lunes, 18 de agosto de 2014

La metafísica, la filosofía analítica y la filosofía hermenéutica

Si entendemos por “metafísica” la indagación racional de la naturaleza última de la Realidad (del ser en cuanto ser y no de este o aquel tipo o ámbito de seres), ¿qué lugar ocupa y no tiene más remedio que ocupar ella, ahora y en el futuro, en el conocimiento humano?; ¿qué pensar de su pasada agonía, del siglo XVIII para acá, hasta su presunta muerte en manos de esos dos verdugos que habrían sido el positivismo predominantemente anglosajón y la hermenéutica predominantemente germano-franca?; ¿cómo hay que entender el innegable hecho de su “retorno”, desde hace ya décadas y cada vez con menos complejos, entre los filósofos analíticos? y ¿qué decir de que siga siendo rechazada, o al menos ignorada, en la filosofía europea, sobre todo en la más lejana de la analítica, la hermenéutica?

Creo que hoy podría resultar claro (más claro que nunca en los últimos tiempos) que:

  • la metafísica es, aunque problemática, inevitable: el “humano” (cualquier ser con determinado grado de consciencia) es un ser metafísico, y la desaparición de la metafísica solo es posible con la desaparición del humano (o vivos semejantes de otros planetas)
  • la diferencia entre los dos grandes modos de filosofar contemporáneos, filosofía analítica y filosofía hermenéutica, no es, desde luego (este es un error más bien vulgar), la diferencia entre filosofía positivista-antimetafísica y filosofía de-alguna-manera-continuación-de-la-metafísica: las dos maneras de hacer filosofía son antimetafísicas en un periodo y por unas razones histórico-filosóficas, pero no lo son por su naturaleza. No pueden serlo, pues son, mejor o peor, filosofía, y la filosofía es metafísica.
  • la pretendida superación de la metafísica se ha ido reconociendo progresivamente, sobre todo entre los filósofos analíticos (los hermenéuticos menos y menos conscientemente), como una quimera. La metafísica no ha sido ni puede ser superada ni abandonada ni sustituida por otra cosa.
  • la filosofía hermenéutica, en la medida en que ignora la metafísica o la considera solo una pieza de estudio histórico (no va a la cosa metafísica misma) camina hacia ninguna parte, gira en su propio bucle de interpretación de nada.


Desarrollo un poco estas ideas:

La metafísica se ocupa de la naturaleza última de la realidad. Esta cuestión tiene dos aspectos, diferentes pero absolutamente conectados (de forma dialéctica): qué es cada cosa o tipo de cosa (cuestiones de esencia) y qué existe realmente, o más realmente que otras cosas (cuestiones de existencia): qué es real o es solo aparente... Aunque, en cierto modo y según se ha dicho a veces, estas cuestiones dejan todo como está, en realidad, en otro sentido, esencial, estas cuestiones lo cambian todo. Porque cambian, precisamente, la manera consciente de estar en el mundo. La técnica puede quizás seguir su camino sin esos problemas (incluso gracias a ignorarlos estratégicamente), pero la consciencia no puede: la consciencia es esos problemas. Esos asuntos, pues, ni han fenecido ni pueden hacerlo.

La metafísica se concreta en problemas, tan tangibles incluso para el menos abstracto de los seres, como, por ejemplo, estos: ¿se reducen, la consciencia o la libertad, a epifenómeno de una realidad mecánica o química subyacente, que sería la única realidad auténtica? ¿Puede sustituirse el lenguaje intencional de la consciencia por un lenguaje de términos mecánicos o químicos? Desde luego, los humanos van a seguir, sin más remedio, razonando y tomando decisiones en cada momento. Pero es absolutamente significativo para ellos si deben considerar eso como solo una ilusión, quizás inevitable de momento. Y esto va a influir en su manera de actuar y vivir en el mundo. Lo mismo ocurre con los problemas de si el tiempo es real, si existe realidad inmaterial, etc.

¿Por qué, entonces, la metafísica ha pasado tan malos momentos? En la explosión exuberante de la ciencia-técnica burguesa, desde el siglo XVI de Europa, ganó fuerza la tesis (filosófica) de que solo el conocimiento que se apoyaba en experiencias empíricas era legítimo: solo él producía o desarrollaba capacidades manipulativas directas sobre la Naturaleza, y solo en él había (podía haber) acuerdo unánime. Todo lo que fuera más allá, era objeto, no del conocimiento, sino de la fe, la imaginación, etc. La Ilustración consolidó este error, y todo lo más que hizo para evitar el naturalismo (obviamente insatisfactorio, pues abocaba al escepticismo de Hume) fue elucubrar la Filosofía Trascendental o Crítica. Esta filosofía de Kant quería, en efecto, salvar el hecho de que poseemos normatividad, sin asumir por ello compromisos ontológicos o metafísicos con algo sobrenatural y no-empírico. La jugada parecía buena: el error metafísico o “griego” habría consistido en confundir la Forma con la Sustancia, las condiciones abstractas de posibilidad de realidad con una realidad concreta más o incluso superior, el Ser con el Ente. No, nosotros no podemos ir más allá de nuestra forma de ver las cosas, para tener conocimiento de la cosa en sí. Todo lo que, a partir de ahora, “metafísica” podría legítimamente significar, dice Kant, es el conjunto de los principios más generales y apriorísticos de cada ámbito del ente; pero el ente es solo lo dado en los fenómenos empíricos. Por si fuera poco, esto dejaba completamente en manos de la sola fides todo lo que tuviera que ver con las ansias de trascendencia humana, cosa que el irracionalismo burgués necesitaba como agua de Mayo.

