martes, 30 de mayo de 2017

Del valor del pensamiento

En los últimos tiempos se ha vuelto relativamente habitual encontrar entre los expertos en lo que podríamos llamar hermenéutica metafilosófica (esto es, estudiosos de la filosofía y los filósofos como hechos culturales, estudiosos que, ellos mismos, se mueven ambiguamente entre la filosofía y la historiografía y otras ciencias culturales o “humanas”) la idea de que la filosofía alguna vez fue y nunca debió dejar de ser una actividad indisolublemente unida a la praxis (ética y/o política). Como los sabios de otras culturas de oriente, los sabios griegos antiguos, según por ejemplo P. Hadot, nunca vieron la filosofía como una actividad separada o separable del afán de “saber”-vivir (donde “saber” carga con la tarea de no distinguir, o de confundir, entre saber-qué y saber-cómo, según la distinción que hiciera Ryle y que ha tenido bastante éxito en la filosofía analítica, sobre todo en la más wittgensteiniana y pragmatista –véase aquí una crítica-), y una mera especulación sin importe “existencial” les habría parecido algo monstruoso, puro “escolasticismo”. Como si, cuando la filosofía olvidase su esencial papel pragmático, se volviese logomaquia vacía. Afines a este tratamiento hermenéutico de la actividad filosófica (aunque con motivación y alcances distintos) son las defensas habituales de la conveniencia de incluir la filosofía en los planes de estudio, que se basan fundamentalmente en el argumento de que ella hace, a los sujetos, críticos y buenos ciudadanos. Estas tesis nos remiten a la gran cuestión (filosófica, por un lado, y también práctica) de la relación entre pensamiento y praxis, concretamente entre filosofía y ético-política. Me gustaría discutir brevemente este asunto, que es, como todos los demás asuntos trascendentales, dialéctico.

En las defensas populares del valor pedagógico y social de la ciencia suele emplearse también, de manera más o menos sutil, el argumento pragmático: las ciencias permiten que nuestras vidas sean materialmente mejores, o incluso nos hacen personas y sociedades más libres, etc. Sin embargo, a casi nadie le parece menor (al contrario, suele inspirar un sentimiento de profundo respeto) la idea de que las ciencias tienen su principal valor en sí mismas, en cuanto actividades puramente teóricas. Se nos recuerda, con solemnidad, que los griegos fueron quienes “por primera vez” desvincularon la geometría de su aplicación práctica y reconocieron el valor intrínseco del más inútil pero luminoso de los teoremas, y que todavía los grandes matemáticos y físicos modernos han llevado a cabo sus descubrimientos sin tener ni querer tener idea de qué aplicación práctica podían tener. Cuando, en la Repúblicta, Platón pone a sus guardianes a estudiar matemáticas, nos dice que estas ciencias tienen dos tipos de valores: el valor práctico-técnico, sí, pero, infinitamente por encima de él, el valor puramente teorético, contemplativo. En esta apreciación convergen el reconocimiento de la autonomía de la verdad, y la tesis trascendental intelectualista del valor de lo teorético respecto de otros tipos de valor, y ambas cosas se implican entre sí, para Platón.

Efectivamente, los griegos, o quien quiera que sea, habrían descubierto algo esencial: que el valor de verdad de una proposición o un juicio es completamente indeducible de cualquier otra cosa que no sea otro portador de valor de verdad, es decir, que el valor teorético forma un ámbito cerrado en sí mismo y la verdad es, en ese sentido, absolutamente autónoma. Por supuesto, pueden establecerse o descubrirse cuantas relaciones de dependencia e incluso de necesidad se quiera entre ese ámbito y elementos de otros ámbitos: quizás los seres humanos no habrían prosperado en las ciencias sin el acicate de las necesidades prácticas (o al contrario), y, quizás (algunos dirán que sin duda) nuestras vidas no serían las que son sin la aplicación práctica de los descubrimientos teóricos. Pero esto no afecta un ápice al hecho de que el valor veritativo de una proposición es completamente independiente de su valor práctico, o, mejor dicho, del valor práctico de las acciones que implementan técnicamente las ideas vehiculadas por la proposición. En la medida en que el motivo práctico se introduce en las consideraciones teoréticas, lo más que puede aportar es un valor heurístico, pero no es descartable que distraiga, o sea contraproducente (como, según han señalado Elster, Parfit y otros teóricos de la racionalidad, y ya señaló Platón, es contraproducente estar pensando en el éxito o en cualquier otro factor extrínseco cuando se realiza una determinada actividad), o incluso, según dice Kant del motivo eudemonista para la ética, malverse el razonamiento.

