rechazar esos modelos (a mí no me gusta eso), o bien, dado que es expuesto a modelos en verdad canónicos, puede casualmente encontrar, de manera más o menos consciente, las propiedades formales objetivas que deben suscitar esta o aquella respuesta. Aquí pasa como con cualquier educación. Uno puede aprender algo o bien de oídas (repitiendo lo que sabe que satisfará a los que tienen en sus manos satisfacerle a él), o bien comprendiendo ese algo.

lunes, 16 de enero de 2012

Interludio ¿musical?

A veces he tenido, en el campo (sobre todo en los campos de Extremadura, y sobre todo al atardecer), una experiencia musical casi estremecedora, y que provoca (al menos en mí) una gran relajación y una serena melancolía.
Antes, el campo está silencioso, con ese silencio espeso del atardecer que apenas los pájaros se atreven a quebrar. De pronto, en la lejanía se oye, al principio casi imperceptible, pero poco a poco con más entidad, una música muy difícil de describir. Primero es como un continuo, ondulando levemente en diferentes aspectos, pero conservando siempre una densa masa sonora. De vez en cuando se dejan distinguir complicados juegos rítmicos, a veces regulares o “minimalistas”, a veces llenos de síncopas, pero sobre un tranquilo río de un timbre a la vez metálico y opaco. En algún momento un coro de voces nasales se persiguen sin prisas, en una especie de deshilvanado y polirrítmico canon monosilábico, siempre sobre las tranquilas ondas del sonido orquestal. Poco a poco todo empieza a sumirse otra vez en el silencio, como si el horizonte se tragase a la fantasmal orquesta y a los espectrales cantantes. Al rato, vuelve el silencio y, con un poco de suerte, se ha hecho de noche.

Es el paso de un rebaño a lo lejos.

domingo, 15 de enero de 2012

El lenguaje de la música, III. Conceptual y Figurativo

El lenguaje de la música, como todo lenguaje, “imita a la naturaleza”, es decir, representa o significa a las (propiedades auténticas de) las cosas. Pero ¿cómo lo hace? ¿Qué especifica al lenguaje artístico, musical por ejemplo? ¿En qué se diferencia del lenguaje “verbal”?

Aquí mi hipótesis vuelve a ser la recuperación de una viejísima tesis (y que creo que es mayoritariamente compartida por los expertos en estética): el lenguaje, decía, es, en general, estructura, organización, síntesis de forma (lógica, sintaxis) y materia (“semántica”), de identidad y pluralidad; pero el lenguaje verbal es conceptual y el lenguaje estético es figurativo. Se trata de definir y contrastar lo mejor posible lo Conceptual y lo Figurativo. En añejos términos gnoseológico-psicológicos, esto equivale a la distinción entre Entendimiento e Imaginación.

Unas precisiones terminológicas, antes de nada:

     - En la noción de Conceptual incluyo no solo lo que se entiende específicamente por concepto (como opuesto a juicio, teoría, etc.) sino todo lo que forma parte del ámbito de la teoría. El elemento atómico del ámbito conceptual es el término o concepto, y el elemento completo, holístico, es la teoría (el conjunto –o, más bien, sistema u orden- de todas las teorías).
      - En la noción de Figurativo incluyo todo aquello que es elemento de la Imaginación o Fantasía. Aunque los términos “imagen”, “fantasma”, remiten al campo semántico de lo visual, hay que entenderlo como aplicable, no metafóricamente, sino literalmente, a cualquier campo sensitivo (imágenes acústicas, fantasías acústicas) e incluso a un campo abstracto figurativo (algo así como las condiciones de posibilidad de toda figuración).

Pero ¿qué es una figura, por oposición a un concepto? Es muy difícil, no ya definir, sino aclarar estos conceptos. Son constitutivos de lo que pensamos y decimos en todo momento, pero, pese a eso y por eso, como le pasaba a Agustín con el tiempo, tenemos de ellos un concepto menos claro y explícito de lo que querríamos (son nuestros impensados, tarea de la filosofía).

