sábado, 9 de mayo de 2015

¿Todo tiene consciencia?... Pero ¿qué es "consciencia", cómo "tenerla" y qué significa "todo"? (Pampsiquismo III)

Lo que sigue son unas reflexiones propias en torno al pampsiquismo. Comienzo con una discusión de los términos involucrados en la caracterización que propongo del pampsiquismo, y dejo para más adelante la discusión de los argumentos a favor o en contra de esta teoría o familia de teorías.

El pampsiquismo es la tesis de que hay mente en todo. O, dicho con más explicitud y con la menor ambigüedad posible: el pampsiquismo es la tesis según la cual
  • la mente “o” consciencia “o” representación “o” subjetividad “o” capacidad sentiente…,
  • existe en “o” se extiende por “o” está asociada a…
  • todo “o” cada uno de
  • los objetos “o” cuerpos “o” partes de la naturaleza “o” sucesos “o” procesos naturales.

Tenemos, pues, al menos cuatro elementos de la teoría pampsiquista que deberían ser desambiguados (o, como poco, se debería tomar consciencia de su ambigüedad o complejidad inherentes) si queremos hablar con más rigor. Repitámoslos: primero, el “sujeto” (tanto de la gramática como del contenido) de la tesis: mente, consciencia, subjetividad, capacidad sentiente…; segundo, el modo de ser o estar que se le atribuye: existir en, estar asociado a…; tercero (cambio aquí el orden de enumeración anterior entre el tercero y el cuarto, que se debía a motivos gramaticales), aquello a lo que se pretende asociar el sujeto: lo físico o corpóreo o natural; y, por último, la cantidad o extensión, y modo de considerar esa extensión, a la que se asocia la mente o consciencia: todo (todo distributivo o no, individuado de una u otra manera…). Veámoslos uno por uno.

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Una esencial dificultad en la discusión del pampsiquismo es precisar de qué estamos hablando cuando hablamos de la mente “o” consciencia. Tenemos que considerar dos aspectos del problema: uno de ellos es cuánto deberíamos exigir para aceptar que algo sea consciente (¿que piense, o solo que sienta…? (¿es posible una cosa sin la otra?), ¿que tenga memoria…?); el otro aspecto del problema es la relación entre lo mental y lo físico, en tanto que las dos caras y los dos modos de acceso al “fenómeno” de la consciencia. ¿Es la consciencia lo mismo, esencialmente, que la capacidad, empíricamente constatable, de discriminar, responder o reaccionar al entorno; “o” es la capacidad de tener algún modo y/o grado de representación, de experiencia de primera persona, o subjetiva o “interna” (no constatables “externamente”), tales como sentir dolor, percibir qualia, tener deseos…? ¿Son lo mismo cada una de estas cosas (respuesta al entorno, representación, primera persona, percepción fenomenológica…) que las demás?

Comenzando por este segundo aspecto del problema, si damos por supuesto que la mente es algo cualitativamente distinto e irreducible a los objetos, propiedades, eventos o procesos físicos o materiales con los cuales está asociada de alguna manera (y este supuesto tiene que hacerlo incluso el más radical eliminativismo de lo mental, ya que algo tiene que ser lo que el eliminativista pretende eliminar o negar; lo que, sin embargo -como ha señalado, entre otros, Galen Strawson-, coloca al eliminativista en una paradójica situación: niega radicalmente la existencia de algo que sin embargo es capaz de discriminar lo suficiente como para negarlo; pero esa posibilidad de ser discriminada es todo lo que la consciencia necesita para existir), entonces debemos pensar que hay dos accesos irreduciblemente diferentes a la mente: uno será la observación directa, introspectiva; el otro, indirecto, consistirá en la inferencia de lo mental para aquellos objetos, propiedades, hechos, procesos… materiales a los que asociemos lo mental. 

