jueves, 19 de marzo de 2015

Platón, el tiempo, el mito, el alma, I (De otro tiempo y lugar, VI)

Hemos estado, hasta aquí, recordando algunas de las especulaciones recientes acerca del otro tiempo y el otro lugar, el que, según parecen creer los humanos, hay que suponer, postular, incluso saber cierto, como único modo de dar sentido al mundo, de reconciliar a la realidad con lo que sería exigible de ella: de que, en suma, el sufrimiento quede justificado e incluso abolido. Ahora hay que buscar, a contratiempo, digamos, lo que antiguamente (o en otros tiempos, pero no en un-otro-tiempo ni, aún menos, en el-otro-tiempo) se pensó acerca de aquel otro tiempo y lugar. Al releer a Platón, buscamos, según él mismo nos enseña, lo más nuevo en lo más antiguo, lo más original ya allí en los orígenes, porque, efectivamente, enseña Platón, lo más joven es a la vez lo más viejo (ya que viene después de todo lo otro) y lo más viejo es lo más nuevo (ya que es lo que vino o viene al principio): envejecer es caminar a la infancia, en el mismo momento y por el mismo movimiento. De esto se tratará, cuando se hable del tiempo. Porque, ¿qué orden tiene el tiempo?, ¿qué tiempo tiene qué orden?, ¿en qué otro tiempo se dan esos órdenes?...

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En varios momentos o/y lugares habla-escribe Platón del otro tiempo y lugar: en, al menos, la Apología, el Gorgias, La República, el Fedón, el Fedro, el Político y, veremos, esencialmente en donde menos lo parece, en el Pármenides. (Aristóteles no escribe temáticamente nunca, en ningún sitio, que yo recuerde, sobre ello: para Aristóteles parece que simplemente no hay, en ningún sentido, otro tiempo y lugar; habría una esencial distancia aquí –y, por tanto, en todas partes- entre cómo piensa Platón y cómo piensa Aristóteles: en cómo piensan acerca del tiempo, del alma, del mito y el logos, de la justicia y la felicidad…).

Siempre que Platón habla-escribe expresamente de aquel otro tiempo y lugar del final, o de después del final (escatológico), sin los que la ético-política, o sea, la dialéctica de justicia y felicidad, razón y emoción, pero también la dialéctica de saber y creer, ser y parecer…, queda como coja, lo hace, como le corresponde a “las cosas últimas”, hacia el final: en el último libro de La República, en la coda del Gorgias, en el “epílogo” de la Defensa ante el jurado, en el relato final del Fedón, y en el propio Fedón, que, como veremos luego, es un diálogo todo él terminal. Estos relatos siempre vienen, pues, al final, solo después, y como consecuencia, efecto, complemento… de que se nos haya demostrado que la justicia es digna de ser amada por sí misma, por su propia dignidad.

Y siempre que habla-escribe sobre esto, Platón, lo hace en la forma que llamamos, y él mismo llama, mito, relato, cuento, narración. La diferencia entre el hablar-escribir de la justicia o razón, y el hablar-escribir del tiempo de la felicidad, es la diferencia entre el diálogo “dialéctico” (nunca único y nunca limpio de alteridad, pero siempre con la seguridad de lo que quiere ser un saber) y el relato mítico, monologal y, generalmente, escuchado de otros (algo digno de creer más que algo que podamos saber como seguro). Además, Platón fuerza cuanto puede el contraste, haciendo que sea infinitesimal el límite entre el momento en que acaba el tiempo argumental en el que se nos presenta a la justicia como deseable en sí misma, y aquel otro momento en que comienza lo otro, el mito donde se nos habla de las recompensas de la virtud. Veámoslo.