Sí, parecía una buena solución. Pero no lo era. La pregunta inmediata que uno debería haberse hecho tras leer a Kant es ¿qué tipo de cosa es el Sujeto trascendental, que no es ni naturaleza (pues estaría sometido a la corrupción del tiempo) ni otro tipo de realidad?, ¿qué es una forma o condición-de-posibilidad que no es sustancia ni propiedad de una sustancia (porque nadie, ni siquiera Kant, ha sabido ni deseado explicar qué relación podría haber entre la Subjetividad formal y cualquier sustancia (por ejemplo, el cerebro) sobre la que ella anclase ontológicamente? ¿Qué estatuto ontológico tendrá, pues, la Forma, lo Normativo, la Condición de Posibilidad…? La metafísica abordaba (consistía en abordar) este problema, y le daba ya una solución realista-no- naturalista, ya una nominalista-naturalista. ¿Es el antirrealismo, kantiano o de cualquier otro tipo, una tesis no-metafísica, y sin implicaciones metafísicas? Los idealistas alemanes, por más que tuvieron que declararse herederos de Kant, se dieron cuenta de este problema (el propio Kant se dio cuenta, en sus escritos póstumos), y volvieron a considerar Sustancia al Sujeto, recayendo así en la metafísica, aunque tendiendo a evitar el nombre. Pero fueron una excepción.

Por aquel entonces, además, nació la Historia, es decir, la Ciencia de la Historia, las “Ciencias Humanas”. El germen de la división moderna entre filosofías analíticas y hermenéuticas está aquí: desde pronto, mientras que las mentes anglosajonas se aplicaban a pasarlo todo por el rigor de la metodología matemática y experimental, los espíritus continentales, por su parte (el continental siempre ha sido menos directo y pragmático, más idealista y “profundo”) se negaron a someter al Espíritu en sus manifestaciones, los textos, al mismo esquelético método de las Ciencias Naturales. Se puede decir que la diferencia entre la filosofía anglo-americana (el Pragmatismo, el Positivismo lógico después) y la filosofía continental, es la diferencia, en términos escolares, entre “ciencias” y “letras”. La primera toma como modelo para su actividad filosófica el de las ciencias naturales; la segunda, toma como modelo el método de la interpretación literaria. Lo que tienen fundamentalmente en común es su pretensión cientificista, es decir, su tendencia, más o menos consciente, a reducir la filosofía a algún modelo de ciencia. Divergen en qué ciencias consideran más aptas para esa reducción: naturales o humanas. El objeto empírico o positivo al que se dirigen ambas es el Lenguaje. Este era idóneo porque estaba más cerca de las ideas que ningún otro fenómeno natural o humano, y en él podía explotarse mejor que en ningún sitio la “ambigüedad” entre el aspecto científico-positivo y el aspecto metafísico. Obviamente, la Filosofía del Lenguaje no es Lingüística, pero juega a aparentarlo; la Hermenéutica no es interpretación de textos, pero lo simula.

Otra manera de describir la diferencia entre la filosofía analítica y la filosofía hermenéutica es diciendo, en términos de Significado, que la analítica se orienta al aspecto denotativo, referencias y extensional, mientras que la hermenéutica se dirige más al aspecto connotativo, de “sentido” (en terminología fregeana) o intensional. Esto acerca a la primera a las ciencias más básicas de la Naturaleza, y, a la segunda, a la Poesía. También esto hace que la primera, la filosofía analítica, esté más naturalmente orientada a problemas de existencia y realidad, lo que le permitirá volver antes a la metafísica. La filosofía hermenéutica, en cambio, envuelta en problemas de esencia, se mantendrá más tiempo (aún se mantiene) flotando lejos del problema de la realidad y la existencia. De hecho, la existencia sigue siendo, para la filosofía hermenéutica, poco más que una categoría (como en Kant), es decir, parte del ámbito de la esencia, o, deflacionada, la forma de ser del humano.

El origen cientificista de ambas les permitió un tiempo compartir la tarea de verdugos de la Metafísica. La Filosofía Analítica mostraba que las proposiciones metafísicas (“el Tiempo es irreal”, “somos libres”, “existe un ser perfecto”…) carecen de sentido, son errores en el uso del Lenguaje, naturalmente destinado a hablar de la naturaleza. La Filosofía Hermenéutica, por su parte, muestra que aquellas proposiciones solo tienen sentido en un momento histórico. Ambas estrategias antimetafísicas eran completamente deficientes y hasta radicalmente desencaminadas, pero a unos les cuesta más que a otros ver esto.

