lunes, 28 de marzo de 2011

¿Por qué no platonismo?

Voy a argumentar a favor de un “realismo de los universales”, incluso de un realismo extremo, de un “platonismo” (admitiendo la posibilidad, eso sí, de que Platón mismo no fuese platónico, al menos en este sentido). Obviaré ahora las aporías que afectan a esta opción tan poco popular.


Imaginemos una frase cualquiera: “La naturaleza, o sea, la totalidad de los hechos espacio-temporales, es un conjunto cerrado, tetradimensional, en el que se conserva la cantidad total de energía, que está regido por cuatro tipos fundamentales de fuerzas y que tuvo su origen en una singularidad.” Por supuesto, esta frase es burdamente general y hasta falsa en muchas de sus partes o en todas. Pero no importa, porque podría haber sido verdadera, y una frase semejante debe ser verdadera. Y tampoco importa que esta frase hable de todo el universo, porque, para lo que discutiré, podría referirse al más minúsculo y despreciable de los hechos (“mi bolígrafo es negro”, por ejemplo). Simplemente, usando términos tan generales es más fácil ver lo que quiero discutir.

Naturaleza, Totalidad, Hecho, Espacio, Tiempo, Cerrado, Dimensión, Energía, Fuerza, Singularidad (Negro, Bolígrafo)… son ejemplos (algunos muy abstractos, es verdad, pero no especiales, por lo demás) de Conceptos (o, en otros lenguajes filosóficos, Ideas, Formas, Esencias… -no haré distinción entre todos estos conceptos, aunque ulteriormente habría que hacerlos, en especial entre Concepto y los demás-). Cualquier hecho que experimentamos, por muy materialmente concreto que sea, está completamente tejido a base de conceptos. Pero los hechos concretos ni agotan a los conceptos (sino que estos tienen un valor infinito o, al menos, indefinido, en cuanto al número de hechos a los que pueden aplicarse) ni, por tanto, justifican o injustifican a los conceptos: Podría ser que la Naturaleza no hubiese “existido” (es decir, no se hubiese dado ese hecho) o, incluso, que en realidad no exista (quizá es una ilusión mía), pero la idea ‘Naturaleza’ sería la misma. Simplemente, no se habría dado nada que correspondiese a esa idea. Podría ser que, supuesto que exista la Naturaleza, no “existan” (no sean elementos de la naturaleza) el Espacio, o el Tiempo (sino que “el día de mañana” describamos a la naturaleza en otros términos), pero las ideas Espacio y Tiempo no se habrían visto afectadas. Simplemente, serían ideas no implementadas naturalmente. Podría ser que el mundo no sea “esférico”, o incluso que no hubiese ningún objeto natural ni remotamente parecido a la Esfera, pero la Esfera seguiría siendo idéntica a sí misma.

Los conceptos, o ideas, son ineludibles e irreducibles para cualquier conocimiento concebible, pero ellos mismos no se reducen (no concebimos que se reduzcan) a ningún fenómeno concreto o natural: carecen de índices espaciales y temporales, por tanto, nada espacial o temporal les afecta. Entonces se plantea la cuestión (de los “universales”): ¿qué son?, es decir, ¿qué tipo de ser tienen?, ¿cuál es su estatuto ontológico? ¿Son “reales”?

(Voy a usar indistintamente “ser real” con “existir”, tomado este término en sentido fuerte. Esto no elimina, a priori, la posibilidad de hablar de lo que no existe. Siempre podemos decir que hay (cosas, conceptos) que no existen. Es mera cuestión terminológica).

Esta es una cuestión ontológica donde las haya, aunque, por supuesto, implica a la cuestión epistemológica o, mejor, gnoseológica.

Hoy, dado que es un supuesto –ontológico- de buena parte del pensamiento moderno, que todas las formas se pueden reducir a formas matemáticas, la cuestión anterior suele plantearse, principalmente, en la versión: ¿qué pasa con los conceptos matemáticos? Pero esta mirada restrictiva es algo que podemos ignorar ahora.

Para que esta cuestión, ontológica, sea algo más que un diálogo de sordos, es necesario que quienes la debaten compartan el criterio por el cuál se pueda dar una respuesta, es decir, hace falta que compartan el criterio ontológico. En otras palabras, es necesario que sepan cómo contestar a la pregunta: ¿cuándo podemos decir que algo existe, o que es real?

Es frecuente, es cierto, encontrar quienes defienden una tesis ontológica (es decir, una respuesta a la pregunta anterior) sin hacer explícito el criterio. Sin embargo, creo que todo el mundo (o casi todo el mundo) comparte el mismo criterio ontológico (incluso los que lo usan inconscientemente), es decir, la regla para poder contestar a la pregunta: ¿cuándo podemos afirmar que tal cosa existe o es real? Si es así, la discusión es viable.

Tal criterio (que es el que supongo en esta discusión), es, expresado muy generalmente, el siguiente: Decimos que algo, una entidad, existe plenamente, o que es real, si es (o, en la medida en que es) autónoma o independiente.

Hay que hacer algunas observaciones:

La autonomía o independencia de algo implica otros conceptos más básicos, como la identidad y la individualidad, aunque no se reduce a ellos (o, al menos, no resulta esclarecedor reducirla a ellos).

Hay varias maneras, o grados, de ser autónomo: -El grado nulo o, quizá, ínfimo de autonomía de una presunta entidad X, sería la falta de identidad. Si descubrimos que una presunta entidad X es, en verdad, un complejo de propiedades incompatibles, Y y Z, decimos que X no es nada, sino que el concepto ‘X’ (y, en consecuencia, también el término ‘X’) es equívoco. -Una propiedad, P, que no puede subsistir sin otra cosa, tiene sólo una autonomía mínima. -Etc. Como se recordará, Aristóteles definió la “sustancia” (es decir, aquello que existe realmente) como “lo que ni se da en otro ni se dice de otro”. La sustancia sería el grado máximo de autonomía. Y, si entre las sustancias existe aún alguna dependencia, sólo será sustancia, en sentido pleno, la que no dependa de otra (si la hay).


Ante la pregunta: ¿existen realmente los conceptos (en el sentido de ideas, esencias, “universales”…)?, hay dos respuestas principales posibles: “Sí”, y “No”. Llamémoslas, Realismo y Anti-realismo de las ideas.