Todos podemos ver la diferencia entre entender el concepto de triángulo, de viento o de justicia, e imaginar una figura triangular, una figuración (acústica, por ejemplo) del viento o una figuración de la justicia. Aunque la imaginación siempre acompaña a nuestra actividad cognitiva más abstracta (como las ilustraciones de los libros al texto) y nos ayudan mucho a entenderlo (hasta el punto de que pensadores como Berkeley, Hume y otros, llegaron a confundir una cosa con la otra), los conceptos son, realmente, inimaginables. No podemos, literalmente, imaginar una línea matemática, que es algo inextenso e incoloro. No podemos, literalmente, imaginar las nociones de Justicia, Verdad, Amor, etc. No podemos imaginar ningún concepto en cuanto tal. Un concepto y una imagen son dos cosas completamente diferentes, aunque tan correlativas quizás como alma y cuerpo.

Ciertas maneras en que suelo pensar esto, resultarán, seguramente, poco inteligibles, pero tengo que decirlas: si tanto un concepto como una figura son entidades complejas, síntesis de elementos, principalmente de dos elementos (la unidad del todo, y las partes del todo) entonces se puede decir que las partes de una figura guardan entre sí una relación “extensa” o material, es decir, que son heterogéneas en un mismo espacio de homogeneidad, mientras que las partes de un concepto tienen entre sí relaciones formales o intensionales.
Una manera más tangible de decirlo es esta: todo lo imaginable es, por muy orgánico que sea, “cuerpo” (visual, acústico… incluso abstracto, pero cuerpo), es decir, un todo formado por partes extensas. En cambio, lo conceptual es “incorpóreo”, irrepresentable mediante una figura formada por partes extensas. El todo de una figura es (por usar términos de los teóricos sistémicos) un todo “posterior a las partes”, en el sentido de que las partes son exactamente igual de figurables sin el todo. En cambio, lo conceptual, que es irrepresentable por medio de la imaginación, no puede ser concebido como “cuerpo” o extensión, y el todo es un todo anterior a las partes, intensional, donde las partes no son concebibles igual sin el todo. Esto significa que la articulación de lo conceptual es más abstracta y a la vez esencial o ideal que la de lo figurativo.

A esta diferencia es a la que se alude, erróneamente, cuando se dice que el lenguaje “verbal” (es decir, conceptual) es “convencional”, es decir, que no guarda una relación figurativa con su significado, mientras que el lenguaje figurativo (o “icónico”) es más “natural”, porque guarda una relación de semejanza con su significado. Así, un jeroglífico estaría a medio camino entre una representación “natural” y una “convencional”. Esta manera de entender las cosas es propia, obviamente, del naturalismo filosófico (y también del de andar por casa), para el que lo no figurable corpóreamente es convencional, artificial, ficticio.
La verdad, a mi parecer, es lo siguiente: el lenguaje figurativo representa a las cosas, como solo puede hacerlo, mediante imágenes, mediante representaciones corporeiformes. Por supuesto, esto es más posible cuando se trata de representar fenómenos naturales (figurar plásticamente un paisaje, o figurar acústicamente el canto de un pájaro o el sonido del viento), pero se vuelve manifiestamente imposible cuando se trata de representar nociones abstractas o ideales (en la matemática, y más aún en la lógica y en la metafísica, pero también en la ética y la estética, en cuanto a su parte ideal). Por tanto, el lenguaje figurativo solo es más “natural” si entendemos 'natural' en el sentido físico. Pero lo opuesto a eso no es lo convencional: lo opuesto a eso es lo ideal. El lenguaje “verbal” no es menos natural, o más artificial, sino más ideal.

De todo eso se puede deducir la virtud y los límites del lenguaje artístico, musical por ejemplo. El lenguaje figurativo, si lo anterior es cierto, tiene un mayor poder expresivo para todo lo que está más “cerca” de los fenómenos naturales y psicológicos más contingentes, mientras que solo con mucho trabajo de sublimación y analogía es capaz (pero este es el reto del artista) de expresar ideas muy universales y esenciales.
El lenguaje conceptual o “verbal”, en cambio, expresa más toscamente lo material-natural, pues se ha ido formando mediante la abstracción de todo lo figurativo. Pero precisamente por eso es capaz de expresar mejor lo abstracto.
Por ejemplo, es capaz de expresar fácilmente estructuras teóricas, es decir, meta-representacionales. En el seno del lenguaje figurativo es prácticamente imposible (si no del todo) expresar el suficiente metalenguaje como para tener “teoría”: aserciones lógicas, demostraciones…
Esto suele interpretarse como que el lenguaje figurativo o artístico es incapaz de la verdad. Sería más correcto decir que el lenguaje figurativo trata la verdad (y la argumentación) de forma implícita. Solo una interpretación en un lenguaje no figurativo, conceptual, verbal, puede explicitar la teoría veritativa implícita en la imagen. Por eso se ha dicho que una imagen necesita ser interpretada. Por eso dijo Platón que el arte es imitación de imitación.