En el Gorgias, es solo después de haber convencido (o dejado sin palabra) a Calicles (acerca) de que es peor hacer injusticia que sufrirla, cuando Sócrates comienza con el otro discurso, el del relato verídico acerca del destino del alma “tras” la muerte (no tras la vida):
“SÓCRATES.- Nadie teme a la muerte en sí misma, salvo el completamente irracional y cobarde: lo que teme es cometer injusticia. En efecto, que el alma vaya al Hades cargada de multitud de delitos es el más grave de todos los males. En prueba de esto, si quieres, estoy dispuesto a contarte una narración.
CALICLES.- Ya que has terminado lo demás, acaba también eso.SÓCRATES.- 
Escucha, pues, según se dice, una bonita historia, que a ti, creo yo, te parecerá un mito, pero que yo considero un relato verídico, pues lo que voy a contarte lo digo convencido de que es verdad. (Gorgias, 522e y ss)

Había que acabar con esto, reconoce o acepta Calicles: con el relato de cómo el alma, una vez separada del cuerpo, desnuda, es juzgada, y enviada a la Isla de los Bienaventurados si ha sido justa y filósofa. En el otro tiempo, está el premio de la virtud. Pero es el alma, no el cuerpo, la que -dice el cuento- hace ese viaje: no se trata, entonces, parece ser, de una resurrección de los cuerpos. El cuerpo, como sabemos, es lo corruptible, puesto que está moldeado de esa masa amorfa, de esa idea de lo sin idea, que es el espacio (khora); y existe solo como sueño, en esa mera imagen de lo eterno que es el tiempo. Ahora bien, si es el alma sola la que viaja, es juzgada y recibe el premio o el castigo, ¿en qué tiempo y lugar sin lugar ni tiempo ocurre todo eso? ¿En qué sentido este mito es un relato verídico? ¿Es, la propia alma, un mito (aunque verídico)? ¿Qué relación hay entre mito y diálogo, entre cuerpo y alma, entre tiempo y ser? Esto es precisamente lo que menos habría que simplificar, y es justamente lo que más se simplifica en las lecturas habituales de Platón: la cuestión no es tan sencilla como para responder que el tiempo es cosa solo del mundo del cuerpo y de la imagen: sobre lo otro que eso, sobre el alma y el ser, se habla también mediante el tiempo y la imagen. Así que la cuestión de tiempo y ser es también la cuestión de tiempo y tiempo, y de ser y ser.

También en la Apología, y en La República, justicia y felicidad, razonamiento y mito, están colocados tan juntos como es posible, señalando así tanto su absoluta heterogeneidad como su necesaria contigüidad. El libro X, último de La República, comienza congratulándose de haber expulsado a los poetas y demás imitadores, del Estado. Como si no hubiera quedado ya claro, se argumenta a fondo que el imitador no sabe de qué habla, que se limita a hacer imágenes, a la manera de quien pasease un espejo por todas las cosas. Por eso, no tiene más remedio que imitar lo exterior, aquello que una persona de noble carácter escondería: los sollozos y las risas. Porque no puede imitar el pensamiento, la contención racional. Concluye Sócrates, muy “kantianamente”, que ni siquiera por la embrujadora poesía se puede descuidar la justicia y la virtud:
“Grande, pues –dije-, amigo Glaucón, más grande de lo que parece, es el combate de si ser honesto o malvado; pues que ni por la atracción de honores, ni de riquezas, ni de poder alguno, ni siquiera por la de la poesía, es digno descuidar la justicia y las demás virtudes” (Rep., 608b)

Aquí podría acabar el discurso. Aquí, de alguna manera, acaba el discurso: ni siquiera -nos dice la conclusión (y hay que resaltar este resaltar que hace Platón con este “ni siquiera”)-, ni siquiera por el embrujo de la poesía hay que dejar el camino de la virtud. Pero es precisamente entonces, en este momento del final del discurso, cuando Sócrates pronuncia su ineludible y problemático “sin embargo”, su “y no obstante”, “con todo y con eso”…, que da paso al otro discurso, al del otro tiempo y lugar. “Y sin embargo”, dice, no hemos tratado de las grandes recompensas, de los grandes premios, de los grandes dividendos, de la virtud. Porque, sí, la virtud trae la felicidad bajo del brazo. Lo tiene todo, aunque aquí y ahora no nos lo parezca.