La filosofía analítica “se dio pronto cuenta” (con Quine y Popper) de que no era posible demarcar proposiciones verificiables empíricamente, de proposiciones “metafísicas”. En realidad la cosa habría que expresarla más bien de este otro modo (pero entonces no fueron capaces de verlo de este otro modo): las proposiciones científico-naturales (es decir, verificables, más o menos indirectamente) no agotan el campo de lo teoréticamente significativo. Sin ir más lejos, la propia “epistemología”, que hace afirmaciones meta-filosóficas, escapa al método empírico, es meramente normativa y a priori, es infalsable a priori. Cuando los filósofos analíticos se pusieron a teorizar, en términos de aspecto lógico-matemático y físico, acerca de asuntos como lo necesario y lo posible, la mente y el cuerpo, la estructura última de la realidad… volvieron a hacer lo que siempre habían estado haciendo sin saberlo: metafísica. Ahora, la metafísica es algo totalmente normal y corriente en el mundo analítico.

¿Qué ocurría, mientras, en el ámbito hermenéutico? Las ineludibles cuestiones de siempre, fueron sustituidas por meta-filosofía de aspecto interpretativo (historiográfico, lingüístico…). Presuntamente, aquellos viejos temas de la mente y el cuerpo, de la realidad de la libertad, de la realidad tiempo… no podían ya interesar realmente a nadie informado, más que como piezas históricas, que se desmontan y nos muestran cómo pensaron los hombres de otras épocas. La filosofía hermenéutica no ha sabido salir de ese bucle de hiperintrepretación. Sin duda, le ha ayudado el carácter intrínsecamente nebuloso de su quehacer. Mientras tanto, su metafísica ha seguido inconsciente en el problema del estatuto de sus conceptos: Sein, diferencia, Otro… A las versiones más trascendentales les afecta el mismo problema que hemos visto afectar a la estrategia kantiana. A las versiones más inmanentistas, les aqueja el mismo mal que al positivismo naturalista. El problema no es que uno defienda el inmanentismo, sino que no sea consciente del carácter metafísico, es decir, sustantivo y existencial, de su tesis.

Los filósofos hermenéuticos no pueden permitirse por mucho tiempo seguir ignorando la metafísica y mirando a los analíticos que la practican como extraños paletos desconocedores de que existió Kant y  luego Heidegger. La filosofía hermenéutica camina así hacia ninguna parte, cada vez más alejada del problema real o existencial, y más ensimismada en su círculo, inconsciente de sus presupuestos metafísicos.

Debe y puede intentarse (de hecho, se lleva tiempo intentando cada vez más) un filosofar que tome lo mejor de cada una de las estrategias, abandonando definitivamente el error de la muerte y superación de la metafísica. Los filósofos analíticos ya han comenzado, hace tiempo (desde Davidson, al menos), a introducir la Interpretación en sus análisis. Los hermenéuticos tienen que darse prisa en dirigir su mirada a los problemas referenciales, de realidad y existencia. Si no lo hacen, alguien lo hará por ellos, mientras ellos se leen infatigable pero cada vez más vacuamente a sí mismos.

sábado, 16 de agosto de 2014

Oscuridad luminosa. Dialéctica y analogía en Heráclito (reedición)


ἐὰν μὴ ἔλπηται ἀνέλπιστον οὐκ ἐξευρήσει, ἀνεξερεύνητον ἐὸν καὶ ἄπορον.(D-K 18)

      Eàn mèe élpeetai anélpiston ouk exeuréesei, anexereúneeton eòn kaì áporon

      “Si no espera lo inesperado no encontrará, inescrutable como es y sin camino”


Si no (¿se?) espera, no encontrará lo inesperado, o: si no espera lo inesperado, no encontrará. Los filólogos (los pobres) no saben dónde hay que poner la coma (ya la sensatez de Aristóteles se quejaba de que uno no sabe dónde hay que poner las comas de la oscuridad de Heráclito).

¿Esperar lo inesperado? ¿Cómo se puede esperar lo inesperado? Solo se puede esperar lo esperado, ¿no? Lo inesperado sucede pese a que no lo esperabas, mientras estabas esperando lo esperado… Sin embargo, ¿quién es tan estúpido como para esperar lo esperado? Lo esperado ya no se puede esperar, pues ya es: no hay sorpresa, ni por tanto espera, en lo esperado. Por tanto, solo se puede esperar lo inesperado. Es lo que Derrida ha llamado “condición de imposibilidad”. Solo ocurre lo imposible. Podría decirse que solo es posible (que suceda) lo imposible. Lo posible no se puede esperar que suceda, porque ya es.

(Observad, por cierto, cómo Heráclito ha puesto juntas las palabras contrarias: élpeetai anélpiston, “espera inesperado” (o inesperable –porque, ¿qué diferencia hay entre lo inesperado y lo inesperable-); “exeuréesei, anexereúneeton” encontrará inescrutable (in-buscable), aquí las dos palabras no son de la misma raíz, pero son muy parecidas fonéticamente y dan la impresión de ser contrarias).

¿Entonces, según Heráclito, si (se) espera, se encuentra lo inesperado (o si se espera lo inesperado, se (lo?) encuentra? (y ¿el que desespera, espera, que decía Machado?). Sí, es tan absolutamente necesario como imposible que se encuentre lo inesperado. Porque es inencontrable.