El lenguaje artístico o figurativo, lo cubre todo, como el lenguaje conceptual o “verbal”, pero cubre mejor lo que es más intrínsecamente figurativo o corporeiforme, y con más dificultad lo que es más ideal e incorporeizable.

En un interesante artículo, Paul Boghossian, tras rechazar con toda la razón cualquier explicación psicológica y naturalista del significado musical (porque, dice, no salvan lo importante: la racionalidad de las emociones estéticas), y la teoría metafórica de Scruton, explica el significado en la música como: “Un pasaje P es expresivo de E en el caso de que P suena en la manera en que una persona suena cuando expresa vocalmente E, o suena en la manera en que una persona se manifestaría si expresase gestualmente E”. Estirando esto lo suficiente, me parece un camino correcto.

El lenguaje de la música, II. Cuestiones generales sobre el Significado

El Requiem de Penderecky expresa una tristeza profunda y apenas consolable, aunque también una casi imposible esperanza; La flauta mágica rebosa vitalidad y elegancia… Las obras musicales, como los vinos y como cualquier obra artística (e incluso más, según aquellos que tienen a la música por la más pura de las artes), expresan o significan cosas. La respuesta intelectual y sentimental del oyente es la correcta si es sensible a ese significado. Admiramos a los que son más capaces de oír los verdaderos matices del significado de una obra musical genial, y admiramos aún más al genio que sabe expresar en sonidos significados y verdades profundos. Es más, para algunas personas lo que expresan o significan las obras artísticas, al menos en ciertos aspectos o contextos, no puede expresarse “con palabras”, es decir, en un lenguaje verbal (y esto vale para las obras literarias). Aunque, desde luego, todo el mundo cree que también hay muchas cosas significables con el “lenguaje verbal” que no puede expresarlas ningún arte. Por ejemplo, una teoría. ¿En qué consiste el significado de una obra musical? ¿Cómo puede ese juego con los sonidos ser significativo? ¿Hasta dónde llegan sus posibilidades semióticas? Dando por supuesto que el lenguaje musical (o escultórico, o el que sea) es un lenguaje,´y que, por tanto, significa, empezaré preguntándome, en una reflexión quizá algo abstrusa, cómo significa el Lenguaje en general, para ver luego cómo se concreta esto en el lenguaje musical o artístico en general.

¿En qué consiste el significado? ¿Qué es el significar del lenguaje? Una viejísima respuesta dice que el lenguaje “representa” la realidad. Esto es fácil creerlo con ejemplos simples: una interjección como ¡ay!, representa el (o al) dolor, una gráfica representa un movimiento. Pero, aparte de que hay cosas que no se ve tan fácilmente qué y cómo pueden representar (como “y”, “no”, etc.) hay una paradoja esencial en el representacionismo. El “¡ay!” representa al dolor, pero el dolor es también una representación nuestra, en el sentido de que es algo interno al lenguaje. ¿Cómo saber lo que representa el lenguaje, en general, si no podemos salir de él? La idea de representación parece presuponer la posibilidad de comparar el modelo con la copia. Pero eso no podemos hacerlo: solo los ingenuos creen en los datos puros, sean naturales o ideales. No hay un acceso no-mediado a las cosas, si es que hay cosas.

Por tanto, probemos de otra manera. ¿Cómo explicar el significado del lenguaje desde dentro, sin presuponer algo a lo que representar? ¿Cómo explicar que, cuando oímos o pensamos un término o una ristra de ellos, entendamos algo? El propio lenguaje (empezando por el lenguaje mental) tiene que tener algún mecanismo organizador, significativo, discriminatorio. El significado es, al menos en parte, el hecho de que ciertas estructuras del lenguaje son correctas y otras no. Si buscamos los criterios de corrección y significatividad, encontraremos dos muy abstractos, y subespecies de ellos: por un lado, está la exigencia de identidad, coherencia, unidad…, o sea, la lógica. Un discurso ilógico o caótico es asignificativo, y es más significativo cuanto más coherente. El otro principio es el viejo “salvar los fenómenos”, es decir, hacer parte de esa coherencia toda la pluralidad o la mayor cantidad posible de ella, de la que el lenguaje tenga constancia. Un lenguaje es más significativo cuanto más lógicamente trata lo múltiple.