El Anti-realismo (todas las formas de nominalismo y conceptualismo), apoyándose en el criterio que he enunciado (la independencia o autonomía que hay que exigirle a lo real) niega la realidad o existencia de las ideas. Su principal argumento es que los conceptos (ideas, universales, esencias, formas…) no son epistemológica (ni, por tanto, ontológicamente) independientes o autónomos, sino que dependen o bien de la naturaleza, o bien de la mente, o tanto de la naturaleza como de la mente. De la naturaleza, porque sólo en cuanto se dan en hechos naturales consiguen los conceptos verdadera individualidad: en sí son abstractos, indeterminados, faltos de individualidad y, por tanto, de identidad. De la mente, porque sólo tienen entidad como elementos (o, incluso, meras “funciones”) de la mente (sea esto lo que sea, pero, en todo caso, algo “inmanente”, es decir, indexado espacio-temporalmente). Sólo lo inmanente (para algunos, sólo lo natural-objetivo, para otros, sólo lo psicológico-subjetivo y para otros, ambos) tiene verdadera identidad y autonomía, porque sólo lo inmanente es Particular, es decir, completamente individual, ya que el tiempo y el espacio son las características más concretas concebibles.

El Realismo tiene que rechazar el argumento anterior y exponer, además, cómo puede defenderse la realidad de los conceptos o ideas. Empezando por lo primero, el realismo (o “mi realismo” al menos) sostendrá que no es verdad que los conceptos o ideas dependan de lo natural ni de lo mental. Que una misma idea se implemente (se materialice, se manifieste…) en diferentes ocasiones, no le resta identidad ni individualidad, porque la identidad de la idea no se define o determina extensionalmente (es decir, por los casos que, efectivamente, se producen en la naturaleza que participen de esa idea) sino “intensionalmente”, es decir, por las ideas que son esenciales para su definición. Los múltiples casos de esferas naturales (o, digamos “hechos esferoideos”) o esferas mentales (representaciones esferoideas) no influyen nada en la definición ni, por tanto, en la identidad, de la Esfera ideal (de la Esfera en sí). Y que una idea no tenga implementación o expresión inmanente alguna, no le restaría ni identidad ni individualidad. Pi sería pi aunque no hubiese existido ningún fenómeno natural que se ajustase a (o participase de) Pi, y aunque ninguna mente concreta hubiese jamás concebido la noción Pi. Por tanto, al menos respecto de sus implementaciones físicas y psíquicas (es decir, inmanentes) la idea es completamente independiente o autónoma.

Dicho una vez más: del antecedente, contrafáctico, “si no existieran la naturaleza ni las mentes…” no se deduce “no existiría las ideas” (salvo, claro está, que ya se haya tomado la decisión de decir que “existe” sólo lo que es material o psíquico –es decir, de manera puramente estipulativa-). Más bien, todo lo contrario, en la pregunta (que los físicos se plantean a veces) “¿en qué condiciones podría nacer el mundo?” se dan ya por supuestos, a priori, todos los conceptos, y se pregunta cuáles de ellos debieron manifestarse o implementarse en un primer momento o, quizá, rigiendo todo el universo físico, para que éste se presente como se presenta. Y esto es así porque los conceptos e ideas no se definen por índices espacio-temporales, luego no pueden verse afectados por ellos.

Sin embargo, si aplicamos ese criterio e contrario, tenemos que sostener que los fenómenos naturales y psicológicos no son realmente autónomos, o independientes de las ideas (conceptos, esencias, formas…). Ningún hecho o fenómeno, físico o psíquico, es para nosotros nada sin ideas, y ningún hecho o fenómeno es nada más que un complejo u otro de ideas.

Este es independiente de la cuestión, gnoseológica, de si a partir de ideas muy simples podemos deducir los complejos particulares que constituyen los fenómenos o hechos naturales y psíquicos, o si, más bien, es imprescindible partir, “inductivamente”, de esos complejos de conceptos que son los hechos o fenómenos.

Así pues, los conceptos o ideas existen y son plenamente reales, porque son autónomos e independientes de cualquier fenómeno, sea físico o psíquico. Podemos dar un paso más y defender un “realismo extremo”, que consiste en sostener que lo que, en verdad, no tiene existencia o realidad (precisamente por el criterio de autonomía) es lo inmanente, es decir, lo fáctico, sea físico o psicológico. Si “desapareciesen” los conceptos o ideas no nos quedaría nada. Para nosotros, repito, no existe más que un complejo de conceptos o ideas. Lo que escape a eso es inescrutable (y nadie tiene derecho racional a afirmar que existe algo así). Puesto que no podemos aislar y, por tanto, para nosotros no hay ningún elemento gnoseológico que no pertenezca al ámbito de lo conceptual (ideal, universal…), podemos afirmar que no existen más que ideas, universales. Entre ellas, las ideas de Espacio y Tiempo, y cuantas ideas contienen índices espaciales y temporales. Hasta el elemento presuntamente más concreto (el deíctico “esto”) es un universal (como ya se ha dicho muchas veces –por ejemplo, Hegel-).

Las ideas tienen (casi) toda la autonomía o independencia que se pueda desear. Si suponemos que el criterio de existencia plena o realidad es la independencia conceptual, las ideas no sólo son reales sino que son más reales que lo inmanente, e incluso, podría decirse, lo único real. Si se quiere postular otro criterio ontológico, que se diga cuál y se argumente su pertinencia.

En honor a la verdad (o, a la sinceridad) creo que hay un sentido en que las ideas no son plenamente autónomas (de ahí el “casi” del párrafo anterior). Las ideas están interrelacionadas, de manera que se definen unas por otras (aunque no todas por todas, sino unas –las “inferiores”- a partir de otras –“superiores”-). Esto las hace no plenamente independientes. (Por supuesto, este es un problema que afecta, a fortiori, a todo lo inmanente o fáctico, puesto que lo hereda de lo ideal). En sentido estricto, las esencias no tienen una completa individualidad. Pero una completa individualidad sólo podría tenerla, lógicamente, una única sustancia (el ser de Parménides, el Deus sive Natura de Spinoza, lo Verdadero de Frege, y equivalentes). Pero, sin ser absolutamente individuales e independientes, las ideas son lo más individual e independiente que se puede concebir, dentro del ámbito de lo múltiple y relativo.

martes, 22 de marzo de 2011

Veritas veritatis

Seguramente no hay ningún aficionado a la filosofía que no sepa que fue un gobernador de provincia romano, llamado Pilatos, quien preguntó por primera vez “¿Qué es la verdad?” (Y lo preguntó como respuesta a la respuesta del que dijo ser la Verdad misma). Lo que quizá mucha gente no sepa es lo que hablaron Pilatos y uno de sus guardias personales, una vez que los soldados se llevaron a la Verdad al calabozo. (He traducido como he podido la cinta, en latín sureño):

Se oye a Pilatos quedarse pensativo y, al rato decirle a su guardia:

-¡Eh! ¡Tú!
-¿Yo?
-Sí, tú. ¿Tú no eras griego?
-Si, señor.
-Entonces tienes que saber algo de esto… Acércate. Verás, ¿has oído lo que le he dicho al judío? Aunque se lo he dicho sin pensarlo, la verdad es que… me he quedado pensando: ¿qué dicen los filósofos que es la Verdad?
-Señor, esto es muy discutible y discutido…
-No te hagas el interesante, y dímelo en tres o cuatro palabras.
-Bueno… yo diría que la verdad es la propiedad que tiene una aserción cuando es adecuada según los criterios epistemológicos adecuados.
-¿¡Qué!? No me hables en griego, háblame en cristiano, quiero decir, en romano, aunque necesites más palabras.
-Quiero decir que un pensamiento es verdadero si es correcto.
-¡Muy bien! Ya puedes irte. No, no, ven. Explícamelo un poco mejor. ¿Qué quiere decir eso de que es correcto?
-Tiene que haber, creo yo, algunas normas de lo que es verdadero.
-¿Unas normas? ¿Por encima de la ley de Roma? ¿Y si me invento yo otras?
-Me temo que ni siquiera usted y el emperador están sobre la ley de la Verdad.
-Bueno, ya hablaremos de eso otro día. ¿Y cuáles son esas normas de la verdad?
-Yo creo que todo el mundo, incluidos también algunos filósofos, cree que la norma principal es que los pensamientos se atengan a como son las cosas.
-Creo que te entiendo. Vamos a ver: imaginemos que yo tengo algo en mi mano, una moneda, por ejemplo. Si digo que tengo una moneda en mi mano, digo la verdad. Pero si digo que esta moneda es para ti, estoy mintiendo. ¿No es así?
-Así es, señor. Eso es lo que todo el mundo entiende: la verdad es cuando hay una correspondencia entre lo que pienso y lo que realmente pasa.
-¿Ves? No es tan difícil. ¡Anda!, tráeme otro problema filosófico.
-Señor, si me permite que se lo diga: no es tan fácil.
-¿Por qué?
-Conozco un hombre, amigo mío, que vive en un chalecito cerca de Corinto, que preguntaría: ¿cómo sabes que estás comprobando que lo que piensas se corresponde con lo que realmente pasa?
-¿¡Qué dices!? ¿Crees que estoy ciego?
-No, no es eso. Se trata de… ¿cómo sabes que ves lo que ves?
-Con los ojos de los ojos, ¿no te digo? ¡Que te compre quien te entienda! ¡Explícate!
-¿Cómo puedo comprobar que un pensamiento se corresponde con una realidad? Las dos cosas están en mi mente, así que, realmente, estoy comparando un pensamiento con otro. No puedo salir de nuestra mente.
-De donde no puedes salir es de palacio, sin mi permiso.
-¿Cómo se, por ejemplo, que realmente hay una moneda en su mano? Solo puedo saber, como mucho, que creo verla.
-¿Y qué más quieres?
-Cierto, señor. Para quien sólo esté interesado en explicar lo que ve (o sea, lo que cree que ve), ya tenemos suficiente.
-¿A quienes te refieres?
-A todo el mundo, por ejemplo a los artesanos. Para ellos, comprobar lo que creían que iban a ver con lo que creen que ven, es el final del viaje.
-O sea, que a todo el que se dedica a algo productivo, le basta con decir que la verdad consiste en que lo que uno cree se corresponda con la realidad, y sólo no sirve esa respuesta para los que no se dedican a nada…
-Para los que no se dedican a nada, salvo a pensar, eso es, señor.
-¡Tenéis respuesta para todo, hijos de la gran Hélade! Sigue hablando.
-El problema es que puede haber muchas maneras de representarse en la cabeza lo que ocurre fuera de ella. Unos creen que hay espíritus en las piedras, y que hablan con ellos; otros creen que ni siquiera en las personas hay espíritu (aunque siguen hablando con ellas); ni siquiera los físicos dicen siempre lo mismo que nosotros ni que ellos mismos. Así que ¿cuál de esos pensamientos es verdadero?
-¿¡Me tomas por idiota!? ¿Quieres decir que si creo que el judío pacifista está aquí todavía puedo estar tan en lo cierto como si lo niego? ¿No me has dicho antes que ni yo estoy por encima de la ley de la verdad?
-Muy bien visto, señor. ¿Por qué no se dedica usted a la filosofía?
-Una persona respetable sólo puede hacer esto a ratos y sin que nadie se entere. Por cierto, como se te ocurra contar a alguien esta conversación…
-No se preocupe, señor. Aunque, nunca puede uno estar seguro de que no te esté escuchando alguien que tenga un blog.
-Bueno, sigue.

-Sigo. Como usted decía, parece que no todo lo que pensemos va a ser verdadero. Pero sí que puede haber diferentes maneras coherentes. ¿Cómo podemos saber cuál es la mejor, o sea, que pensamiento es verdadero? Muy fácil, dicen algunos filósofos de estos tiempos (algunos de ellos viven en la capital del imperio): el pensamiento que nos resulte más útil, ese es el más verdadero.
-¿Esa teoría es de algún judío? Porque las gentes de aquí, según se dice, aprecian mucho el dinero.
-No, señor, es una teoría universal, como el aprecio al dinero.
-Total, que la verdad es lo útil. Está muy bien. Y… ¿útil para qué?
-Útil para lo que uno se proponga. Por ejemplo, para sobrevivir. Cada animal cree verdaderos los pensamientos que le permiten cazar, aparearse y esconderse a dormir.
-Entonces, si a los seguidores del judío ese, les resulta beneficioso para su vida creer que él es el hijo de Dios, ¿es que es verdadero para ellos?
-Claro, para ellos.
-Aunque, por otra parte, como me los voy a cargar, les voy a demostrar que estaban equivocados… Eso sí, no se van a enterar, y no podrán salir de su error, sólo podrán salir del mundo. Quizá sea buena esa idea: que la verdad es lo útil.
-Ahora bien, dice ese conocido mío de Corinto, ¿cómo sabes que estás comprobando que tus creencias te resultan útiles?
-¿¡Cómo!? ¿Por qué eres tan hábil en liar las cosas?
-Si yo creo que hay una moneda en su mano, para saber si es verdad tendré que sacarle la utilidad, o imaginármela.
-Si esa utilidad es robármela, ni te la imagines, o te vas a tener que imaginar de compañero de calabozo del judío.
-Comprobaré la utilidad de mi creencia si, por ejemplo, le pido que abra la mano y resulta que había una moneda.
-Sí, y confórmate con eso.
-Pero, dice mi amigo cuando llegamos a este punto de la conversación, ¿qué hemos ganado con eso?
-¡Ya! Has dicho antes que no puedo estar seguro de lo que veo…
-Muy pero que muy bien recordado. Si no puedo estar seguro de lo que veo, no puedo comprobar que lo que creo es útil. Así que el criterio de utilidad, o bien es inútil, o bien se reduce al de comprobar la correspondencia de mis pensamientos con lo que pasa.
-Entonces volvemos a donde estábamos.
-Eso es.