Lo “griego” clásico (lo socrático-platónico), frente a lo alemán moderno y protestante, es, podríamos decir, este optimismo: la virtud es digna de cuidado por sí misma, desde luego, y, “sin embargo” y con todo, produce también todas las recompensas (por supuesto, “griego” y “alemán” son términos míticos, es decir, históricos). Se equivoca Kant cuando dice que se equivocan los griegos al confundir la causa con el efecto en la ética, o incluso al ignorar (“olvidar”´) esa confusión. El suspicaz alemán moderno siempre sospechará (este es el pensamiento de la sospecha) que todo el discurso anterior al del cuento, el diálogo de la virtud en sí, no es más que un apaño para llegar a este premio. Así se burla Nietzsche, en Genealogía de la moral, del tesoro que no se apolilla según el evangelio de Lucas: ¿se trata de una especulación o inversión a “largo” plazo, infinita? Pero podría decirse, bien mirado (socrático-platónicamente mirado), que el pensador de la sospecha, el no-griego-clásico, es siempre un tipo inseguro de su propia virtud, de modo que, para no tener dudas de que actúa por ella y solo por ella, tiene que apartar completamente de su vista la aspiración a las felices recompensas (por supuesto, ni consigue esa seguridad ni, por otra parte, suele terminar dedicándose a otra cosa que a extraer dividendos, muy crudos y materiales: esa es la “virtud” de que los valores sean completamente invisibles, total y solamente otros). Ese es el estrés de la ética kantiana y moderna. Un griego clásico, un platónico, es, sin embargo, o se siente, lo suficientemente fuerte o valiente para no tener miedo a la recompensa: no necesita expulsar a la felicidad de la vida buena. Dicho en términos ontológicos, el moderno desconfía de toda imagen porque siempre se teme cayendo en fetichismo (lo que demuestra, precisamente, que se “sabe” débil de espíritu, tendente al fetichismo), mientras que el clásico sabe perfectamente que el original no se reduce a sus imágenes pero, con todo (o, mejor, precisamente por eso) acepta y valora la calidad de diversas imágenes. Incluso Kant sabe perfectamente que nunca podemos tener la certeza de estar actuando por el simple móvil de la virtud. Pero ¿es que es siquiera separable, no-dialécticamente, la justicia de la realización?

Pero no nos adelantemos, como con prisas por terminar: volvamos al discurso de Sócrates sobre las ultimidades. Pues bien, es ahora, después de rechazar incluso la tentación de la poesía, cuando se habla, en forma de relato o mito, de los dividendos totales y absolutos de la virtud, es decir, del otro tiempo y lugar. Apenas acaba de rechazar los cuentos, y él mismo se pone a contar uno. Por supuesto, es una gran ironía, o incluso la Ironía en sí. Pero decir esto no explica nada: el problema de la ironía es el mismo que el de tiempo y ser, el mismo que el de este tiempo y un otro tiempo, el de diálogo y mito, justicia y felicidad...

En verdad, el cuento no empieza inmediatamente: a modo de bisagra Sócrates discurre un logos que, como en el Fedón, demostraría que la psique es inmortal: la “enfermedad” del alma, que es la injusticia, no la corrompe ni la destruye (¡ya quisieran los malvados!). Por tanto, la salud y enfermedad del alma producen perpetuamente “síntomas”, pero no la muerte. Las almas siempre son las mismas, circulando en el circuito ontológico de la justicia y su recompensa, de la salud-enfermedad y sus síntomas. Precisamente (como en Lucas) es cometer un error de cálculo confundir nuestro pequeño tiempo vital con “el tiempo todo”. Es confundir cantidades inconmensurables: algo con todo, o sea, nada con infinito. Ese es el verdadero error de cálculo (no un mero error de cálculo). (También a Teodoro, el matemático, se le objetará cometer un error de cálculo en El Sofista, lo que nos indica que los errores son siempre de cálculo, o, más bien, del Cálculo: confundir la Matemática con la Dialéctico-ética es el mayor y, en cierto modo, único error):
“Pero –dije yo- ¿qué llegaría en poco tiempo a ser grande? Pues todo este [tiempo], el que va desde la niñez a la vejez, se queda en muy poco frente al tiempo todo” (ibid. 608c)