¿Hay que abandonar del todo, entonces, el concepto de representación? En absoluto. Para empezar, en un sentido inocente (no comprometido con o contra el idealismo) podemos llamar representaciones a todo lo que el lenguaje (empezando por el mental) contiene, sea en su lado más material o en el más formal, en la semántica o la sintáctica. Tenemos derecho a hablar así desde que el sujeto es consciente de los contenidos de su conciencia, o sea, cuando tiene conciencia. En algún sentido es verdad que somos espectadores de nuestros contenidos de conciencia, y el yo acompaña, como decía Kant, a todos nuestros juicios. Pero, además, puesto que algunas de estas representaciones son más incorrectas que otras, damos por supuesto algo externo al lenguaje, que introduce la discriminación. El lenguaje, la conciencia, es intencional, es decir, se refiere a algo. Y esto es tan esencial para el concepto de significado como el hecho de que haya una estructura del lenguaje. Podemos decir que, cuanto más significativo y verdadero es el lenguaje, más se acerca a lo que realmente es. El lenguaje, o la conciencia, solo puede adoptar, desde un punto de vista lógico, dos relaciones con su referente intencional: o difiere o coincide. Y, desde un punto de vista práctico, el sujeto titular de la representación o bien es activo o bien es pasivo (el pragmatismo del significado, se basa en la idea de que lo más correcto produce actividad: utilidad. Operari sequitur esse, decían los escolásticos, siguiendo a los filósofos griegos). En resumen: que el lenguaje es significativo significa que está estructurado discriminativamente según los criterios de la mayor unidad de lo diverso, y, también, que representa lo real externo a él (al propio lenguaje).

Esto vale para el lenguaje musical y artístico en general. La significatividad del lenguaje musical consiste, estructuralmente, en la posibilidad de organizar todo el mundo sonoro de diversas maneras, con diversas proporciones de orden (entendiendo “sonoro” en sentido abstracto). Pero, a la vez y por lo mismo, el lenguaje musical, al significar, refiere, y referir es referir a la realidad. El referente último de la música son las cosas (no solo y quizá de ninguna manera importante los sentimientos –según discutiré en otro momento-), y lo hace expresando la estructura de esas cosas mediante la estructuración de sus elementos (del propio lenguaje musical) de acuerdo con los mismos criterios que el Lenguaje en general y el lenguaje “verbal” en particular, o sea, la mayor unidad de la mayor multiplicidad, pero adaptados o especificados a lo que es el Lenguaje artístico y, más en concreto, el Lenguaje musical.

Pero ¿qué es el lenguaje artístico? ¿En qué estriba la diferencia, la especificidad del lenguaje artístico? Y, en especial, ¿cuál es la diferencia entre el “lenguaje verbal” (con el que expresamos todo tipo de cosas, desde nuestros conocimientos filosóficos y científicos hasta nuestras emociones) y el lenguaje artístico (con el que, según parece, podemos expresar profundamente ciertas cosas, pero nos es imposible expresar otras)? Ofreceré mi opinión acerca de esto en la próxima entrada. De momento, os recomiendo disfrutar con esto (supuesto que no seáis "sordos"):

sábado, 14 de enero de 2012

El lenguaje de la música. I

Se dice a menudo que la música (o cualquier otro arte) es un lenguaje, pero no pensamos mucho qué significa eso. Significa que el arte significa. Todo lenguaje expresa algo, tiene significado. Pero ¿cómo puede la música (o cualquier otro arte) tener significado? ¿De qué manera vehicula el significado? ¿Qué (tipo de) significado puede portar?

Antes de discutir el problema directo de la significatividad del arte, voy a mencionar brevemente el asunto de la universalidad del lenguaje musical (o plástico, etc.). No me refiero solo a que la música sea un universal cultural. Quiero decir que hay universales musicales. Y es así necesariamente, porque esos universales son constitutivos de lo que es música, precisamente porque la música expresa o significa, y un lenguaje no puede ser arbitrario.

