viernes, 8 de mayo de 2015

Historia y argumentos del pampsiquismo, según David Skrbina (Del pampsiquismo, II)

¿Está la consciencia (esa “extraña” cualidad o ese extraño aspecto de nuestra realidad) “en” solo algunos seres, o se extiende, de alguna manera, por toda cosa, por el todo de las cosas? ¿Sobre qué base atribuir consciencia a los seres? ¿Qué es –para empezar- la consciencia?

En el libro Pansychism in the West (The MIT Press, 2005), David Skrbina (editor también de una serie de ensayos en torno al pamsiquismo, Mind that Abides, Panpsychism  in the new millennium, John Benjamin Publishing Company, 2009), ofrece una definición del pampsiquismo, un extenso recorrido por los múltiples filósofos que, desde los griegos hasta hoy, han defendido o simpatizado en algún aspecto y/o momento con él, y, por último, sintetiza y discute los principales argumentos que se han presentado a favor y en contra de esta vieja o perenne pero hoy en buena parte del mundo académico desprestigiada teoría.

No es una tarea fácil, empieza advirtiendo Skrbina, definir el pampsiquismo, porque todos los términos implicados por esa noción son controvertibles, vagos, discutibles, cargados de connotaciones… No obstante, aceptemos que el pampsiquismo es la tesis (la metateoría –no teoría- de la mente, cree el autor) según la cual “All objects, or systems of objects, possess a singular inner experience of the world around them.”  El pampsiquismo supondría que a) los objetos tienen experiencias por sí mismos, o sea, que la cualidad mental es inherente a todo objeto, b), hay un sentido en que esa experiencia es singular; c) un objeto es una configuración de energía/masa. Todo objeto, o sea, toda configuración de energía/masa, tiene experiencia (consciencia, psique…) singular y propia. Pues bien, ¿qué filósofo, y por qué, estaría dispuesto a sostener algo así?

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Del recorrido histórico (seguramente sorprendente para el lector no avisado, por los muchos pensadores que aparecen en él) quizá merezca más nuestra atención la parte relativa a los últimos tiempos.

Todo el mundo sabe (aunque no sea siempre de buen gusto recordarlo) que la mayoría de los presocráticos, fueran más “materialistas” (como los milesios) o más “idealistas” (pitagóricos, eleatas…), fueron hilozoístas “y” pampsiquistas (si es que esta distinción tenía sentido para ellos). Lo mismo puede decirse de Platón, los filósofos estoicos, Epicuro y otros. Ya entonces aparecieron algunos de los principales argumentos al respecto. También es sabido que en el Renacimiento hubo muchos simpatizantes de la simpatía y continuidad universal, bastantes de ellos también importantes científicos y promotores del “nacimiento” de la ciencia moderna, tales como Telesio, Cardano, Gilbert o Campanella. Desde luego, la ortodoxia cristiana no era muy compatible con ese “panteísmo”, y hay varios ejemplos de filósofos medievales (por ejemplo, como veremos luego, Tomás de Aquino) que rechazan que haya “espíritus” en todas las cosas.

Pero hay que esperar al fuerte dualismo cartesiano para encontrar una actitud radicalmente contraria a la atribución de cualquier forma de mens sive anima al cualquier ser no humano. Desde entonces, las declaraciones de pampsiquismo no son tan claras entre muchos de los que, sin embargo, lo sostienen implícitamente con sus argumentos y construcciones. Puede interpretarse como un pampsiquista a Spinoza, pues sostiene que mente y cuerpo son dos de los modos de la única sustancia existencia, que cada mente es la idea de un (de su) cuerpo, y que cada cuerpo tiene un “conato” o impulso propio de subsistencia. Quizá se sepa menos que Newton sentía inclinación por el hilozoísmo: según él, espacio y tiempo son sensorios del espíritu universal, y todos los cuerpos poseen, no solo pasividad, sino también una fuerza activa, lo que los coloca a todos en un mismo ámbito que bien podríamos calificar de (grados de) vida. Es más sabido que Leibniz defendió una especie de pampsiquismo que atribuye percepción y apetito a todas las unidades de realidad o mónadas, aunque no estuvo convencido de qué cuerpos eran (o, más bien, estaban asociados a) verdaderas mónadas, y cuales eran meros agregados y, por tanto, carecían de propiedades mentales. Su evolución fue, al parecer, hacia una cada vez mayor actitud de sospechosa y recelo frente al pampsiquismo.