-¿Y si la verdad, dicen algunos, consiste sólo en que unas creencias no se peleen mucho con otras? Ya hemos dicho que ciertos juegos no admiten dos movimientos a la vez. A esto se le llama Coherencia.
-¿Coherencia? Yo no voy a compartir mi herencia con nadie.
-Siento llevarle la contraria, pero tanto usted como el gobernador de Egipto han coheredado del emperador sus gobiernos. Y ninguno de los dos puede gobernar en la provincia del otro.
-Eso es verdad (¡y mí me ha tocado esta provincia desértica!).
-Pues, con la verdad pasa lo mismo: puesto que parece que no se la puede encontrar comparando pensamientos con realidades, sino pensamientos con pensamientos, quizá consista sólo en la coherencia entre pensamientos.
-Ya me huelo que ese amigo tuyo de Corinto tendrá algún pero que ponerle a esto.
-Es que, como él dice que decían hace ya quinientos años unos filósofos griegos del sur de Italia, lo único que es coherente es uno consigo mismo.
-Ni siquiera uno consigo mismo.
-Eso es, ni siquiera. Y, aunque uno se ponga menos melindroso y crea que puede haber sacos de cosas coherentes entre sí, tendrá que aceptar que puede haber diferentes sacos, o sea, diferentes juegos con diferentes reglas, de manera que, aunque dentro de cada juego sea necesario respetar las normas, eso no quiere decir que haya la Verdad, una y con mayúsculas, como dice el judío. Existiría la verdad en este juego, la verdad en aquél, etc.
-¡Eso es anarquismo!
-Y ¿qué hay fuera, más que la tiranía…? -dicen ellos-
-¡Te estás tomando muchas libertades con eso de ser griego!
-La verdad, entonces, no sería más que la asertabilidad garantizada, de acuerdo con criterios internos a un sistema epistémico dado.
-¡Te he dicho que hables como los dioses mandan!
-Quiero decir que… “cada loco con su tema”.
-Pero, vamos a ver: ¿entonces, también la palabra ‘verdad’ significa diferentes cosas en diferentes pensamientos o maneras de pensar?
-No…, creo que debe de significar… lo mismo.
-¿Lo mismo? ¿En qué sentido?
-¿Quién lo sabe?

-¿Entonces, qué solución hay? ¡Más te vale que me des una respuesta clara!
-Hay personas, y también filósofos, que conocen una buena estrategia para deshacerse de un asunto embarazoso.
-¿De qué estrategia hablas?
-De negarlo.
-¿Y cómo se hace eso?
-Se trata de restarle importancia a lo que no entendemos bien. ¿La muerte? ¡Bah! Eso no es problema: si no piensas en ella, no existe. ¿La verdad?, ¡no es problema!, ¿quién la necesita? Al fin y al cabo, decir que “es verdad que en su mano hay una moneda” no es más que decir que “en su mano hay una moneda”. ¿Lo ve? Sobra “la verdad”.
-Es un ahorro. Pero, entonces, ¿para qué la hemos inventado, la verdad? ¿Fue algún griego, de Corinto o de Atenas?
-Me temo que no, que hasta los judíos la usaban antes de que nos ocupásemos de ellos (o sobre ellos).
-Deja de hacerte el gracioso. ¿Para qué la hemos inventado, te pregunto?
-Para abreviar, quizá.
-Pero ¡si lo que hace es alargar y necesitar más saliva!
-Estoy completamente de acuerdo, señor. Yo no creo que la palabra verdad sea un adorno, y sigo diciendo que la verdad es la característica que tiene un pensamiento cuando es correcto, o sea, cuando está de acuerdo con la realidad, con lo que existe. Quizá nos sobraría la palabra verdad si todo lo que pensásemos fuese verdad. Lamentablemente, no todo lo que pensamos o decimos es correcto. Y a veces cuesta mucho llegar a ver, o a creer, que un pensamiento es verdadero. Así que no es lo mismo decir “hay una moneda en su mano” que “es verdad que hay una moneda en su mano”.
-Lo veo. No tienes nada de tonto, la verdad.
-Eso es lo que pasa con otra palabra de la que se ocupan mucho los filósofos, incluso fuera de Grecia: existir. Aunque algunos de ellos dicen otra cosa, yo creo que no es lo mismo decir “Godofredo” que “Godofredo existe”.
-¿Quién es ese Godofredo?
-Es sólo un nombre, de algún personaje del futuro, que usan los filósofos para decir “cualquiera”.
-¡Ah!, bien. Sigue.
-Cuando digo Godofredo no me comprometo con que exista. Por eso tiene sentido decir “¿existe Godofredo?”, o “Godofredo no existe”. Pero no tiene sentido decir “No existe existe Godofredo”.
-A través de las gárgaras, creo que te he entendido. ¿Y?
-Pues que eso mismo pasa con la verdad, pero referida a pensamientos y no a cosas (como se refiere ‘existe’). Así que lo único de lo que estoy seguro (creo) es de que la verdad es la propiedad que tienen los pensamientos cuando son correctos. Y son correctos cuando se atienen a las leyes de la verdad. Aunque también hay filósofos que dicen que la Verdad es una característica de las cosas mismas, y no sólo de los pensamientos. Hay un filósofo de los bosques boreales, un bárbaro godo, que dice que, según mis antepasados griegos, la verdad es desocultamento del ser, pero que esa verdad, precisamente, se oculta cuando en lugar de pensar en el ser pensamos en los entes, o sea, en las cosas.
-¿Y tú sabes desocultar ese pensamiento de ese bárbaro?
-No estoy seguro. Podemos dejarlo para otro día.
-Mejor, sí: para las calendas griegas.
-Pero, ya que no has tenido a bien darme una respuesta a lo que amablemente te he pedido, ¿serías capaz al menos de explicarme por qué los filósofos no están de acuerdo en esto ni en nada?
-No lo sé, señor. Ni siquiera se si no están de acuerdo en nada.
-Pues yo te lo voy a decir: porque se les acabaría la manera de matar el tiempo, y de aburrir a los demás.
-Quizá, señor.
-¡No se yo si voy a crucificar a la persona correcta! Voy a proponerle a este pueblo de necios si no prefieren que me cargue a Barrabás el filósofo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