Todo el mundo reconocería, en principio, si un determinado canto puede o no ser una nana (y no un canto guerrero), o un lamento por un difunto (y no una celebración de la llegada de la primavera), o una canción de boda (y no una pieza cómica para niños), o una plegaria a los dioses (¿y no la banda sonora de un congreso ateo?) . A mi hija de tres años, que no ha estudiado música, cuando se pone a jugar con el teclado, le pido que “toque”, por ejemplo, una música alegre; una música triste; una música de primavera; una de duendes saltando por el bosque que de pronto se detienen asustados… Todo el mundo puede imaginar que lo que ella improvisa, es diferente en un caso y en otro, y expresa ciertos rasgos formales que, claramente, expresan algo similar a lo que le he pedido.
Por supuesto, ella ha oído música desde los cero años o antes, cuando estaba en el vientre materno y, según se sabe, ya se emocionaba con una canción alegre, o se calmaba con una canción tranquila. De manera que ha “sufrido” la influencia cultural concreta de sus padres. Ha oído escalas heptatónicas o pentatónicas, ha oído determinadas cadencias, etc. Pero esto tiene límites, como implica el mero hecho que acabo de mencionar. Cualquier niño, incluso en el vientre materno, reconoce algo como música, y como música tranquila, o música alegre, o triste. Si no tuviese la capacidad de reconocer algo como música, no podría aprender música. Se puede educar la capacidad musical, pero no se puede generar. El lenguaje, cualquier lenguaje, es esencialmente ingenerable. Es, solo, implementable.

La cosa es aquí como en todo lenguaje, por ejemplo, en el lenguaje “verbal”. Tenemos un lenguaje innato, completamente a priori (nuestro “programa”, según una conocida metáfora). Ese lenguaje es abstracto, es decir, puede ser materializado de diversas maneras, siempre que salven una relación de homeomorfismo. Uno aprende luego a hablar en chino o en castellano, pero no aprende a hablar. El lenguaje no podría aprenderse sin lenguaje.
Exactamente lo mismo pasa con la música, porque la música es parte del Lenguaje, uno de los aspectos o realizaciones del lenguaje en mayúsculas. Uno puede aprender a expresarse musicalmente en el sistema temperado occidental, o en una afinación “natural” en Baluchistán, o en el sistema de ragas de la India. Pero eso son diferentes realizaciones del mismo lenguaje abstracto, la música. Y hay unos universales musicales, como hay unos universales lingüistico-verbales. De la misma manera en que podemos traducir la lógica, la matemática y, con tiempo, cualquier cosa, desde el francés al chino, podemos entender como musical cualquier manifestación musical (o artística en general) de cualquier cultura.

Es más, esos universales estéticos no hay ninguna razón para rechazar que se dan también entre los animales (entre muchos de ellos), es decir, que (esos) animales tienen experiencias estéticas. No solo a un nivel básico son capaces de discriminar entre lo que sabe mal o bien, sino que, a niveles superiores, son perfectamente capaces de apreciar formas bellas. Hay pájaros que, para su cortejo, bailan después de montar un escenario con objetos vistosos. En muchas especies la selección ha favorecido rasgos cuya más evidente virtud es la belleza, es decir, la expresión de orden y armonía. La pretensión, habitual entre los aficionados a la divulgación científica débil, de reducir esto a algo “inferior” (el vulgar “no es más que… química”) es, además de una muestra de especismo (¡cuánto más coherentes son, en ese sentido, los que también intentan rebajar y desilusionar al propio hombre!), una muestra de ese espíritu suspicaz, envidioso y empobrecedor propio del oscurantismo ilustrado (que Nietzsche denunció en los moralistas ingleses -quienes parecen, dice, disfrutar encontrando que el hombre era mucho menos de lo que él se creía-, pero que el propio Nietzsche practicó en sus momentos más positivistas). Contra este hastiante discurso moderno yo personalmente casi no conservo ya la paciencia.

viernes, 13 de enero de 2012

La libertad del artista

Los expertos en estética, o en esta o aquella área de la estética, se preguntan qué tiene que tener algo para ser bello. Creen, en general (aunque a veces solo implícitamente) que hay buenos y malos artistas, personas más capaces que otras de descubrir y recrear lo bello. Pero ¿en qué sentido puede explicarse lo estético? Esta es quizá la cuestión más fundamental de la estética, o sea, de la Filosofía de lo Bello. Pero ahora me gustaría tratar un asunto quizá preliminar a ese, y que puede ayudarnos a evitar ciertas confusiones: ¿puede la belleza (y el arte como dedicado a ella) ser “reducido” a otra cosa (a la utilidad, a la verdad…), o es autónomo y tiene sus propias leyes, irreducibles a e inexplicables en términos de otro ámbito?