Algunos de los materialistas franceses de la era ilustrada fueron pampsiquistas. Por ejemplo, La Mettrie y Maupertius: la máquina humana es cualitativamente igual que las otras máquinas naturales. Desde luego, en la época del “idealismo alemán”, hay varias expresiones pampsiquistas, la más reconocida de las cuales es el dualismo voluntad / representación de Schopenhauer. El autor de este recorrido histórico considera también como un pamsiquista de la voluntad a Nietzsche, según se desprende de algunos de sus fragmentos póstumos.

El científico y filósofo Fechner fue un explícito defensor de que tanto las plantas, por debajo de nosotros, como la Tierra, por encima, tienen alma, anticipando así la “hipótesis Gaia”: a la Tierra hay –pensaba- que atribuirle un principio vital y consciente, pues es un organismo complejo que se autorregula. De entre los varios filósofos y científicos que durante el siglo XIX simpatizaron con el pampsiquismo, merece destacarse el pansensismo del influyente Erns Mach (la realidad última es, en su más ínfima división, sensación, aunque se trata de una sensación o fenomenicidad sin sujeto o ego), y del biólogo evolucionista Erns Haeckel.

Entre los muchos filósofos anglosajones de entresiglos que se mostraron de una u otra manera partidarios del pampsiquismo, hay que destacar a W. James y a Ch. S. Peirce. Según James es incluso cuestión de actitud filosófica. Hay dos tipos de filósofos: los “cínicos”, que siempre ofrecen alguna explicación materialista, y los “simpatéticos”, que se inclinan por algún espiritualismo. Él se sitúa en el segundo grupo: todo es experiencia, y la experiencia es ante todo experiencia para sí. Según Peirce, la más razonable analogía nos lleva a creer que el protoplasma tiene capacidad sensitiva. Toda la naturaleza es dinámica, y está asociada a capacidad de sentir.

Importantes filósofos del primer siglo XX que, de alguna manera, defendieron el pampsiquismo, fueron Bergson, Dewey, Whitehead (de quien derivan varios de los pampsiquistas actuales), quizá Russell, y Teilhard de Chardin. También varios grandes científicos contemporáneos se han adherido, más o menos explícitamente, al pampsiquismo: Haldane, Eddintong, Jeans, Sherrington, WrigthDyson, Gregory Bateson (en algunas de sus obras), D. Bohm, Zohar, Hameroff, Seager… muchos de ellos apoyándose en algunos de los rasgos en los que la mecánica cuántica rompe con el mecanicismo clásico (dualismo onda-partícula, no-localidad…). Hameroff, incluso, ha desarrollado junto con Penrose una teoría concreta y constructiva de la consciencia: creen que debemos asociar un “momento de consciencia” con el colapso de onda cuántico, y que los diversos estados superpuestos de cada partícula (sobre cuya realidad se ha especulado y especula tanto) ocurren en realidad, independientemente de un observador, en una “reducción objetiva”. Puesto que, argumentan, los microtúbulos de las neuronas sirven de sitio para la superposición cuántica (la consciencia continua humana consiste en infinidad de colapsos), cualquier organismo con microtúbulos (y estos están presentes en toda célula) debe poseer una especie de proto-consciencia.