Por supuesto, esto es incomprensible, entender que ser y no-ser son lo mismo no hay quien pueda, ya se quejaba el sensato Aristóteles. Pero “si no lo comprendes, lo comprendes”, y “si lo comprendes, no lo comprendes”. Solo por eso, por “comprender” y “decir” la dialéctica, Heráclito está infinitamente más allá (o más acá) de la sensatez de Aristóteles (el propio Aristóteles se salva de la sensatez cuando piensa la identidad de Acto y Potencia). Aquí está la línea de demarcación entre filo-sofía (esperar saber lo inesperado, comprender lo inescrutable) y ciencia (episteme, saber lo que se sabe que se sabe, pero que realmente (no) es nada, porque es mantener separado lo diferente, como si cada uno viviese en su mundo propio y no en uno único).

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Pero ¿cómo puede comprenderse y decirse lo dialéctico? Solo mediante la Analogía:

ὁ ἄναξ, οὗ τὸ μαντεῖόν ἐστι τὸ ἐν Δελφοῖς, οὔτε λέγει οὔτε κρύπτει ἀλλὰ σημαίνει.(D-K 93)

     Ho ánax hou tò manteîón esti tò en Delphoîs, oúte légei oúte krúptei al.là seemaínei
     “El señor cuyo oráculo es el que está en Delfos, ni dice ni oculta, sino que señala”

Apolo, el señor cuyo templo de adivinanzas o mensajes divinos está en Delfos (del que se dice seguidor Sócrates, como Pitágoras, y Heráclito), no dice ni esconde, señala. La verdad divina, para la que todo es uno (y, por tanto, diferente), lo inesperado que hay que esperar, no se dice ni deja de decirse, y se dice y no se dice:

ἓν τὸ σοφὸν μοῦνον λέγεσθαι οὐκ ἐθέλει καὶ ἐθέλει Ζηνὸς ὄνομα. (D-K 32) 
     “Uno el sabio único, no quiere y quiere que se le llame con el nombre de Zeus”

Lo único sabio, lo uno-todo (hen-panta), solo puede decirse señalando, analógicamente. Ningún discurso literal o unívoco (univocista), pero tampoco ningún discurso negativo y equívoco (equivocista o polivocista) puede decir lo que hay que decir. Pero esto es apenas pensable para el hombre, porque “el hombre no tiene conocimiento, lo divino lo tiene”:

ἦθος γὰρ ἀνθρώπειον μὲν οὐκ ἔχει γνώμας, θεῖον δὲ ἔχει.(D-K 78)

y “no comprenden cómo lo que difiere consigo mismo concuerda: armonía de contra-tono, como la del arco y la lira”:

οὐ ξυνιᾶσιν ὅκως διαφερόμενον ἑωυτῶι συμφέρεται· παλίντονος ἁρμονίη ὅκωσπερ τόξου καὶ λύρης. (D-K 51)

(otra vez no sabremos dónde poner la coma: ¿”lo que difiere consigo mismo, concuerda”, o “lo que difiere, consigo mismo concuerda”?)

Aunque también a todos los hombres les es dado conocerse a sí mismos y reflexionar

ἀνθρώποισι πᾶσι μέτεστι γινώσκειν ἑωυτοὺς καὶ σωφρονεῖν. (D-K 116)

porque “común es a todos el pensar”

ξυνόν ἐστι πᾶσι τὸ φρονεῖν. (D-K 113)

Solo hace falta tener la “fe” o espera de lo inesperado o inesperable, porque las cosas divinas se nos ocultan por falta de confianza:

. . . ἀπιστίηι διαφυγγάνει μὴ γιγνώσκεσθαι. (D-K 86)

Heráclito es el oscuro y el loco por haber dicho con toda claridad y cordura la dialéctica y la analogía.

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(las citas son de la edición de Diels y Kranz (D-K). La traducción es mía)

lunes, 4 de agosto de 2014

La sabiduría primera, según Aristóteles (reedición)

Lo que sigue es lectura de lo que Aristóteles escribe acerca de la sabiduría primera (sofía próte, o, también, philosophía próte). Para ello, sigo principalmente lo que se conoce como su “Metafísica” (TA META TA PHYSIKA), una colección de escritos diversos pero bien ordenados que están dedicados específicamente a esa ciencia primera. El hilo argumental, a lo largo del libro, es claro y perfectamente coherente, aunque haya a veces repeticiones y disrupciones, debidas, sin duda, a que se trata de textos redactados independientemente. Lo que Aristóteles dice en sus otros libros (en los de la Física o los Analíticos, por ejemplo) es completamente consistente con lo que dice en esta colección de libritos de filosofía primera, y, por supuesto, también todas las partes de esta colección son perfectamente consistentes entre sí.

Si esta lectura, bastante convencional por otra parte, es básicamente adecuada, entonce cualquier lectura o interpretación que implique que existen grandes inconsistencias dentro del corpus aristotélico, malentiende el pensamiento Aristóteles. Tampoco entiende a Aristóteles, ni, por tanto, se entiende bien a sí mismo, quien llegue a la conclusión de que los problemas que él se planteó y la sabiduría que pretendía, están solucionados o disueltos o caducados. Por último, están también excluidos de entender a Aristóteles quienes se dedican a fantasear significados de los términos griegos hasta conseguir que digan lo que ellos pretenden, lo que nadie creía que querían decir y lo que nadie intentaría querer decir ya, por lo general con ninguna o casi ninguna base filológica.