La ficción del ficcionalismo, o de la (mera) concepción conceptualista

-Pero, Parménides –replicó Sócrates- ¿no será cada una de las Ideas un pensamiento sobre ellas, que no puede acontecer en ninguna otra parte sino en las almas? De esa manera, cada una de las Ideas sería una unidad y ya no sucedería lo que acabamos de decir.
-¡Y qué! –dijo Parménides-. Cada uno de estos pensamientos es “uno”, pero ¿es un pensamiento de nada?
-Eso es imposible –respondió.
-¿De algo, entonces?
-Sí.
-¿De algo que es o que no es?
-De algo que es.
-¿Y de algo uno, que el pensamiento piensa que está presente en todas las cosas, como siendo un cierto carácter singular?
-Sí.
-¿Y no será entonces una Idea eso que es pensado como uno, como una identidad siempre presente en todas las cosas?
-Parece necesario.
-¿Y entonces, qué? –dijo Parménides-. Puesto que dices que las cosas participan de las Ideas, ¿no te parece necesario que cada cosa esté hecha de pensamiento y todas piensen, o bien que siendo pensamientos no piensen?

(
Platón. Parménides 132b-c)

Desde que el hombre se planteó el problema de cómo logramos pensar las cosas mediante conceptos o términos que tienen una validez universal y no concreta, se cayó en el laberinto de explicar qué relación hay entre esos conceptos (ideas) y la realidad.
Por parte de quienes quieren mantener a toda costa que realidad no hay más que la que se nos presenta en los sucesos particulares y contingentes, espacio-temporales, que llamamos hoy fenómenos naturales o físicos, parece haber sólo dos respuestas. Una de ellas, la más extrema, el Nominalismo, dice que no hay tales ideas, sino que son meros signos, es decir, sucesos espacio-temporales o naturales, que “significan” a otros naturales.
La otra respuesta, no logrando tragar el nominalismo, ha intentado siempre (y seguirá intentando, hasta el final de los tiempos y la llegada del Juicio) conservar los conceptos, pero segregándolos de la realidad, o sea, según ellos, de lo natural o físico. Los conceptos son “meras” pseudo-entidades mentales (dando por supuesto que la propia mente no es una cosa, sino una pseudo-cosa), ficciones útiles.

Es un verdadero prodigio que algo que no existe en cuanto tal, tenga la capacidad de proporcionar conocimiento; que una ficción resulte útil.
A esto hay que añadirle que, puesto que nadie ha sabido encontrar algo así como un suceso o un fenómeno que no consista en una intersección de conceptos universales, es decir, que nadie ha encontrado jamás un fenómeno puro (aconceptual), todo nuestro conocimiento ha de ser, según esta alternativa, un ensamblaje de ficciones o pseudo-entidades.

Hay, pues, por lo menos dos problemas muy gordos para el Conceptualismo (o ficcionalismo):
- No puede entenderse cómo entidades que no tienen ninguna relación formal con las cosas mismas, pueden ayudarnos a conocerlas.
- No se evita el problema ontológico diciendo simplemente que los conceptos no son ni entidades naturales ni entidades reales de otro tipo. Se nos debe una explicación sobre el estatus ontológico. Con llevárselas al limbo de los meros conceptos no gana uno nada. Este problema lo tienen filósofos muy diferentes: por ejemplo, ¿qué es exactamente el Sujeto Trascendental de Kant? ¿Y el Lenguaje del que hablan los filósofos del "lenguaje"?


lunes, 14 de marzo de 2011

Puntos críticos, I


La tesis "negativa" principal de la Crítica de la Razón pura de Kant, es que no es posible, para nosotros, seres finitos, un conocimiento de objetos que esté más allá de todo posible contraste empírico (o sea, la Metafísica). El lado “positivo” es que podemos tener conocimientos universales y necesarios, como los que parece que constituyen la Física. Si todo esto es válido, quedan separadas la legaliformidad y la sustantividad ontológica. Lo universal sería un aspecto meramente formal o “vacío” de la teoría, sin importe ontológico.
Es interesante observar el caso de Kant porque de diferentes maneras otros (por ejemplo, muchos positivistas) han intentado una separación similar, entre el aspecto lógico-sintático-“meramente”-formal, y el aspecto sustancial que sería empírico.

La tesis (“negativa”) principal de la Crítica de la Razón pura se alcanza mediante la siguiente argumentación:

(1) Estamos en posesión de verdades universales y necesarias (todas las referidas al Espacio y al Tiempo en sí mismos, o sea, la Matemática; y todos los principios y leyes de la ciencia natural). Esto es un hecho (un factum) de nuestra ciencia. (llamemos a esto el momento de “RACIONALISMO” moderado en Kant.)
(2) Toda nuestra intuición (o sea, nuestro contacto inmediato con las cosas) es sensible. No hay, para nosotros, otro tipo de intuición o contacto directo con lo que es en sí mismo. (EMPIRISMO –“moderado”-).
(3) La información sensible no puede proporcionar universalidad y necesidad.
(4) Luego (por (2) y (3)) la universalidad y necesidad del conocimiento no nos viene de las cosas en sí mismas.
(5) Pero en el conocimiento no están implicados más que el Sujeto y la Cosa.
(6) Luego (por (4) y (5)) la universalidad y necesidad del conocimiento procede del Sujeto. (SUBJETIVISMO)
(7) Pero el sujeto particular o psicológico es un simple objeto sensible o fenoménico (de la “sensibilidad interna”).
(8) Luego la universalidad y necesidad del conocimiento procede de un Sujeto Universal, no empírico (IDEALISMO, NO-PSICOLOGISMO)
(9) Pero (por (2)) siempre es necesaria una base empírica para que los conceptos-funciones universales y necesarios tengan aplicación.
(10) Luego, la universalidad y necesidad es cosa de la Subjetividad Trascendental (ni inmanente –empírico-psicológica- ni trascendente –espiritualista-). (IDEALISMO TRASCENDENTAL): la Sensibilidad pura (espacio y tiempo) y los Conceptos puros, son ideal-trascendentales, condiciones de posibilidad, no conocimiento (en sí, están vacíos).
(11) Luego la Metafísica (presunto saber de objetos más allá de toda sensibilidad) es imposible.

Discutiré algunos de estos puntos. Demos por válidos los puntos 3 y 5: si todo nuestro conocimiento dependiese de la intuición sensible, entonces la universalidad y necesidad serían subjetivas.