Parece que cuando nos preguntamos en qué consiste lo bello estamos intentando explicarlo a partir de otra cosa, reducirlo. Pero, en un sentido muy esencial (exactamente el punto de vista del artista), es posible y apropiado decir: “lo bello es lo bello, punto”. ¿Ganarían algo los artistas sabiendo que aquellas cosas que solemos considerar bellas resultan ser muy adaptativas, o muy “verdaderas” (muy heurísticas para buscar la verdad, como han creído tantos científicos –el famoso “esta teoría es demasiado fea como para que sea buena teoría”-?) No ganarían nada. De ciertas cosas se predican propiedades estéticas. En un sentido, estas propiedades son irreducibles: si las reducimos, nos cargamos la estética.

Igual que es una falacia en el ámbito de la moral decir “esto es adaptativo, por tanto es bueno” (pues ya se presupone ahí que, con carácter a priori y normativo, es bueno sobrevivir) o “esto es adaptativo, luego es verdadero” (pues se presupone que la verdad es útil), es una falacia decir “esto es adaptativo, luego tiene que ser bello”, o “esto es heurísticamente rentable, luego tiene que ser bello”. Eso no impide que, en verdad, todo lo bello sea adaptativo y heurístico. Pero no es un criterio que el artista, en cuanto tal, podrá utilizar, ni es una razón que aumentará el desfrute de la obra. En esto consiste la autonomía del artista, de la actividad estética: tiene sus propios criterios internos.

Por tanto, en un cierto sentido, lo bello es lo bello, y es autónomo. Pero, por otro lado, esto no impide, sino todo lo contrario, que se pueda y deba correlacionar lo bello con otras cosas, con lo bueno (y útil), y con lo verdadero. Esto es lo que quería significar la tradicional teoría de las propiedades trascendentales del ser (“trascendental” no en el pervertido uso kantiano, sino significando que es algo trascategorial, que inunda todas las categorías del ser y de la realidad). Lo bello se “convierte” con (se solapa completamente, o, por usar un término más de moda, y menos exigente, “superviene” a) lo bueno y lo verdadero, aunque lo bello es lo bello, y no se reduce a lo verdadero ni a lo bueno. De la misma manera que lo bueno, aunque fuese cierto que se convierte con (o superviene a) lo verdadero-ideal (es decir, que lo bueno se corresponde con las propiedades formales esenciales de un ser, con su entelequia), lo bueno es lo bueno, un ámbito irreducible a lo real.

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Ahora bien, precisamente en estas irreducibilidades se asienta, erróneamente, todo antirrealismo moral o estético, todo subjetivismo y relativismo. Es fundamental aclarar este malentendido. El razonamiento antirrealista es: puesto que no hay una conexión analítica (tautológica, no negable sin contradicción) entre lo bello y lo bueno, o entre lo bueno y lo esencial, o entre lo bello y lo esencial, entonces lo bello (y lo bueno, en su caso) pueden desconectarse de lo esencial.

Esto es un completo error, por una razón radical (entre otras): ¿cuán de interesante es la distinción entre lo analítico (tautológico) y lo sintético? Y ¿qué relación tiene eso con lo necesario o contingente? Desde la antigua dialéctica de los griegos se sabe (y ha sido recuperado por Frege y luego por Wittgenstein) que la única verdadera tautología, si acaso, es a = a. Ni siquiera una mínima ecuación informativa de la más formal de las ciencias (como a = b.c) se salva del hecho de que los dos lados de la ecuación son diferentes, lo que obliga a distinguir entre Referencia y Sentido, Extensión e Intensión, etc. No hay, en realidad, puras tautologías. (Recuérdese la paradoja de "lo que la tortuga le dijo a Aquiles", de Carroll: la propia deducción depende de que, intuitivamente, aceptemos su validez). Pero, como bien vio Kant, esto no es lo mismo que la distinción entre Necesario y Contingente, o que Universal y Particular. Es una mera falacia (por más que sea la columna vertebral del pensamiento de muchos) decir que todo lo que no es tautológico es puramente “hipotético”, es decir, contingente. Necesario es, para uno, todo aquello que, o intuitivamente no puede concebir de otra forma (por ejemplo, las nociones axiomáticas, de las que no puede dar una demostración pero no puede ponerlas en duda) o todo aquello que está necesariamente implicado en cualquier cosa que cree como indudable (los auténticos “postulados”). Por ejemplo, un físico no puede demostrar, ni formal ni materialmente, la regularidad de la naturaleza (o la conservación de la energía), pero es una premisa (implícita) en cualquiera de sus conclusiones. Un científico, del tipo que sea, no puede dudar del método científico, porque lo presupondría para ponerlo en cuestión. Por más que no sea una mera tautología (insisto, en el caso de que exista algo así) que “lo que podemos testar, es conocimiento válido”, por más que el escéptico pudiera decir siempre: “en todo caso, no hay necesidad lógica de creer que lo que me represento es cierto”, el científico tiene que presuponer la necesidad de ese axioma o postulado. Esto, que vale en el ámbito teórico, vale igual en todo ámbito normativo, aunque el absurdo del intento de poner en duda los principios no sea tan directa en la moral y la estética como lo es en el ámbito teorético. Por tanto, la (relativa) autonomía de lo Estético, no apoya lo más mínimo el subjetivismo o el relativismo o siquiera el contingentismo estético.