El problema del primer modo de acceso, el directo, es que solo es válido (si acaso, dirán algunos) para la propia mente: solo el propio sujeto, y quizá solo en y para el instante actual, tiene acceso a la vivencia primopersonal de lo que es mente o consciencia. La virtud de este modo de acceso es, sin embargo, que nada hay comparable con él. Imaginemos una existencia (la nuestra, por ejemplo) que tuviese todos los rasgos exteriores de una vida psíquica (“responde” exteriormente a estímulos, escribe libros y sinfonías, cambia regímenes políticos…) pero a la que no acompañara la vivencia subjetiva de ninguna sensación, percepción, volición o pensamiento. Este zombi, como lo ha llamado D. Chalmers, carecería de todo el atractivo que la consciencia fenomenológica o la fenomenología de la consciencia significa para nosotros (recuérdese el chiste de los dos conductistas que, tras hacer el amor, se preguntan uno a otro: “¿me ha gustado?, a ti sí”), e incluso sería cuestionable si, al atribuirle mente no estaríamos usando la palabra de manera totalmente equívoca a como la usamos mientras pensamos que todos esos comportamientos que vemos en las otras personas, animales y quién sabe si plantas y piedras… tienen asociada la experiencia subjetiva o consciencia propiamente dicha. El otro modo de acceso, el indirecto, tiene, pues, la enorme desventaja de que no nos presenta de primera mano a la propia consciencia, pero su lado bueno es que es nuestro único modo posible (excepto, quizá, para quienes poseen poderes “mentalistas”) de acceder a las otras mentes o consciencias o subjetividades que pueda haber en el mundo.

Es posible que el nombre y la caracterización de la mente empezasen históricamente antes por su aspecto exterior. Quizá, incluso, los hombres no fueron hasta hace bien poco reflexivamente conscientes de lo radicalmente diferente que era eso que estaban viviendo todos los días: tener consciencia subjetiva. Los filósofos griegos no plantean el asunto desde el lado introspectivo, sino desde el natural-funcional (la capacidad de auto-movimiento) o desde el noético (la capacidad de pensar o decidir). Por eso, sin duda, les resulta más fácil ser pampsiquistas: es más “natural” establecer analogías entre solo diversos tipos de hechos o conductas, que entre esos eventos y conductas, por un lado, y la cualidad interna de la subjetividad, por otro. Para esto segundo es preciso, antes de nada, tomar clara consciencia de ella, de su radical especificidad, y, luego, encontrar criterios no vacuos o débiles de asociación con los objetos y eventos físicos. 

De hecho, la heterogeneidad entre la fenomenología de primera persona y los fenómenos tercio-personales es tan grande que cualquier término común que quiera usarse para ambos (experiencia, fenomenología, percepción…) parece, si se lo piensa bien, equívoco, y nos vemos inducidos a ponerlos entre comillas. Realmente nosotros no “percibimos”, “vemos”, “observamos”… nuestras vivencias “internas” como percibimos la ventana. Cuando percibo la ventana no percibo dos estados de cosas semejantes, una externa (la ventana) y otra interna (mi percepción de la ventana); ni siquiera cuando cierro los ojos y me imagino la ventana, “veo” la ventana “en mi cabeza”: no se percibe la percepción. Sin embargo, lo subjetivo está precisamente en que percibo (la ventana o lo que sea, incluida la percepción reflexiva de que me percibo o concibo percibiendo y concibiendo): la ventana no es o está, sino que es y está percibida (esto es lo que hay de poderoso en la intuición de Berkeley). Quizá ser no es solo ser percibido, pero, desde luego, no hay para nosotros ser sin ser percibido. Y, cuando cierro los ojos y me imagino la ventana, o cuando delibero, temo, etc., en los estados intencionales, estoy en un mundo (el mío propiamente) que es radicalmente distinto a un mundo exterior. Precisamente por eso están, a la vez, tan asociados uno al otro que se puede decir que, en algún modo (pero nunca simplemente), son “lo mismo”, es decir, dos caras de lo mismo. Son dos caras de la misma moneda, inseparables “pero” (o, “por ello”) inconfundibles. Por lo demás, el acceso externo a lo mental carga con el peso de que supone ya conocida de manera directa la consciencia, al menos si cuando decimos que algo tiene mente queremos decir algo “interesante”. Hay aquí una esencial asimetría (mucho mayor que entre cara y cruz de una moneda): la consciencia es, antes que nada, subjetividad, representación, primera persona…; y solo secundaria o externamente está en correlación con o se expresa mediante lo físico. Por eso, toda la neurología del mundo dependerá siempre de que, de modo independiente, los sujetos sientan o vivan aquello cuyo correlato (incluso su causa, si se quiere, o su auténtica naturaleza) estudia el neurólogo.