Hasta llegar a 9 (o sea, a que hace falta algo externo que “hiera” nuestra sensibilidad y ponga en movimiento nuestra capacidad a priori meramente formal de pensar) Kant no puede rechazar la metafísica. De hecho, según como se interprete el requerimiento empirista, cualquier metafísico aristotélico (tomistas, etc.) estaría matizadamente de acuerdo. También estos rechazan cualquier argumento metafísico a priori (el “ontologismo”): nuestro conocimiento debe partir de la sensibilidad. Pero no exigen que toda entidad que se postule para explicar (causalmente) los hechos materiales haya de ser también empírico-material. La exigencia de Kant es mucho más radical: la noción de causalidad sólo es aplicable entre fenómenos, así que preguntarse, por ejemplo, por una causa de todo lo material es dar un salto al vacío.

Veamos el punto (1): según Kant, estamos en posesión de conocimientos universales y necesarios (por ejemplo, toda la matemática, o, por poner un ejemplo del entendimiento “más común”, el principio de que todo efecto tiene una causa. Según se dice en el parágrafo 14, este hecho (Factum) prueba que la teoría empirista de la causalidad (la de Hume) es falsa, inadecuada para explicar ese hecho.

Pero, podría decirse, ¿cómo va a ser un “hecho” o factum que hay necesidad y universalidad en algunos de nuestros pensamientos? ¿No son incompatibles las nociones de “hecho” y “necesidad”? ¿No es “el hecho de que hay necesidad y universalidad” o bien un anacoluto o bien un uso metafórico (no empirista) de ‘hecho’?

El empirista más radical (y consecuente) diría que, efectivamente, la necesidad y universalidad es un mero factum (por ejemplo, así diría Mill), pero que, precisamente por eso, no existe necesidad más que como el fenómeno psicológico (empírico, fenomenológico) del sentimiento de una gran certeza que acompaña a algunas de nuestras representaciones. Porque un hecho, entendido en el sentido empírico (asumido incluso por Kant, al menos tácitamente) es un evento localizado espacial y temporalmente, por lo que sólo puede ser un fenómeno.

Así que “hecho” (factum) tiene que estar siendo utilizado por Kant, aquí (como en otros lugares –recuérdese el Factum de la razón práctica-) de una manera traslaticia.

Seguramente Kant quiere decir que la universalidad y necesidad es una “parte” o “aspecto” de toda representación matemática o científica en general. Pero, si eso es así, eso no puede probarse en virtud de un Factum o Hecho, salvo que se pueda aplicar el concepto de Hecho a algo que no es ya una experiencia sensible, sino un aspecto formal o trascendental. Y esto introduciría un analogismo en el concepto de Factum o Hecho.

Al conocimiento (si lo es) de que hay universalidad y necesidad no se puede llegar mediante una experiencia “fáctica”, sino en todo caso, a partir del análisis de la experiencia. Pero entonces la universalidad y necesidad no será nunca un hecho (en el sentido básico de “hecho empírico”), sino otra cosa. Pero si podemos aceptar el uso de ‘hecho’ para conocimientos no directamente empíricos, ¿seguirá siendo cierto que sólo poseemos una intuición sensible? El problema es, ¿cómo captamos las formas? Una cuestión es si, para llegar a ellas, tenemos que empezar por hechos físicos (lo que sería una cuestión meramente psicológica) y otra es si hay hechos objetos de intuiciones no empíricas (que es la cuestión epistemológica o lógica en sentido trascendental).

(Continua en otra entrada)

jueves, 10 de marzo de 2011

La epistemologización del naturalismo



Voy a argumentar que el Naturalismo epistemológico es una teoría insostenible, porque incurre en contradicción.

Para ello, tomaré la versión que en La búsqueda de la Verdad, ofrece el que es, a mi parecer, el más sagaz de los filósofos naturalistas, W. V. Quine.

¿Cómo somos capaces, empieza preguntándose Quine, de pronosticar el futuro a partir de estímulos acumulados? Este es, a su juicio, el tema de la epistemología. Aunque también nos informa de ello, en parte, la psicología.
Hay, sostiene Quine, ciertas oraciones, las Oraciones Observacionales, que están asociadas directamente a estímulos que suscitan la respuesta afirmativa intersubjetiva. (El requisito de la intersubjetividad, dice Quine, es el que hace de la ciencia algo objetivo). Vista holofrásticamente (esto es, como un todo ligado a condicionamiento) la oración observacional está libre de teoría, aunque, vista desde un punto de vista analítico (palabra por palabra), se cargan, retroproyectivamente, de teoría.
Las oraciones observacionales (“llueve”, “ladra (hay ladrido)”) están conectadas con las no observacionales mediante los términos, pero los términos sólo se aprenden en el contexto de la oración. En este momento primario, oracional, no hay lugar a la reificación, a la ontología.
Después surge la categoría de las oraciones “categóricas observacionales”, que tienen la forma “siempre que ocurre tal, ocurre cual”, unión de dos oraciones observacionales. Este es el puente que lleva de la observación a la ciencia. No se refuta una categórica observacional, sino toda la teoría. Seguimos, en esa labor, la máxima de la mutilación mínima: cambiar lo menos posible el conjunto.

Hasta aquí, la respuesta epistemológica de Quine al problema de la ciencia. Ahora viene la parte meta-epistemológica, o sea, la que aborda la cuestión de qué lugar ocupa la propia epistemología, y su relación con (el resto de) la ciencia.
La ciencia, afirma Quine, no se fundamenta desde otro lugar. Esto es lo que significa la naturalización de la epistemología. Sin embargo, cree Quine, con esto no se acaba con lo normativo, sino que solo se lo convierte en un capítulo del discurso tecnológico: la tecnología de la predicción de estímulos sensoriales. La norma es la misma que en el resto de la ciencia, nihil in mente quod non prius in sensu. Este mismo principio, recalca Quine, es un descubrimiento científico, pero tiene luego valor normativo al precavernos contra telépatas y cosas parecidas.
Ahora bien, dice Quine, no hemos de considerar normativa la afirmación de que las predicciones son las aduanas a la ciencia. Se trata, más bien, de la definición de un cierto “juego de lenguaje”, el de la ciencia. La predicción es a la ciencia lo que los goles son al futbol.
Por otra parte, dice Quine, el juego de la ciencia no está circunscrito al ámbito de lo “físico”. La telepatía es una opción, si cuenta con muchas evidencias favorables. En ese caso, hasta el empirismo podría ser arrojado por la borda: toda ciencia es falible.
La credencial seguiría siendo la eficacia en la predicción de estímulos sensoriales.
Puede haber otros “juegos de lenguaje”, diferentes a la ciencia, como la poesía, pero no aspiran a la verdad.