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Hay dos aspectos en que lo Bello, en su aspecto normativo (la normatividad estética, la kalética trascendental, digamos), es independiente y autónomo:

     - Es independiente, primero, de otras normatividades, como la ética o la teorética. Aunque pueda demostrarse la convertibilidad y hasta la dependencia tras-estética de lo estético respecto de lo ético, la normatividad estética es autónoma respecto de su ámbito. El artista no tiene por qué saber nada de lo útil moral o científicamente que resulta su arte.

     - Es independiente, segundo, respecto de los fenómenos estéticos. Igual que ninguna teoría científica puede falsar los criterios epistemológicos, porque son estos los que determinan a priori qué es ciencia y qué no lo es, y lo mismo que ninguna legislación positiva, establecida, falsa la ley natural y a priori con la que somos capaces de juzgar lo correcto o incorrecto de las leyes positivas, de la misma manera ningún juicio estético particular, sea privado o colectivo, ni ninguna costumbre, moda o tendencia, reduce a la estética. Cuando uno emite un juicio estético (“esto es bello”, “esto es feo”) está implícitamente implicando que hay criterios no dependientes de sujetos privados. Tan absurdo como decir “Dos más dos son cuatro, aunque no hay nada más verdadero que falso” es decir “El Partenón es bello, aunque no hay nada objetivamente más bello que nada”.

jueves, 12 de enero de 2012

La belleza de lo feo

Los que somos defensores de que el arte (en el sentido estético, no en el sentido amplio, artesanal, que tuvo en griego tekhne, o en latín ars) es, esencialmente, búsqueda y (re)producción de belleza (de la Belleza), aparte de ser considerados como unos ingenuos e indocumentados por parte de los que están muy al día (es decir, que llegaron al siglo XX y han leído incluso a Adorno), tenemos, ya en serio, que hacer frente a una objeción importante: ¿qué pasa con el arte feo? ¿Cómo explicar, por ejemplo, la época “terrorista” de Goya (como le oí un día a un muchacho)? Voy a ofrecer mi teoría al respecto.

No sé en qué medida es original, es decir, en qué medida se le había ocurrido ya a otros u otras (entre mis lecturas no recuerdo ahora si alguien ha defendido esto explícitamente). Si es de otros, les doy las gracias y el reconocimiento. Si resulta ser en parte cosa mía (mi patinazo o mi descubrimiento), y siendo así que no la he patentado, resultase que alguien la cogiese y la publicase como cosa suya, solo pido que sea perseguido por una docena de diablos lo más feos posible durante ciento veinticinco reencarnaciones (no más, porque soy intelectualista moral y creo que nadie hace el mal adrede).

El arte clásico, se nos dice, intentaba expresar materialmente la proporción y la unidad que definen a la Belleza (y a la Bondad y a la Verdad). Llamaré “teoría kalética” a la teoría estética que dice que el arte es esencialmente búsqueda de Belleza (kalé, en griego). Esto, desde luego, no hay que interpretarlo de manera superficial:

     - Como se ha dicho muchas veces, bello no es lo mismo que bonito. Para algunos es incluso contrario. La tragedia, por ejemplo, no expresa nada bonito (o bello, en el lenguaje kantiano), pero expresa algo sublime (o bello, en un sentido profundo, propio de pitagóricos y platónicos): expresa, quizá, la grandeza del alma humana cuando elige lo que su razón moral le prescribe, frente a lo que su gusto plebeyo le tienta a escoger. Esto no es ningún problema para la teoría kalética: la belleza del alma es belleza también, y más que la de los cuerpos.