En la filosofía más reciente (hablamos de la filosofía dominada por la escolástica analítica, porque en el ámbito de la continental este asunto, como casi cualquier otra pregunta de la filosofía tradicional, ha dejado de poderse plantear abiertamente y todo se oculta bajo las brumas de una hermenéutica infinita), algunos de los pocos que se han atrevido a simpatizar por o defender explícitamente alguna versión del pampsiquismo son el contra-corriente Hartshorne, Griffin (ambos herederos del procesualismo de Whitehead), Herbert Feigl (al menos según algunas posibles interpretaciones, aunque él, según relata Skrbina, solo parece haber reconocido privadamente que, si se le ofreces un par de martinis, una buena cena, y dos copas después, está inclinado a aceptar su asociación con el pampsiquismo), varios ecofilósofos (entre ellos, Freya Mathews), Tim Sprigge, Thomas Nagel, David Chlamers (y su termostato: ¿cómo afirmar que un termostato no posee algún grado de consciencia asociada, si es capaz de discriminar la información frío/calor?), y el propio Skrbina, quien ha ofrecido un argumento nuevo, como él mismo explica brevemente en este libro: el cerebro, al igual que cualquier sistema dinámico, puede describirse en un espacio de fase, de modo que cada estado cerebral, identificado con el total de los voltajes de sinapsis simultáneos, es un punto en un espacio multidimensional (este punto sería la “unidad de consciencia”). Por analogía, cualquier sistema dinámico puede ser definido como un punto consciente.

Frente a todos estos pampsiquistas, la filosofía académica en general muestra una actitud de desdén e incluso claramente hostil. Un ejemplo ilustrativo es el trato (“irresponsable”, según Griffin, extraordinariamente sesgado, según Hartshorne) a que la somete la Encyclopedia of Philosophy. El artículo que le dedica el propio Paul Edwars, editor de la enciclopedia (que ha servido de estándar para tanto estudiante), la califica como teoría ininteligible, falta de sentido, etc. Debemos ser conscientes de que este sesgo, este desdén, no tienen nada de inocentes o pulcramente científicos, sino que heredan un serio complejo de “impensados”, seguramente procedentes de diversos sustratos históricos, tales como el cristianismo, el mecanicismo galileano y el dualismo cartesiano.

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Los diversos argumentos que, a lo largo de toda esa historia recién recordada, se han dado a favor del pampsiquismo, se pueden reducir, según el autor del libro que estamos recorriendo, a nueve, de los cuales podemos considerar fundamentales (excluyendo, por ejemplo, el argumento teológico, o el de autoridad –suficientemente documentado en lo que antecede-) los siguientes:

- Argumento a partir de la fuerza interna: todas las cosas exhiben poderes o facultades que pueden asociarse, plausiblemente, con cualidades psíquicas o noéticas.

- Argumento de la continuidad: un principio o sustancia única subyace a, o se extiende por, todas las cosas; en los humanos, esa “sustancia” se realiza como mente o consciencia, y, por extrapolación, podemos atribuir mente en alguna medida y forma a las demás cosas. En otros términos: es imposible introducir un corte no arbitrario a partir del cual las cosas carecerían de interioridad.

- Argumento de la no-emergencia: es ininteligible que la consciencia surja a partir en un mundo donde no existía. De lo inconsciente no puede proceder algo tan heterogéneo como la consciencia. Es más razonable pensar que hay algún grado de consciencia asociada a cualquier objeto físico.

Como puede verse, la mayoría de estos argumentos operan por analogía (con la consciencia humana). La mayoría, además, no proporcionan una teoría positiva de la mente.

Quizá se puede articular un solo archi-argumento que los sintetice a todos. Diría algo como esto: 
Yo observo en mí lo mental y lo físico asociados. Pero yo no me considero algo absolutamente único o especial, sino un modo o grado específico de una realidad única y fundamentalmente homogénea. Por tanto, es razonable que atribuya, analógicamente, una dualidad psico-física a cualquier grado de realidad.

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Los argumentos contra el pampsiquismo han sido menos habituales.