El otro tiempo es todo el tiempo. Este tiempo, en el que vivimos (o creemos vivir, porque he oído decir a algunos –dice Sócrates en el Gorgias- que en realidad estamos ahora muertos) es el tiempo pequeño, escaso, poco (oligos). La gran virtud, la gran política, necesita el gran tiempo, el tiempo total. Para dirimir la justicia hay que ver, entonces, al alma “cuando” sale del mar de la generación, en el que se le adhieren todo tipo de suciedades. Así, desnudo, nadie parece lo que no es ante los jueces del tiempo todo. Aquí ya deja de parece que el injusto es feliz. Hasta ahora concedimos que pudiera salir ganando, pero aún así nos demostramos que la justicia es preferible por sí misma. Sin embargo, ese beneficio del injusto era solo una apariencia, porque se había tomado en cuenta un tiempo pequeño… nulo, en realidad, porque de lo que se trata es de todo el tiempo, que el ignorante ignora.

Entonces empieza el mito, el relato del tiempo total o absoluto, de todo el espacio, que sin embargo o por eso, no son ni tienen lugar ni momento concreto; el tiempo del alma (en el doble sentido, es decir, también en el sentido de que es el alma, según Timeo - como dirá también Aristóteles-, la que contiene y cuenta el tiempo). Nos lo narró el resucitado armenio Er. Hay allí y entonces -cuenta- una pradera, y dos aberturas arriba y abajo, por donde circulan las psiques, en un proceso de verdadero reciclaje, salvo las que parecen irremediablemente desechables, que no logran escapar al Tártaro. Las que vuelven a la vida, eligen su destino, justo antes de olvidarlo y nacer. Unas cogen precipitadamente (siempre es por poco cuidado con el tiempo, por tomar en cuenta tiempos pequeños) ser tiranos. Luego se arrepienten. Pero pagarán por sus males. El relato es bien conocido.

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Todo esto, que Sócrates habló alguna vez en el Pireo con Glaucón y los otros, lo habla también, por última vez, al final de su “vida”, de su actual tiempo-pequeño, en el Fedón. Aunque normalmente se piensa que es un diálogo sobre la inmortalidad del alma, y, su mito final, algo así como una guinda en un bonito pastel racional, la verdad es todo lo contrario: el Fedón es un diálogo que se ocupa, de principio a fin, del viaje al otro lugar y tiempo, del momento o rito de paso, y los argumentos que demostrarían la existencia del alma son solo el medio al que Sócrates se ve obligado a recurrir, un poco contra el orden del día, para que los presentes crean y entiendan lo que dice sobre su inminente viaje. Esto queda en evidencia desde el principio, cuando Fedón comienza su relato de aquel día de la muerte diciendo que no sentía compasión (tampoco felicidad) por el destino de ese su maestro que solía jugar con sus cabellos, porque:
“me pareció que, al marchar al Hades, no se iba sin un destino divino, y que, además, al llegar allí, gozaría de dicha como nunca ningún otro”. (Fedón, 58e)
También, en su primera intervención, Sócrates, tras hacer la observación (totalmente paralela y simétrica a la de Fedón) de cómo placer y dolor van unidos cual, por decirlo al modo de las fábulas de Esopo, dos alforjas, y cómo, pues, desaparecen juntos, según él mismo acaba de sentir al ser liberado de los grilletes (pero no olvidemos que lo que Sócrates va a “padecer” hoy es una liberación de los grilletes), enseguida explica, para contestar a la pregunta que el poeta Eveno ha pedido que le trasmitan, que, si ha estado componiendo versos esópicos estos últimos días, ha sido para purificarse antes del viaje (no para hacer la competencia a Eveno). ¿Sócrates purificándose mediante la poesía, para el viaje mítico? Así parece habérselo encargado en sueños su dios, Apolo (el del imperativo categórico del conócete a ti mismo). Sócrates envía de vuelta a Eveno el consejo de que le siga cuanto antes (aunque sin hacerse violencia, pues hemos de creer que estamos en las mejores manos), pero los presentes, que vienen seriamente a verle morir, no quieren o no pueden dar crédito a su ironía ni a esos mitos cuyo examen, sin embargo, dice Sócrates, es quizá lo más conveniente para quien va a emprender tal viaje. ¿Por qué querer morir, y dejar el amparo de los dioses? –pregunta Cebes-. Habrá que defenderse de estas objeciones, en este juicio ante este tribunal de amigos (un segundo juicio después del juicio de la democracia ateniense, un juicio sobre el auténtico Juicio).