¿Qué ocurre con la filosofía? Tal vez sea más difícil encontrar en el mismo Platón una reivindicación, tan clara como la que se refería a las matemáticas, del valor intrínseco e intrínsecamente teorético de la filosofía: suele aparecer unido, su ejercicio, con la función de hacernos mejores o más “semejantes a los dioses” (Teeteto), aprender a morir (Fedón), ser mejores gobernantes, etc. Sin embargo, esto es fácil de explicar: sencillamente, el valor intrínseco de lo teorético en la filosofía se da por supuesto, no necesita defensa alguna. Más bien, lo que necesita, si no defensa sí recordatorio, es el hecho de que la filosofía tenga, también, un valor práctico (ético, político…) esencial. Pero ese valor práctico emana, precisamente, del valor intrínseco de la “actividad” contemplativa. Y hay que tomarse completamente en serio el pasaje del Político donde el Extranjero eleata dice que, si estamos haciendo ese ejercicio de intentar definir al político, es solo para ejercitarnos en la dialéctica.

¿Qué relación hay, entonces, entre filosofía y acción? La filosofía, decimos, es una “actividad” puramente teorética, es decir, dedicada a conocer, a conocer la verdad. Ningún valor práctico la define. En realidad, es inadecuado incluso decir que la filosofía es una “actividad”. Por supuesto, la filosofía es, en cierto sentido, una actividad, ya que, en un cierto sentido, todo lo que hace un ser consciente es una actividad (precisamente en cuanto contemplado desde la perspectiva de la praxis). Pero la frase “actividad filosófica” tiene otro valor, menos bondadoso: el de sugerir subrepticiamente que la filosofía (o cualquier otra cosa que es tildada de “actividad”) es solo o principalmente una subespecie o adjetivo del género o sustantivo actividad, género o sustantivo este que habría que situar en la cúspide de la axiología, según la vocación pragmatista de nuestros tiempos.

La filosofía no tiene su esencia en ser útil para “saber”-vivir (o morir), o para ser buenos ciudadanos críticos. Si sucede que sirve para eso, y  si ese servir resulta ser necesario (pero no analítico), ello es algo, en un aspecto esencial, extrínseco a la propia filosofía, aunque, a la vez, nos dice algo importante sobre la conexión entre los diversos ámbitos trascendentales del pensamiento y de la acción. Esa relación, en efecto, es dialéctica. Esto significa que ni la filosofía es actividad (ética o política) ni la actividad (política o ética) es filosofía, aunque, precisamente por eso, guardan una relación de interdependencia en su completa distinción y autonomía. Quien se acerca, pues, a la filosofía, buscando una guía para el buen vivir o el buen morir, o para la educación cívica, etc., se acerca de manera lateral y, en cierto modo, espuria a ella, tan espuria como quien se acercase al arte pensando en decorar su salón o en hacer negocio. No es de necesidad (no es algo analítico) que la filosofía sea edificante. En este sentido tiene razón Heidegger cuando dice que toda la biografía que importa de Aristóteles es “nació, pensó y murió”. La manera correcta de acercarse a la filosofía es interesados por la verdad o su búsqueda.

Esto deja abierta la pregunta de qué valor, si alguno, tienen la verdad y la contemplación, más allá de su ensimismado valor teorético. Tal cuestión remite a una forma superior de axiología, desde la que pudiera medirse el valor del pensamiento y la verdad en confrontación con otros tipos de valores, como el ético o práctico, o el estético, o el religioso… La cuestión quedaría abierta, por cierto, incluso aunque se llegase a la conclusión de que es la filosofía la única que puede dirimirla. Esto es, en cualquier caso, asunto para otra ocasión. Lo que nos ocupa aquí es esto otro: la filosofía no es ni está mezclada indisolublemente con un “saber”-vivir, con una praxis. Su modo de validez es autónomo, intrínseco.


Cuanto hemos dicho se funda, recordemos, en la idea central de que el valor teorético es indeducible del valor práctico (y viceversa). Sin embargo, obviamente (y como toda tesis filosófica) esta tesis es controvertible. El pragmatista trascendental podría decirnos algo así: “pero ¿es qué dices que se funda la creencia del teórico en sus axiomas y en sus procedimientos? Si dices que se fundan en sí mismos es una petición de principios o una circularidad. En verdad, se fundan en la decisión de creer en eso: un axioma o un procedimiento considerado teoréticamente válido no es más que una proposición que se quiere creer firmemente”. Así han predicado, por ejemplo, Nietzsche y sus seguidores, o Wittgenstein y los suyos, y, a su modo, el pragmatismo analítico ha llegado hasta ahí cuando no ha podido encontrar el último anclaje de todo valor de verdad más que en el criterio pragmático. Este es, sin duda, un profundo debate filosófico. ¿Cómo podremos dirimirlo? ¿Cómo sabemos si es más “correcta” la posición pragmatista o la contraria? Parece evidente que la corrección que buscamos aquí no es otra que la de la verdad: si fuera cuestión de decisión, conveniencia, etc., podríamos ahorrarnos todos los argumentos. Si es así, resulta que, aunque la filosofía, o el pensamiento teórico en general, no puede, quizás, erigirse en el valor supremo, tampoco puede renunciar a lo que solo le pertenece a ella, a él.

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