     - Tampoco es un problema el hecho de que ciertas obras artísticas resulten, al principio (hasta que son asimiladas por el público) feas o no manifiestamente bellas. Esto se explica porque manifiestan una belleza más compleja que la habitual. La armonía no manifiesta, superior a la manifiesta (que dijo Heráclito).

Pero ¿qué pasa con las obras artísticas que buscan, descaradamente, lo feo? No existen solo en la modernidad. Ya antes del terrorismo de Goya, algunos pintores barrocos, por ejemplo, o, más atrás, ciertos artistas de época helenística, se habían dedicado a pintar lo feo, sin sublimidades. En la modernidad conocemos, desde luego, muchos casos exacerbados, tanto en las artes plásticas como en la música o el cine. (Lo que no conocemos es tanto arte bello). Este hecho es uno de los que ha abonado el tópico de los últimos ciento y pico años según el cual el arte no busca necesariamente la belleza (eso sería cosa de los clásicos). Parece que se intenta conmover al espectador, provocar en él sentimientos fuertes y poco habituales, sin atender a si estos son en sí “bellos” o remiten a belleza alguna. ¿Cómo puede un pitagórico, un partidario de la teoría kalética, responder a esto?

Mi respuesta preferida me la inspiró (pido perdón) la lectura de textos de filosofía neoplatónica medieval (Escoto Eriúgena, sobre todo). En estos textos se insiste en que existen dos vías teológicas, dos modos completamente diversos de llegar al conocimiento de Dios. La vía positiva (katafática) consiste en predicar de Dios todo lo que en este mundo encontramos como positivo, multiplicándolo por infinito, por así decir. Si creemos que saber es bueno, digamos que Dios es omnisciente; si nos parece que tener barba y ser varón es importante, digamos que a Dios padre la barba le llega a los pies. Ahora bien, no tenemos que perder de vista que cualquier atributo finito es intrínsecamente inadecuado para expresar lo infinito, porque de alguna manera infinito y finito, perfecto e imperfecto, son inconmensurables. La vía negativa (apofática), entonces, debe complementar a la otra, a la positiva (y para algunos místicos es incluso superior a ella). Esta vía consiste en negar de Dios todo predicado. Cualquier cosa, por perfecta que sea, no es nada comparada con Dios y, por tanto, es fetichismo creer que lo expresa. Los teólogos más sensatos piensan que las dos vías se complementan, y que cada una por sí sola lleva a la ruina teológica.

¿Qué tiene que ver esto con el arte y la belleza? Se me ocurre que, con la expresión de la Belleza, ocurre algo análogo. Hay un camino positivo, directo, de intentar expresar la belleza mediante aquellas propiedades naturales que encontramos que encarnan mejor la Belleza. Este sería el camino tomado por los griegos en su época clásica, y en general todo arte que busque manifiestamente expresar belleza natural, como expresión de la belleza ideal. Es el arte de la Metáfora. Pero un artista, sintiendo la inadecuación que siempre hay entre cualquier signo y lo ideal que ese signo intenta significar, puede también “intentar” (sin él saberlo) llevarnos a la vivencia de la Belleza de una manera negativa, por contraposición. Este artista nos mostrará lo feo, lo deforme. Eso provocará en nosotros, inmediatamente, un dolor, un dis-gusto. Pero, mediatamente, la mente se moverá en sentido inverso: ¿por qué me duele la contemplación de lo feo? Evidentemente, porque tengo en mí un modelo ideal de Belleza, con el que no encaja esto que veo. Esto me despierta, indirectamente, por contraposición, la intuición de ese ideal de Belleza, con el que mido la fealdad (es también el “mecanismo” mental que opera en la Comedia y en toda ridiculización). Quien no tuviese ideal de belleza, ante la contemplación de lo “feo” simplemente tendría que quedar impertérrito.

Por supuesto, es propio de gente optimista preferir la vía clásica y positiva. Y es de gente más bien deprimida, luterana, burguesa, moderna… lo contrario. Yo por eso, aunque estemos en crisis, prefiero la vía clásica, aunque no deja de gustarme esa vía indirecta y negativa de arte que es el arte que busca lo feo. Pero ¿quién es capaz de hacer, hoy por hoy, un arte que guste siendo bello y optimista? ¿Quién no sabe que si quieres hoy triunfar como poeta tienes necesariamente que ser un llorón?