Es solo entonces cuando, y casi con desgana, Sócrates se entrega por un rato y por última vez, a recordar el argumentario sobre la inmortalidad del alma (este rato viene señalado porque Sócrates se sienta sobre la cama y pone los pies en el suelo, permaneciendo así el resto del diálogo). Al fin y al cabo, la sabiduría es un rito purificador, para llegar al Hades, ya que:
Los que filosofan se ejercitan en morir (Ibid., 67e)

Como se sabe, Sócrates argumenta, en primer lugar, que, puesto que todo se origina de su contrario y a su contrario (lo mayor de lo menor, pero también, a su inversa, lo menor de lo mayor, el dormir de la vigilia y a la vigilia) lo mismo que muere es lo mismo que nace: de la vida pasa a la muerte y de la muerte a la vida. Si no hubiese ese movimiento de lo muerto a lo vivo, todo se acabaría y se detendría, “quedaría dormido”. Después se recuerda la teoría del Recordar: nunca hemos visto en vida lo Igual, sino cosas más o menos iguales y desiguales, por tanto, lo que hacemos es recordar lo totalmente-Igual a partir de lo más o menos igual (: recordamos el tiempo-todo a partir del tiempo-poco). Pero todavía, en todo momento, un niño en nosotros se resiste a perder el miedo y creer en el viaje. ¿Y si en algún renacimiento acaba no volviendo a nacer? ¿Y si el alma no es más que una armonía, posterior a las partes? No, no puede ser armonía, porque la armonía no recuerda, ya que no preexiste. Además, lo simple no puede descomponerse, y es simple lo que se mantiene siempre igual. Y, finalmente, ¿cuál es la explicación preferible de las cosas? Sócrates cuenta entonces, para acabar con su mejor razonamiento, su autobiografía intelectual: de joven consumió todas las explicaciones físicas, hasta que tuvo que acabar reconociendo que no explicaban nada, que confundían aquello sin lo cual  no ocurre nada (la materia, diríamos) con aquello por lo que algo es lo que es y como es. La verdadera causa es la Idea: las cosas bellas lo son por su participación en la Belleza, las cosas dobles, por su participación en la Dualidad. Y una idea no nace de su contrario, ni una cosa participa nunca de su contrario o de algo que participe de su contrario. Así que el alma, que es principio de vida, no participa nunca de la muerte. El alma es afín a lo invisible, y esto a lo inmutable.

Es ahora, cuando concluyen los argumentos y ya ninguno de los presentes tiene nada que replicar (aunque, ¡ay!, tampoco probablemente ninguno sabrá mañana defenderlos), cuando Sócrates vuelve al principio, es decir, a hablar de su asunto vital, de su viaje. El alma del filósofo –relata- va al Hades sin su cuerpo, desapegada del deseo que nace de los sentimientos, del placer y el dolor, que, como verdaderos clavos, anclan el alma a las sensaciones a las que acompañan, haciéndole creer que estas tienen una credibilidad que no tienen. Las almas que, en cambio, no se liberan completamente del cuerpo, tras morir se aparecen como espectros en los cementerios, según se ha podido ver. No es preciso extenderse una vez más sobre el juicio, ya descrito en República X, ni sobre las características de la Tierra auténtica, en una de cuyas simas vivimos nosotros como quienes viven dentro del agua, esto es, en un medio denso y oxidante, y no en la luminosa e incorruptible superficie, reservada a los que se libran del ciclo de la generación. Se trata, dice expresamente Sócrates, del juicio no solo de este tiempo, sino de todo el tiempo. Nuevamente, insistamos, se dice que es el alma, sin el cuerpo, la que, dejando el poco-tiempo viaja al tiempo-todo. Pero ¿qué quiere decir esto?, decíamos. ¿Por qué no se dice simplemente que el alma existe sin tiempo ni lugar, pero que esto es irrepresentable? Porque no es esta la verdad de Platón.