Voy a dejar a un lado asuntos, que me parecen más que discutibles, como, por ejemplo, que la “intersubjetividad” de soporte a la objetividad. Quiero argumentar que el naturalismo epistemológico (o teorético) es inadmisible.

En resumen, la posición naturalista profunda (como en la versión de Quine) se puede reducir a los siguientes puntos:



  • La ciencia es la técnica de predecir estímulos sensoriales. Las predicciones son “los goles de la ciencia”. Lllamemos a esto “Senso-predictivismo”.

  • El discurso normativo es parte del discurso científico, la parte “tecnológica”, concretamente la tecnología de predecir estímulos.

  • El Empirismo (o sea, la tesis de nihil in intelectu…) es una hipótesis científica más, falsable desde el criterio senso-predictivista.

  • La ciencia, por tanto, no está comprometida con el Empirismo: si la telepatía acumulase muchas predicciones, sería una hipótesis científica respetable.

  • La ciencia tampoco está comprometida con el fisicismo, es decir, con la tesis ontológica de que todo lo que “hay” es de naturaleza física. Si la ciencia se viese llevada a postular entidades mentales, o números, etc., habría que admitir esas entidades.

  • La ciencia es el único “juego de lenguaje” de tipo veritativo respetable. Llamemos a esta tesis “Naturalismo”.

Lo que define, verdaderamente, a la Ciencia no es, pues, ni el empirismo ni el fisicismo (ambas “hipótesis” podrían ser falsas, sin que dejara de haber ciencia), sino el senso-predictivismo, o sea, la capacidad de hacer predicciones de estímulos sensoriales intersubjetivos.
El Naturalismo (epistemológico) es la tesis de que todo discurso teórico, es decir, con pretensiones de verdad, es de naturaleza científica, es decir, sometido al criterio senso-predictivo. Las oraciones que no pueden hacer predicciones de estímulos sensoriales no son ciencia ni, por tanto, conocimiento legítimo alguno.
Ahora bien, es obvio, que el la(s) oracion(es) que expresan el criterio de lo que hay que considerar ciencia, o sea, el senso-predictivismo, no puede ser parte de la ciencia, porque no es falsable: no podría ser abandonado sin que, con ello, dejase sencillamente de haber “ciencia”. La capacidad de predecir estímulos sensibles intersubjetivos es lo que define a (la esencia de) la Ciencia, así que no puede ser una cuestión “interna” a ella.
¿Qué pasaría si los científicos dejasen el día de mañana de atenerse al criterio senso-predictivo y decidiesen atenerse a otros criterios como su intuición intelectual o su fe? ¿Qué tendría que decir aquí el naturalista?
-Por una parte, la naturalización de la epistemología les exigiría atenerse a lo que estén haciendo los científicos, y no a pretender situarse en un lugar superior desde el que legislar qué es buena ciencia y qué es mala ciencia o no es ciencia en absoluto.
-Pero, por otra parte, es evidente que así no se podría trazar frontera alguna entre ciencia y cualquier otro tipo de discurso o “juego de lenguaje”, así que, no lo dudo, el naturalista cientificista diría que los que se atienen a criterios no senso-predictivos no son realmente científicos.


Entonces resulta evidente que el naturalismo es a priori y completamente normativo. Y no es una normatividad interna a la ciencia, sino previa, constitutiva, imposible de someter a los propios criterios de la ciencia. Luego es evidente que el naturalismo no explica toda proposición con pretensiones de validez teórica, porque, para empezar, no se salva a sí misma. Hay un elemento irreduciblemente normativo y a priori en cualquier discurso, que no se puede someter al criterio senso-predictivo sin contradicción.


Lo enigmático es que Quine considere no-normativo al criterio senso-predictivo. Es más bien, dice, una definición del juego de lenguaje que es la ciencia. Pero ¿qué quiere decir eso? Es obvio que es una definición completamente a priori, que discrimina normativamente qué hay que considerar ciencia y qué no.
Quizá uno se vea tentado a sostener que la definición de un juego de lenguaje no es una proposición que pueda ser verdadera o falsa. En ese caso, la proposición “Ciencia es lo que se produce senso-predicciones” no sería ni verdadera ni falsa. Creo que es difícil encontrar atractiva esta opción (aunque me imagino que para los wittgensteinianos será de lo más natural –no digamos para otros relativistas “peores”-).

Además de todo esto, hay que añadir que cuando Quine, por ejemplo, delimita el “juego de lenguaje” de la “ciencia”, no da un solo argumento (ni podría darlo) para demostrar que ese es el único juego veritativo. Tal como la Ciencia sería el juego de lenguaje veritativo senso-predictivo, la Metafísica podría ser, por ejemplo, el juego de lenguaje veritativo racio-completo, o la ciencia introspectiva podría ser el juego de lenguaje veritativo interno-predictivo (que predijese experiencias de fenomenología primo-personal), etc.

En conclusión, el naturalismo epistemológico, ni explica todo el conocimiento que la propia tesis naturalista implica, ni excluye que haya otros tipos de conocimiento respetable.

jueves, 3 de marzo de 2011

Existir y ser Real (la teoría metaontológica de Kit Fine)

Quise indagar luego otras verdades; y habiéndome propuesto el objeto de los geómetras, que concebía yo como un cuerpo continuo o un espacio infinitamente extenso en longitud, anchura y altura o profundidad, divisible en varias partes que pueden tener varias figuras y magnitudes y ser movidas o trasladadas en todos los sentidos, pues los geómetras suponen todo eso en su objeto, repasé algunas de sus más simples demostraciones, y habiendo advertido que esa gran certeza que todo el mundo atribuye a estas demostraciones, se funda tan sólo en que se conciben con evidencia, según la regla antes dicha, advertí también que no había nada en ellas que me asegurase de la existencia de su objeto (Descartes, Discurso del método, parte IV)

¿Qué quiere decir Descartes con “la existencia del objeto” de los matemáticos? ¿Qué es lo que preguntamos cuando preguntamos si existe, realmente, el triángulo, o el espacio?
Varios autores, recientemente, han rechazado el análisis “quineano” de la existencia, según el cual, decir que existen los números es equivalente a decir que hay algún objeto que tiene la propiedad de ser número. Uno de estos autores es Kit Fine.
Cuando pregunto si existen, en realidad, los números, ¿qué estoy preguntando? Según la versión quineana, estoy preguntando “si hay números”, o sea, si alguna cosa es tal que es un número. Además, la mayoría de los filósofos quineanos, no admiten que se pueda usar el cuantificador “existencial” (el “hay”) de manera irrestricta o no restringida a un ámbito concreto. Según ellos, la cuestión de si existen los números, es una cuestión matemática (interna, en el sentido de Carnap). Existen los números si los matemáticos necesitan postularlos, es decir, introducirlos en las variables ligadas.
Lo malo de esta respuesta, dice Fine, es que convierte el asunto (de la existencia de los números), de interesante, en trivial, y de filosófico (ontológico) en científico:

  • Lo convierte en trivial porque, dado que hay un número tal que es mayor que 2, es obvio que hay números, en el sentido matemático.
  • Pero ¿es esa toda la cuestión cuando nos preguntamos si existen los números? Desde luego que no. La cuestión de si existen los números, o los electrones, va más allá del hecho de que la matemática o la física postulen esas entidades en sus respectivos ámbitos.
Así que, cree Fine, la existencia no está bien explicada de esa manera. La teoría quineana se basa en un doble error:
  • hace la pregunta equivocada, confundiendo una cuestión ontológica (filosófica) con una cuestión meramente científica
  • y da la respuesta equivocada, apelando a factores filosóficos para responder a un problema intracientífico.

Un ejemplo, dice Fine, puede ilustrar la confusión. Imaginemos un realista de las integrales. Frente a un realista de los números naturales, observa Fine, el primero tiene un compromiso ontológico más fuerte (pues implica que existen los naturales). Sin embargo, desde un análisis cuantificacional su posición es la más blanda o menos comprometida, puesto que sólo afirma que existe al menos una integral (lo cual no implica que exista número natural alguno), mientras que el partidario de los naturales afirma que existe al menos un natural, lo que sí implica que exista un integral (pues todo natural es un integral, pero no a la inversa).

El compromiso con las integrales es universal, no existencial. Nos comprometemos con todas las integrales, con cada una, no con alguna, cuando decimos “existen integrales”. O sea, no hay que analizarlo como “hay un x tal que I(x)” sino como “(x) I(x) --> E(x)” donde E es el predicado existir. ‘Existe’ debe ser tratado como un predicado, más bien que como un cuantificador. Si aceptamos esto, las anteriores dificultades desaparecen.

Pero entonces aparece otra, reconoce Fine, y que fue una buena razón para la lectura cuantificacional. ¿Qué es lo que es significado por el ‘existe’? Según Fine, al decir que un número existe no estamos diciendo que hay algo que es idéntico a él, sino que estamos diciendo algo acerca de su estatus como constituyente genuino del mundo. Mejor sería decir que el realista de los números está comprometido con la “realidad”, más que con la existencia, de los números. Así que habría toda una gama de posiciones entre afirmar que tiene cierta propiedad, F, pero que no es real, y que hay algo que F que sí es real.

Las teorías del realismo y el antirrealismo no están, entonces, bien descritas según la manera actual de hacerlo. El científico no se está comprometiendo con una posición realista cuando dice que hay electrones, o el matemático cuando dice que hay números.
Las incursiones en la semántica de los cuantificadores son irrelevantes para la ontología. Por supuesto, se puede usar el cuantificador en temas ontológicos (diciendo que hay tal o cual tipo de seres que son reales) pero esto no introduce una diferencia especial con otras disciplinas. La ontología trata de qué es real.

Pero ¿cómo clarificar este concepto? “Realidad” es un predicado que se atribuye a objetos. Puede expresarse, dice Fine, como operador, en una forma como “en realidad…” (existen números). Dado el operador Realidad, podemos ahora definir que “un objeto es real si, para cierta manera en que puede ser el objeto, es constitutivo de la realidad que es de esa manera”. La ontología tiene su casa, por así decirlo, en una concepción de la realidad.

Ahora podemos entender cómo la ontología forma parte de la Metafísica. La Metafísica trata de cómo son las cosas. Así, una metafísica completa debe determinar todas las verdades del tipo “en realidad…” Una metafísica completa debe, entonces, proporcionar una ontología completa, dado que los objetos de la ontología deben ser los que figuren en el lugar de los puntos suspensivos en “en realidad…”, y es plausible que sólo mediante la metafísica, es decir, determinando cómo los objetos son en realidad, se esté en posición de determinar la ontología.

Lo que es significativo de esta caracterización del compromiso existencial, observa Fine, es que requiere cuantificar dentro del alcance del operador realidad (Ex (…R[…x…]). Normalmente se entiende que, cuando se hace una ciencia, se adopta un punto de vista interno, pero que se puede adoptar, para hacer ontología, un punto de vista externo. Según la propuesta de Fine, lo que ocurre, en verdad, es de que en el primer caso se trata de alcance desde fuera del operador realidad, y en ontología se trata del alcance con el operador realidad. Por ejemplo, en el asunto de si existen los números, se puede, en primer lugar, considerar cada uno de los números como dados, desde un punto de vista interno, y preguntar después, cómo son las cosas desde un punto de vista externo.

Fine no ve manera de definir realidad en términos más claros. El intento de identificar lo más real con lo más fundamental no es válido, advierte: algo puede ser más fundamental pero no real. Tenemos, por lo demás, una intuición bastante aceptable de qué hay que entender por “realidad”. La teoría de Demócrito, de que no hay más que átomos en el vacío, es claramente inteligible, sea o no cierta. Esa teoría, atomista, es compatible, por ejemplo, con que Demócrito creyese que “hay” sillas y otros objetos. En ese caso querrá decir que las sillas no son nada más que átomos y vacío.

Fine, además, rechaza el intento de considerar a estos problemas como semánticos, o epistemológicos. Eso, dice, es un gran error metodológico. Una reflexión más cuidadosa nos puede hacer ver que nuestra intuición acerca de esas nociones metafísicas, es suficiente guía para usarlas. Intentar definirlas en otros términos sólo lleva a oscurecer los problemas ontológicos y sus posibles soluciones.

Así pues, de acuerdo con Fine, deberíamos decir que Descartes tenía pleno derecho a afirmar que, en ningún teorema matemático encontraba nada que implicase la existencia de sus objetos. Lo que Descartes buscaba, como él mismo nos advirtió, era una “certeza metafísica”, como la que sólo encontró, primero, en su propia existencia pensante, y, después, en la de un ser totalmente perfecto. Buscaba qué existe, en realidad, y no simplemente en qué puede pensarse (como los números, o los astros) sin que esté garantizada su existencia. Pero ¿qué era, entonces, lo que buscaba? ¿Qué criterios pueden conducir a la realidad, y no meramente a apariencias como las que se dedicaría a salvar la ciencia?