Lo que podemos concluir de todo lo anterior es que el problema del pampsiquismo resulta infinitamente más interesante si es planteado desde la atención prioritaria a la internalidad, subjetividad, primo-personalidad… de la consciencia. No solo si todos los seres reaccionan de ciertas maneras discriminadoras, intencionaliformes… al entorno es el problema del pampsiquismo, sino, antes más, si todos los seres tienen experiencia subjetiva de algún tipo, que es lo que propiamente es tener consciencia.

El otro aspecto que hay que considerar en una definición de la consciencia, según decíamos, es el de cuánto tiene que contener algo para ser consciente. Aquí el dilema esencial es este: ¿es o no necesario de todo punto, para que haya consciencia, que haya auto-consciencia? Tanto muchos pampsiquistas como muchos  no-pampsiquistas suelen creer que no es necesaria una condición tan exigente. Es cierto que la ausencia de autoconsciencia supone un “empobrecimiento de mundo” (dicho a lo heideggeriano) que hace de las consciencias infra-reflexivas expectativas poco “interesantes” para quienes disfrutamos la consciencia-para-sí (dicho a lo hegeliano o sartriano). Pero ¿es siquiera posible, sea interesante o no, ser consciente sin ser consciente de que se es consciente? ¿Es posible, por ejemplo, sentir dolor sin ser consciente de que se siente dolor?

Una visión “cartesiana” del asunto puede razonar que, puesto que el dolor es “una forma de pensamiento”, y el pensamiento sería imposible sin toda una “gramática” completa y entera (como no tendrían más remedio que ser las gramáticas), un ser que carezca de autoconsciencia carece, a la vez, de cualquier tipo de consciencia. Por tanto, o bien atribuimos autoconsciencia a todo (por ejemplo, a cualquier animal que consideremos capaz de sufrir –y así han tendido a hacer los pampsiquistas más empiristas-) o bien negamos cualquier tipo de representación a todo ser no absolutamente racional (como hace el propio Descartes).

Sin embargo, esta visión tan drástica se puede rechazar por al menos dos razones. Una de ellas es que “pensamiento” tiene ahí un sentido muy ambiguo que, sin embargo, se usa para presionar “hacia arriba” a toda representación concebible. ¿Entendemos por “pensar” la capacidad de hacer inferencias y proposiciones con una pretensión universal? En ese caso, parece obvio que no todos los seres tienen esa facultad. Pero también lo es que no se requiere esa capacidad para sentir dolor: nosotros mismos podemos estar bastante inhabilitados para razonar “fríamente” sin por ello dejar, ni mucho menos, de sentir dolor (es más, se suele decir que un fuerte dolor nos impide incluso pensar, en el sentido estrecho de razonar). Ahora bien, podría insistir el cartesiano, ¿es concebible siquiera la memoria sin conceptos? Y, si no hay memoria, ¿puede hablarse propiamente de sensación de dolor? ¿No requiere la capacidad sentiente una mínima pervivencia psíquica del suceso? Esto nos conduce, nuevamente, al problema de si se requiere ser tan estricto, y exigir conceptos puros, para tener vida mental. Algunos filósofos sostienen que hay (incluso es necesario que haya) conocimiento pre-conceptual, figurativo (véase, por ejemplo, el artículo de J. Fodor en Contemporary Debates in Philosophy of Mind, Blackwell Publishing, 2007, pgs. 105 y ss). ¿Será, este elemento figurativo, separable de lo conceptual, o bien, como creía Kant, intuiciones sin conceptos están ciegas?

Pero creo que todo esto puede abordarse mejor desde la segunda de las razones por las que se puede rechazar el férreo cartesianismo (y kantismo, en este asunto). Esta razón es el carácter gradual tanto de la mente, como del pensamiento, como de los conceptos, etc. Hablaré sobre el gradualismo cuando trate de los argumentos pampsiquistas, pues son su elemento esencial. Pero ya ahora podemos decir que es muy difícil sostener que las personas, por ejemplo, estamos o bien plenamente conscientes o plenamente inconscientes, o del todo racionales o del todo irracionales; o que los conceptos son puros o no son. Más bien existen diversos modos o grados de consciencia, diversos grados de memoria, de sensación de dolor, e incluso de racionalidad (discutiré esto a propósito del argumento de Davidson sobre el holismo de lo mental): nunca estamos completamente “despiertos” ni completamente “dormidos”, sentientes o asténicos.., sino en estados más o menos lo uno y lo otro.