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La filosofía primera o sabiduría es, según Aristóteles, la ciencia, saber o teoría de las primeras causas y los primeros principios. Es la única realmente libre porque es independiente, tanto de la utilidad o la práctica material como de las demás ciencias o teorías: se la busca por sí misma y se basta a sí misma. Es ella la que da sus principios a todo lo demás, tanto a las otras ciencias, segundas, como a la práctica. Esta auto-nomía y auto-referencia es propia de la sabiduría primera, y de ninguna otra, como se verá insistentemente.

El saber lo es de las causas y principios, no de hechos ni de colecciones de hechos. Pero las causas de las cosas son de varios tipos: el qué, el de qué (a partir de qué), el de dónde (el origen) y el para qué (o sea, en términos coloquiales: qué somos, [de qué estamos hechos], de dónde venimos y adónde vamos). Los que filosofaron antes, cree Aristóteles, reconocieron todas esas causas, pero no más que esas, y las vieron de una manera confusa y parcial. Unos, los más “físicos”, descubrieron el de-qué o materia, sujeto único de todos los cambios, que ni nace ni perece, y del que nacen y al que regresan las cosas parciales según el orden del tiempo…; pero no nos dijeron cómo es que, a partir de esa sustancia única y amorfa, matriz de todo, sale la diversidad de formas, y (o, más bien, “porque”) no reconocieron lo incorpóreo. Otros, los más “lógicos”, descubrieron la importancia de las formas, los números, las especies o ideas…, y los tomaron por entidad (usía), pero no pudieron, a la inversa que los primeros, explicar cómo se genera el cambio a partir de solo lo inmóvil, sino que incluso lo negaron como ilusorio, suprimiendo así justo lo que se trataba de explicar, esto es, la naturaleza que vemos, y multiplicaron las entidades innecesariamente (pues cuanto pueda explicar la forma considerada real y separada puede explicarlo la inmanente), causándose dificultades insolubles. También reconocieron algunos la causa de-dónde, que hace que sucedan las cosas, y la causa del para-qué (el Eros, el deseo), pero sin desarrollarlo coherente y sistemáticamente. Tenemos, pues, nosotros, considera Aristóteles, que elaborar esta sabiduría primera de las causas y principios de todo ser, y solucionar los problemas que le son propios.

Que se trate de “causas y principios”, con dos términos y no uno solo, es algo que, como veremos, se debe a lo esencial del problema de esta ciencia que buscamos. El término ‘causa’ (aitía) tiene una connotación más real, ontológica, “sustancial”…, que el término ‘principio’ (arkhé), que se refiere a lo lógico, a lo “formal”. No son, quizás, lo mismo las causas ontológicas y reales que los principios lógicos y generales de lo que es.

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Debemos comenzar por enumerar los problemas (aporías) que la sabiduría primera debe resolver. Están muy sucintamente recogidos en el libro B o III (concretamente, en 995b).

El primero de ellos es, paradójicamente, el de si corresponde a una sola ciencia, o más bien a varias, el estudio de las causas y principios de todas las cosas. Esto, obviamente, compromete a la propia filosofía, a su misma posibilidad y existencia, y el hecho de que ella misma se plantee la cuestión de su propia unidad y, por tanto, de su propia posibilidad y existencia, la sitúa en esa peculiar circularidad o autorreferencia solo suya: ella puede y tiene que hacerse cargo de sí misma como ni puede ni debe hacer otra ciencia. Solo ella existe antes de decidir, ella misma, si puede existir, presentándose así tan necesaria como imposible o casi imposible. No es ni nuevo (“moderno”) ni circunstancial que la filosofía se empiece teniendo por objeto, igual que no es casual que acabe, como acaba en Aristóteles, pensando a aquella entidad que es pensamiento de pensamiento. Solo aquella ciencia que puede hacerse cargo de sí misma, tiene por objeto hacerse objeto de (a) sí misma. Por eso el de acerca del cual se dice la filosofía, es un de en el doble sentido del genitivo: el asunto de la filosofía es el asunto de la filosofía, como también esa ciencia es la propia del dios: es la que solo el dios podría tener y es la que solo puede tener al dios por objeto. Objeto y sujeto son ahí, y solo ahí, el mismo. Su final es su principio, pero en el camino se ha conseguido, quizás, la comprensión de lo absolutamente real.

Esto debería hacernos pensar que los problemas de la sabiduría primera no van a ser simples problemas o aporías, sino la aporía sin más. A algo así lo podemos llamar hoy “dialéctica”: la filosofía es dialéctica. Aristóteles no podía llamarlo así, porque ‘dialéctica’ significaba entonces el arte del diálogo y la discusión. La filosofía es aporética, como lo son, por lo demás, todas las otras ciencias. Aristóteles no cree, no obstante, que esos problemas sean intrínsecamente insolubles: él mismo ofrece la solución, su solución.