Hay dos ortodoxias exotéricas platónicas: según una, existen dos mundos, dos realidades. Son realidades en un sentido básicamente unívoco, aunque una de ellas es la buena, la original, y la otra, una copia (pero las copias no son menos reales que los originales). Este es el platonismo “vulgar”. La otra ortodoxia, algo más elevada, dice, al contrario, que Platón habla solo de manera mítica del alma y su otro-tiempo, pero los mitos, desde luego, son básicamente falsos. Simplemente Platón estaría representando míticamente, “metafóricamente”, lo que él sabe que es absolutamente irrepresentable, quizás como una concesión al niño que llevamos dentro. En realidad, obviamente, el alma no “viaja” en otro “tiempo”. Se trata solo de una figura de la dignidad inalienable del hombre. Pues bien, tampoco esta segunda ortodoxia me parece acertada. Platón no es un kantiano, que cree que no podemos hacernos “idea” o figura alguna de la cosa en sí. ¿Por qué y cómo hacer figuras de lo que no sufre figura alguna? La relación entre cosa en sí y fenómeno es esencialmente más compleja, más esotérica, más dialéctica, y analógica.                              

La clave para leer el Fedón está, creo yo, en el comienzo del texto. Como explica Fedón desde la primera página, la muerte de Sócrates se retrasó porque justo la víspera se había engalanado el barco que todos los años viaja a Creta en conmemoración de aquel viaje en que, “según cuentan los atenienses”, Teseo liberó a Atenas del tributo de dos veces siete jóvenes al Minotauro. Pero, debería ser obvio para nosotros, que Sócrates es ese Teseo (o Teseo es solo figura de ese Sócrates) que, en un momento y mediante el diálogo, va a salvar realmente a siete veces siete jóvenes (este es el número de los presentes ese día en la celda) de las fauces del Monstruo, es decir, de la muerte (de la muerte de la muerte). Los mismos atenienses que celebran el mito, pues, sentencian a muerte al auténtico servidor de Apolo. Los hombres son incapaces de ver la realidad mientras festejan su propia imagen. He aquí un elemento seguro de la interpretación del texto, creo yo. Pero también los propios discípulos son incapaces de ver la verdad del mito, y desprecian como cuento de viejas el otro tiempo, el tiempo todo (la sempiternidad) del alma: ¡invirtiendo así lo que es propio de los niños, lógicamente! Son adultos-niños porque no creen el relato del alma.

El otro elemento, totalmente solidario, al principio del Fedón, es este: Sócrates comienza el diálogo explicando que, aunque siempre había creído que se entregaba a Apolo mediante la filosofía, estos últimos días, atendiendo a un sueño, ha pensado si quizá también debería purificarse mediante el verso. ¿Es, entonces, poesía todo lo que Sócrates va a hacer ese último día: hablar del viaje del alma? Pero ¿qué relación hay entre la poesía y el diálogo?


Podríamos decir, quizá, de momento al menos, lo siguiente: sobre el otro-tiempo-todo del alma y su viaje tenemos que hablar (no podemos dejar de hablar) de forma mítica o narrativa, pero es justamente porque es nuestro-tiempo-pequeño el que es mítico o figurativo, imagen de aquel. Solo porque nosotros habitamos en la imagen y el tiempo escaso, podemos y tenemos que hablar en términos de imagen y tiempo escaso del mundo del otro tiempo y lugar. Lo que no quiere decir que baste con negar todo tiempo y lugar para referirnos de manera completamente negativa a ello: al contrario, aquello, lejos de ser ausencia de tiempo y lugar, es todo-tiempo y todo-lugar, es decir, plenitud del tiempo y del lugar. 

Pero ¿cómo entender, entonces, el tiempo? Buscaremos algo de esto en los otros diálogos mencionados al principio, en El Político y en el Parménides

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