Ahora bien, suponiendo lo anterior, ¿cuál es el mínimo exigible? Este es el gran problema, aquí, para la definición e inteligibilidad del pampsiquismo. Algunos pampsiquistas dicen que tenemos que evitar el antropocentrismo, y estar dispuestos a aceptar un concepto más amplio y abierto de consciencia. Sí, pero tiene que ser un concepto no vacuo ni misterioso. Toda noción puede estirarse hasta contenerlo todo, pero paga el precio de volverse progresivamente irrelevante. Además, y según nos hemos exigido algo más arriba, tiene que ser una noción descriptible en términos introspectivos o fenomenológicos. Un ser mínimamente consciente ¿debería ser capaz de sentir dolor o placer, de recordar algo durante un tiempo, de “ver” qualia…? El pampsiquismo partirá de la caracterización mínima: hay consciencia si hay al menos alguna de esas especies de representación, o al menos alguna lo suficientemente análoga.

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En cuanto al segundo de los tres elementos que distinguíamos en la tesis pampsiquista, o sea, el modo en que se supone que la mente o consciencia “está” (está asociada…) con objetos o procesos externos, no me parece que sea un problema especial para el pampsiquismo. Es, desde luego, un problema (quizá el principal problema) de la filosofía de la mente, pero el pampsiquismo es compatible, me parece, con casi cualquier solución que se ofrezca a ese problema, con tal de que, obviamente, no sea radicalmente eliminativista de lo mental (Obsérvese, por cierto, que no ocurre lo mismo con un eliminativismo de lo material: aún sería pampsiquismo la tesis de que todo lo que existen son multitud de mentes, de las cuales lo físico es una simple ilusión. Lo cual muestra una vez más la asimetría entre mente y cuerpo. Aunque un eliminativismo mentalista radical se encuentra con la paradoja análoga a su inverso: ¿decir que los cuerpos son ficciones, los elimina radicalmente?). Podemos, por tanto, dejar entre paréntesis este problema de la relación entre mente y cuerpo. Tanto un fisicalista no eliminativista (el mencionado Galen Strawson, por ejemplo) como su inverso, un espiritualista no eliminativista (un “platónico”, quizás), como un dualista de cualquier tipo, pueden defender el pampsiquismo, quizás incluso con argumentos comunes.

Algo similar puede decirse del tercer elemento que distinguíamos en nuestra definición inicial: lo exterior, corpóreo, material… ¿Cómo hemos de entender estas nociones? Aquí nos atendremos a la universal caracterización según la cual es material todo y solo cuanto es ubicable en el espacio y en el tiempo. Esta sigue siendo la definición que cualquier filosofía de la física sigue arrojando, incluso después de las grandes teorías físicas contemporáneas. Si alguna vez la Física cree poder prescindir de estos conceptos básicos, tendrá que proporcionar una definición lo suficientemente fuerte como para que el concepto de naturaleza, materialidad, cuerpo… no se volatilice. Mientras la ciencia crea (muy razonablemente) que es esencial para su supervivencia estar anclada a algún tipo de experiencia empírica, los conceptos de espacio y tiempo serán ineliminables e irreducibles a otros más básicos.
       
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Por último está el cuarto elemento que distinguíamos en la definición del pampsiquismo: la cuestión del Todo (panta) ¿A qué todo se refiere el pampsiquista cuando dice que todo tiene mente o consciencia? Quizá no pueda considerarse pampsiquismo a la tesis que diga que hay una consciencia (Nous, Logos...) en el Todo, pero no individuada en cada parte. Sería mejor llamar a esta tesis "Holopsiquismo". En el otro extremo, el más radical de los pampsiquismos será el que diga que “todo” significa aquí, distributivamente, absolutamente cualquier objeto, grande o pequeño, organizado o deslavazado, que podamos fingir. Desde luego, será esperable que este pampsiquismo nos advierta que la consciencia se da, en esas diversas cosas, en diferentes grados. Sí, tanto una mesa como una molécula o un electrón, como un rebaño… tienen consciencia, pero en grados y/o modos diferentes. Otros pampsiquista, de manera menos extrema, solo atribuirán consciencia a objetos no arbitrarios, es decir, individuados de alguna manera “razonable”: un batiburrillo de cosas enumeradas al azar es tal vez un conjunto, pero no es un objeto razonable, es decir, no está individuado de una manera razonable. ¿Y una mesa: es una mesa realmente un individuo, siquiera en un grado mínimo, o es más bien un montón de partículas “arregladas mesiformemente”? Si es esto último, entonces no tenemos que atribuirle consciencia a la mesa. Un pampsiquista es quien atribuye mente a todas las cosas, pero no a las no-cosas.