Sigamos con los problemas que debe abordar la filosofía primera. El segundo es solo una concreción (la concreción esencial) del primero: hay que plantearse, nos dice, si la sabiduría primera se ocupará de los principios entitativos o también de los principios lógicos o formales o abstractos. Es decir, hay que preguntarse qué tienen que ver la ciencia que busca el ser real (llamémoslo Ontología) con la del ser en general o en abstracto (Lógica), lo fundamental con lo general... Esta dualidad es la que principalmente amenaza la unidad de la sabiduría primera. Será esencial reparar en esto.

El siguiente (grupo de) problema(s) es este: si aceptamos (o suponemos) que la sabiduría tiene que ocuparse de los principios de los seres o entidades, habrá que solucionar la dificultad de si hay una sola ciencia de toda especie de entidad, o bien una ciencia por cada tipo de entidad. Porque hay que preguntarse también si existen, además de las entidades físicas y sensibles, otras entidades no corpóreas ni sensibles. De reconocerse la pluralidad de tipos de entidades, habrá que ver si hay principios universales para todas ellas, para las incorpóreas y las corpóreas. Además hay que solucionar la cuestión de si la sabiduría tratará de lo accidental o solo de lo esencial, y si tiene por objeto los géneros, y, en ese caso, cuales.

Pero la cuestión más difícil y problemática, dice Aristóteles, es la de si lo uno y el ser son la entidad o sustancia de los entes (como han querido Parménides y los otros lógicos, hasta Platón), o más bien, uno y ser son algo no-real, algo solo del pensamiento.

Otros problemas se refieren a si la entidad tiene los modos de ser de la potencia y el acto o no.

Hasta aquí el índice de los problemas de la ciencia primera. Nuestro problema es, en primer lugar, entender bien estos problemas. El mismo Aristóteles, inmediatamente después de su sucinta enumeración, se entrega a desplegarlos un poco más y a aproximarse tentativamente a sus posibles soluciones. Empezando por la primera y más básica dificultad (y a la que dedicaremos aquí nuestra mayor atención), o sea, la que se refiere a la posibilidad misma de una sabiduría primera, ¿cómo puede ser, se pregunta, una sola la ciencia de todos los principios de las cosas, si estos no son contrarios entre sí, ni abarcan todos a toda ciencia? Porque, por ejemplo, los principios de la matemática no son los mismos ni contrarios que los de la política, sino simplemente heterogéneos; además, los principios de, por ejemplo, la ética y la política (los para-qué) no pintan nada en la matemática. (Por cierto, señala Aristóteles, una aparente equivocidad semejante la padecen otras ciencias que consideramos unitarias: la matemática, por ejemplo, engloba a los números y a la geometría, sin que los principios de una y otra parezcan reducibles a unos y los mismos). Como decíamos, también se plantea el problema más concreto de si la ciencia primera debe ocuparse de lo más entitativo, real, sustancial…, o de lo más general. ¿Qué ciencia es superior, la de lo más real o la de lo más abstracto y general? Porque parece que los principios primeros son los más universales. Entonces, sería la Lógica la sabiduría primera.

La otra dificultad principal, a la que vuelve aquí y una y otra vez Aristóteles, estriba en qué cosas son entidades o sustancias: ¿lo son las ideas, como quieren los “modernos”? Esta teoría conduce a numerosas dificultades: habrá varias ideas por cada cosa (la línea en cuanto parte de la superficie plana y en cuanto parte del cuerpo, etc.); habrá ideas de las relaciones y los accidentes; las ideas, además, parecen incapaces de causar algo; son, en fin, una multiplicación inútil de las entidades. Sin embargo, he aquí la gran dificultad que debe resolver quien se oponga a la realidad de las ideas: es imposible conocer lo particular sin lo universal. Si no hay lo eterno, no habrá lo corruptible. Y, como decíamos, la mayor dificultad: si uno y ser son la entidad de todas las cosas. También ellos, lo uno y el ser, parecen lo más inteligible de todo. Pero, si son entidad real, no podrá haber ninguna otra realidad, como bien deducía Parménides. Y algo análogo puede decirse para los números: si son entidad, nada material será entidad.

Estas son, pues, las dificultades. Veamos ahora en qué sentido son, todas, una sola (pues una ciencia que sea una, solo puede tener un problema, del que los demás serán manifestaciones parciales). Sinteticémoslas, primero, en unas pocas. Lo que compromete la unidad de la filosofía es una cierta dualidad que se mostrará necesaria, y que ya hemos visto anunciada de varias maneras: ¿la ciencia primera es la de lo más universal y general, o la de lo más real, sustancial e individual? Es decir, ¿el principio de las cosas es lo primero en sentido lógico, o en sentido entitativo? La otra dificultad, referida ya concretamente a la entidad (no al ser en general), es la de si la entidad real es (solo) lo físico o es entidad también y aun más la idea (o el número, o el género, o el ser). Es fácil ver que ambas dificultades son en el fondo lo mismo, porque la necesidad de introducir las ideas y entidades semejantes, fue solo esta: que son ellas las que, con su universalidad y necesidad, hacen inteligible lo sensible. Hay una tercera dificultad, distinta y más particular o específica aún, y que presupone solucionadas las anteriores más básicas o generales: se trata de si, además de las entidades individuales naturales y móviles, existe una sustancia, también individual y sustancial (no idea o género) pero no corruptible sino inmóvil, o sea, el dios. Pero esta dificultad solo aparece una vez solucionadas las anteriores, que son una sola, o diversos grados de concreción de una misma.