Skrbina recuerda el de santo Tomás, quien (con su habitual costumbre de adoptar la posición más “sensata”) señala que el hilozoísmo (y de este al pampsiquismo apenas hay distancia, para muchos autores) falla por no tener en cuenta que en la definición del vivo hace falta contemplar la capacidad de auto-movimiento, cosa que, según Tomás, solo tienen animales y plantas, pero no los seres “inertes” (piedras, etc.).

También Kant, en su Crítica del Juicio, rechaza el hilozoísmo con similares razones: lo propio de lo inerte sería, precisamente, la falta de vida (aunque la oposición de Kant al pampsiquismo es menos nítida).

Los principales intentos recientes por refutar el pampsiquismo son los siguientes:

El ya mencionado Edwards, en su artículo, arguye que una de las premisas pampsiquistas, la de la ininteligibilidad de la emergencia de propiedades completamente nuevas, es rechazable: muchas propiedades aparecen de manera nueva en el universo. Skrbina cree que este argumento solo es válido si se parte de una posición epifenomenalista acerca de la mente, cosa que el pampsiquista rechaza. Edwards objeta también contra las analogías que llevarían, a partir de la psique en nosotros, a la psique de las piedras: son analogías totalmente inconcluyentes e incontrastables. Sin embargo, replica Skrbina, la incontrastabilidad empírica afecta a todas las teorías de la mente (¿cómo verificar que el otro –tú- tiene realmente representación?); y, en cuanto a la analogía, notemos que lo que constatamos en el hombre no es la posesión de psique sin más, sino la de cierto grado de consciencia, lo que induce a inferir otros grados, menores y mayores, de esa cualidad en otros seres.

También Popper defiende, contra el pampsiquismo, la posibilidad de una emergencia radical: el estado sólido no preexistía en el estado líquido, dice. Skrbina contesta a este argumento que sí puede decirse que la solidez estaba ya en las características químicas del agua: el agua líquida, por sus propias características, podía (estaba en disposición de) solidificarse. Por otra parte, según Skrbina, Popper supone que la mente es parangonable a las cualidades físicas, cosa que está lejos de ser obvia. Popper no explica, por lo demás, cómo puede producirse una emergencia absoluta, lo cual parece algo absolutamente misterioso y, por decirlo así, incomprensible (Thomas Nagel cree que es precisamente esta premisa la que hace preferible al pampsiquismo: prescindiría del problema de la emergencia absoluta). Popper argumenta también que la consciencia implica memoria, mientras que las partículas atómicas no pueden poseer esta cualidad asociada, puesto que son idénticas. Ahora bien, ¿no es esto un requerimiento demasiado antropocéntrico para lo que significa poseer consciencia?

También Colin McGinn se ha tomado la molestia de argumentar contra el pampsiquismo: la conducta previsible de los “objetos inanimados” –dice uno de sus argumentos- muestra que no poseen una consciencia (es decir, eso que en nosotros se manifiesta como el poder causal de la mente sobre el cuerpo). A Skrbina esto le parece una extraña objeción: ¿el hecho de que nuestra propia conducta nos resulte impredecible permite inferir algo acerca de la consciencia? En realidad, más bien podría decirse, al contrario, que una mente es una especie de ley de conducta... McGinn argumenta también que el pampsiquismo no explica la superveniencia de lo mental. Pero, suponiendo que eso sea cierto, el pampsiquismo no está, dice Skrbina, necesariamente ligado a una teoría de la superveniencia. Además, argumenta McGinn, puesto que el pampsiquismo da una respuesta al problema de la consciencia, pero este es un problema radicalmente intratable, el pampsiquismo debe ser falso. Este último (y muy débil) argumento depende de la premisa sumamente discutible de que el problema de la mente es radicalmente inabordable.

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Me he hecho eco, hasta aquí, de la interesante información que, acerca del pampsiquismo, contiene el libro del profesor David Skrbina Pansychism in the West. Dejo para una futura entrada de este blog mis propias consideraciones en torno a los argumentos a favor y en contra de la existencia de consciencia en todas las cosas.

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