Es difícil exagerar la trascendencia de esta última discusión. Algunos de los problemas más abstractos y fundamentales de la filosofía, tanto antes como hoy, se concitan aquí: el problema de la individuación, el problema de los todos y las partes (la mereología)… ¿Cómo hay que individuar o separa las cosas? Quienes creen que este (como seguramente todos los problemas metafísicos y ontológicos) es un pseudoproblema, piensan que hay tantas maneras de dividir y categorizar las cosas como uno quiera. Fabrícate tu cortagalletas en forma de osito o de hombre de jengibre, ponte a hacer galletas y la masa se individuará en ositos u hombres de jengibre. Una estupenda reciente discusión de (y contra) esta tesis se encuentra en Writting the Book of the World, de Ted Sider. La idea de que da igual cualquier metafísica y que, por tanto, podemos individuar como queramos, no es aceptable ni siquiera desde una posición tan a priori poco propensa a la metafísica como el naturalismo: solo un completo relativismo o constructivismo, que no es capaz de salvar siquiera el conocimiento científico, puede permitirse esta tesis. La ciencia presupone que alguna estructura es más propia de las cosas que sus alternativas. Dicho en los términos que Sider toma de David Lewis y este toma del Fedro de Platón, unas clasificaciones e individuaciones “cortan por las articulaciones de la realidad” (carving reality at its joints) mejor que otras. Los conceptos de “verde” y “azul” reflejan la estructura de la realidad mejor que el concepto de “verdul” (que propuso el constructivista Nelson Goodmann), los electrones son más reales que otras individuaciones alternativas, distinguir a una persona de otra atina más con la realidad que distinguir entre Juan-más-el-brazo-de-Pedro y el-resto-de-Pedro, o entre Juan-menos-sus-recuerdos-de-antes-de-ayer y Pedro-más-esos-recuerdos, la operación “más” (+) es más correcta que la operación “cuás” (definida como “más” hasta llegar a un resultado de 1000 y, a partir de ahí, como dando siempre el resultado de 5). Esto es lo que hace ridícula la clasificación que, según Borges, hacía cierta “enciclopedia china”. Unas cosas, en resumen, son (más) sustancias (que otras).

Cualquier pampsiquista no relativista supone, pues, que primero tenemos individuada correctamente la naturaleza, y solo después es posible asociar mente a las sustancias. El pampsiquista no relativista puede ser, eso sí, gradualista, de modo que crea, no que hay simplemente individuos y no-individuos, sino, más bien, diversos grados de más o menos plena individualidad. Entonces, atribuirá mente o consciencia a cada  cosa solo en la medida en que esa cosa posee individualidad: un grado ínfimo o infinitesimal a un batiburrillo, y grados mayores a individuos más auténticos.

Si uno es muy estricto con lo que exige a una cosa para ser propiamente un individuo, puede entonces llegar a la conclusión que llega Peter van Inwagen de que realmente no existen cosas que, como las mesas o las montañas, son en verdad meros agregados. Existen, según él, además de las partículas físicas, aquellas entidades que tienen consciencia, es decir, en la Tierra los hombres y algunos otros animales. Desde luego, van Inwagen no es pampsiquista, pero por su camino es fácil llegar a serlo. Si la tenencia de consciencia es algo que otorga, por sí, individualidad, ¿no ocurrirá también a la inversa que lo que tiene individualidad tiene consciencia? De esto, que considero el punto fundamental, hablaré también más adelante.


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Por el momento, y resumiendo estas reflexiones, podemos decir que 
el pampsiquismo, entendido en su sentido más interesante, es la tesis según la cual existe consciencia, es decir, algún grado y tipo de representación, subjetividad, fenomenicidad introspectiva o interna… en todas y cada una de las cosas a las que podemos considerar, y en la medida en que las podemos considerar, individuales o sustantivas, y que esa consciencia puede inferirse asociada a los cuerpos o procesos de dichas sustancias individuales.

¿Cómo puede argumentarse a favor o en contra de esta idea?

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