La dificultad fundamental, de la que las demás son expresiones, es, pues, digámoslo una vez más, la de lo universal y lo real. Se trata, en otros términos, del problema de la unidad y la multiplicidad del ser. Pero esta es también la dialéctica de lo inteligible y lo real. Esta dualidad nace de los dos “hechos” básicos o brutos de la realidad: la universalidad y la concreción. Lo universal (lo uno, el ser, la idea, el género…) es principio de inteligibilidad, pero de lo universal  no se puede deducir lo particular y concreto. Sin embargo, el fenómeno puro (lo que hay que “salvar”) es la multiplicidad y el cambio. Esto no parece compatible, por tanto, con la mera universalidad. La realidad pura no parece que pueda ser lo universal, sino algo concreto, individual, que haga compatibles, sintetice o mezcle lo universal con lo más particular, la forma con la materia última.

Comprendido el problema, veamos la solución. Digamos antes algo: debería ser inútil recordar (y que no lo sea es también digno de pensarse) que este problema sigue siendo exactamente el mismo que era cuando vivió Aristóteles, es decir, que sigue vivo el propio problema (y, por eso, el propio Aristóteles) como el problema del ser. Todavía hace tan poco como cuando escribe Giorgio Agamben, este filósofo puede proponernos que consideremos si el concepto de “cualquiera” (quodlibet) y "ejemplar" rompen o solucionan la dialéctica de lo universal y lo particular, o si debemos pensar la potencia de una manera no aristotélica (y que el propio Aristóteles toma en consideración, por cierto). Dejaremos para otra vez la consideración de esta propuesta. Baste esto para constatar la “actualidad” de Aristóteles.


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La solución de la aporía única, es decir, de la distinción y relación entre lo universal y lo real, entre lo general y lo individual, la aborda Aristóteles progresivamente, yendo desde lo más general a lo más particular. Efectivamente, el orden en que avanzamos en la ciencia es, según la epistemología aristotélica, caminando desde lo más general a lo más concreto, orden (en cierto modo) inverso al de la realidad, como se verá. Porque nosotros nos acercamos a la realidad desde lo general, introduciendo las diferencias poco a poco, hasta encontrar, si es posible, la diferencia última, que constituye la esencia de la entidad real. Por eso, la primera cuestión, la más básica y general (pero por eso también la menos última, específica y entitativa) es la de si hay una única ciencia del ser, un único objeto general. En segundo lugar, supuesto que quede salvada esa unidad, habrá que examinar cuál de las múltiples cosas que aspiran a ser el objeto primero de la sabiduría, es la auténticamente primera. Y ya en tercer lugar, supuesto que hayamos encontrado ese género, veremos cuál de los individuos que caben en él es el primero primero. Nos centraremos, en lo que sigue, en la primera y más general y básica cuestión.

“Hay una ciencia que trata del ser en cuanto ser y lo que por sí le corresponde. No es idéntica a ninguna de las que llamamos parciales, pues ninguna de estas estudia en conjunto el ser en cuanto ser, sino que, separando alguna parte de él, observan sus propiedades, por ejemplo, las matemáticas. Y, puesto que buscamos los principios y las más elevadas causas, es claro que estos serán, necesariamente, de cierta naturaleza por sí misma. (…) El ser, no obstante, se dice en muchos sentidos, pero por relación a uno y a una única naturaleza, y no equívocamente, sino como todo lo sano por su relación con la salud: una cosa, porque la preserva; otra, porque la produce; lo otro, porque es señal de salud, y aquello porque es capaz de tenerla.(…) Así también el ser se dice en muchos sentidos, pero todos en relación a un único principio: unos, porque son entidades, otros porque son afecciones de la entidad, otros porque son camino a la entidad, o destrucciones o privaciones, o cualidades, o productores o generadores de entidad o de las cosas que decimos que son relativas a la entidad, o negaciones de estas cosas o de la entidad”. (1003 a -traducción mía-)

Aquí está la solución aristotélica al problema fundamental de toda la sabiduría primera que andamos buscando. Multiplicidad, pero no equivocidad; unidad, pero no univocidad: multiplicidad respecto de uno. Relación por Analogía.

Aristóteles no va a explicar nunca en qué consiste este pròs hèn o “respecto a uno”. Una y otra vez recurrirá, para explicar esta relación o analogía, a una metáfora, la de lo sano respecto de la salud. Pero la Analogía aparece como un hecho, como el “hecho metafísico bruto” que soluciona o, ata, los hechos metafísicos brutos de la unidad y la pluralidad del ser. O, más que como un hecho, quizás como una necesidad, como un postulado ineludible.

La Analogía, la equivocidad no equívoca y univocidad no unívoca, es la última respuesta aristotélica a la aporía filosófica. Esta Analogía, que es el corazón de la filosofía primera, es lo que debe ser pensado, y lo que más ha sido olvidado. La historia del pensamiento no es la historia del olvido del ser, sino la historia del cuasi-olvido de la relación esencial en el ser: la Analogía.

Extrañamente, esta relación irreducible a homogeneidad y heterogeneidad, parece encajar poco con el primer gran principio universal, el de la Lógica, el que nos prohíbe atribuir los contrarios a lo mismo. Sucede como si la Lógica, con su exigencia de univocidad, cediera en el momento clave, y dejara su sitio a una relación “ilógica”, o supralógica o ultralógica (pero pretendidamente interna a la Lógica), ante la mayor exigencia de la realidad. Pero la Analogía querría salvar completamente la Lógica sin impedir que uno y múltiple se sinteticen perfectamente en el total que es cada cosa real. La Analogía es el bies por el que la realidad elude o intenta eludir la contradicción pura (la mera dialéctica, la aporética). La Analogía es la “solución” de la Dialéctica.

También Platón, y los otros filósofos, han recurrido a la Analogía. Pero cuál de entre las diversas concepciones de la Analogía (¿analogía como participación y mímesis, analogía como “como si”, analogía del “quizás”…?) nos lleva más adentro en el corazón del corazón de la filosofía, es el asunto más urgente y que, por eso, dejaremos para otro momento.

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La prioridad primera, que es la de la entidad, no es una prioridad, pues, de universalidad y univocidad. Eso conduciría a Parménides (por el intermedio de Platón y los pitagóricos). Es la prioridad que tiene lo particular, la cosa concreta, pero que sirve de soporte a todos los predicados universales y sin los cuales no podemos entenderla. Debemos, pues, mantenernos alejados de dos errores, de una Escila y una Caribdis: la negación de lo universal y la negación de lo concreto. Confundir lo que es primero en el orden de la inteligibilidad, lo lógico (la idea, el número, el género…), con lo que es primero en el orden real o sustantivo (la naturaleza individual), es el gran error de Platón, los pitagóricos y Parménides. Este error es  un error mucho más interesante (y por eso es más grave), es decir, más inteligente y justificado, que el tosco error materialista de confundir la entidad con el sujeto de todos los cambios. Aristóteles concederá mucha más atención al error racionalista o idealista. A los materialistas los despacha rápidamente: son solo los arcaicos naturalistas, que no veían el problema.

¿Qué pasa entonces con la Lógica y la Filosofía? Los principios de la Lógica son objeto también del filósofo, pero el filósofo no es el lógico (como sería en el caso de Parménides, donde el primer principio lógico es también la sustancia o realidad). 

¿Cómo se conecta lo universal con lo entitativo? Aristóteles utiliza un razonamiento (1004b 23 y ss) aparentemente rocambolesco pero esencial: puesto que ser y uno son lo mismo, si bien predicado de maneras diferentes, (es lo mismo “hombre” que “un hombre” y que “hombre que es”), habrá tantas especies de lo uno como del ser. Y a las especies de lo uno corresponden asuntos como lo de lo idéntico y diferente, etc. Es decir, lo uno es el aspecto “lógico” del ser, y de la entidad, de modo que la Lógica es el aspecto matemático de la Ontología.

Una vez sentado que los principios más generales son también objeto del filósofo, no en cuanto matemático o lógico (que no lo es el filósofo, ni la Lógica es lo mismo que la Ontología, como equivocadamente quiso Hegel) sino en cuanto ontólogo, Aristóteles trata inmediatamente del principio más firme: que es imposible que un mismo predicado se dé y no se dé a la vez y en el mismo sentido en el mismo sujeto (y todos los matices que haga falta introducir). Aquí es tarea dialéctica del filósofo rechazar la tesis que niega ese principio más firme, y el relativismo. Simplemente, quien abre la boca para negarlo, se autorrefuta.

Pero, volviendo una vez más atrás, ¿cómo es eso de que el filósofo tiene por objeto los principios de la lógica, e incluso de la matemática y la física? Aristóteles vuelve sobre ello, con gran claridad y sencillez, en un texto sin desperdicio (pero ¿qué tiene desperdicio en Aristóteles?), en lo que figura como libro VI o épsilon, justo al principio, donde explica un poco mejor lo que ya hemos dicho:

“Buscamos los principios y las causas de los seres, pero es claro que en cuanto seres. Pues hay cierta causa de la salud y del bienestar, y de las matemáticas hay principios y elementos y causas, y, en suma, toda ciencia racional o que participa del razonamiento, lo es acerca de causas y principios, sea de manera más rigurosa o más simple. Pero todas ellas, circunscribiéndose a cierto ser y género, se ocupan de él, pero no del ser sin más ni en cuanto ser, ni elaboran en absoluto un discurso acerca del qué-es, sino que, partiendo de ello, unas haciéndolo manifiesto por la sensibilidad, otras tomando como hipótesis el qué-es, demuestran así, de manera más necesaria o más laxa, lo que corresponde al género del que tratan. Por eso es evidente que no hay demostración de la entidad ni del qué-es a partir de tal inducción, sino que es otro el modo de mostrarlo. Igualmente, nada dicen de si existe o no existe el género acerca del que tratan, porque es de la misma actividad racional hacer claro el qué-es y el si existe” (125b)