domingo, 23 de octubre de 2016

De la relación entre pensamiento y acción. La filosofía y la ético-política


Pensemos ahora en la relación que guarda la Filosofía con lo Ético-político. Llamamos Ético-político, en sentido amplio, a todo el ámbito de la actividad «humana» o auto-consciente que tiene por objeto lo Bueno, esto es, lo que se quiere (hacer) «o» se debería (que­rer) hacer (esa «o» es, sin duda, una de las más hondas dialécticas propiamente ético-políticas).
Pero ¿«tener por objeto hacer lo bueno» no es una pura tautolo­gía? ¿Qué otra cosa que lo bueno podría ser propiamente objeto de acción? La Belleza es objeto del disfrute en la figuración, pero no es objeto prioritariamente de la acción, aunque el Arte sea, como todo, cierta acción; la Verdad es objeto de comprensión o de inda­gación, pero no prioritariamente de la acción, aunque la Ciencia y la Filosofía sean alguna actividad. En cambio, la Bondad es obje­to de la acción en cuanto acción. Según eso, lo Ético-político es, sencillamente, el nombre para el ámbito completo de la Acción, sin adjetivos, dominio trascendental que abarca o inunda todos los otros, pero que no suplanta los criterios axiológicos de cada uno de ellos. Este ámbito difícilmente se puede explicar a partir de otras nociones más simples o más fundamentales: se trata del Ser como Acto, como energeia
Todo lo que «hacemos» es un hacer, pero la actividad propiamente activa es la Ético-política. Las demás accio­nes son tipos de acciones, o materias de la acción; ella es la acción de la acción. Si el modo, eje o «función» del Lenguaje más afín al Arte era lo expresivo, el inmediatamente más cercano a la Ético-política es el pragmático: el modo o función del funcionar.
Por eso, lo Ético-político parece tener la prioridad entre las ac­ciones. Y, efectivamente, en cuanto tipo de acción, tiene la priori­dad, puesto que es la acción pura, aunque, por eso mismo, la más vacía en sí, la simple forma del hacer, el mero hacer hacer. Pero que la Acción tenga la prioridad en cuanto acción, no quiere decir que tenga la prioridad sin más, la prioridad entre los ámbitos trascen­dentales o aspectos máximos de lo Real. ¿Es la Praxis la principal forma de ser, por encima del Conocimiento, o del Arte? ¿Cómo puede dirimirse esto?
****

Tampoco es de hoy, ni tuvo un comienzo, la dialéctica entre la Filosofía y lo Ético-político. Ya en la Antigüedad se las vio como simultáneamente lo mismo y totalmente diferentes. Por una par­te, el filósofo se concebía como el representante por excelencia del más noble modo de hacer, y concebía la Política, al menos ideal o «utópicamente», como filosofía aplicada: hasta que no gobiernen los filósofos o los gobernantes no se entreguen a la Filosofía, no habrá gobierno en el gobierno, dice Platón; el filósofo da órdenes y no las recibe, dice Aristóteles, quien unas veces pone como filosofía primera a la ciencia del ser en cuanto ser, y otras da la prioridad a la política, pero cree siempre que ambas son dos aspectos de lo mis­mo, del pensamiento que piensa y gobierna sobre todo. Comple­tamente a la vez, el bíos theoretikós es ajeno a toda práctica impura, e incluso a toda práctica, de manera análoga a como el ser que es puro acto mueve sin moverse y atrae sin ser atraído, hasta el pun­to de que a los «príncipes» de los dialécticos habrá que obligarles a participar (a participar participativamente) en lo político, como quien saca a un bendito de su isla. Si no es que incluso el filósofo está «condenado» a ser un animal apolítico, incapaz de consejo pú­blico sensato, ridículo en la Asamblea.
Es propia de las épocas modernas la tendencia del pensamiento ético-político a disociarse cuanto puede de cualquier fundamen­tación intelectualista, y a concebir lo ético-político como pura decisión o pura convención. En la modernidad más reciente, la europea, esto se agudiza una vez que, presuntamente «muerta» o acabada la teleología, las cosas dejan de tener naturalmente atados los valores a sí. La misma Filosofía es vista (se ve ella) como activi­dad antes que cualquier otra cosa, antes, incluso y sobre todo, que teoría; el pensamiento se piensa a sí mismo como superestructura, epifenómeno, síntoma… de la actividad real. De hecho, al empe­zar, como hemos empezado esta investigación, preguntándonos qué es y si existe y puede existir la Filosofía, muchos dirán que hemos equivocado ya el camino, porque la pregunta primitiva no es acerca del qué es, sino acerca del cómo se hace: no qué significa la palabra ‘filosofía’, sino cómo y para qué se usa, debería ser la ocupación del filósofo. Al principio fue la Acción.
El pragmatismo, en sus diversas expresiones (prioridad de la Vo­luntad sobre el Entendimiento, de la «razón práctica» sobre el uso teórico, de la praxis sobre la interpretación del mundo, de la Volun­tad de voluntad sobre el Concepto, del Uso sobre la Referencia, del saber-cómo sobre el saber-qué…) es, más aún que el poeticismo, el sino del pensamiento de los últimos trescientos años, y, en su forma más radical, la mayor duda planteada contra la Filosofía (y la Ciencia) entendida(s) como Conocimiento. El giro pragmatista es la última fase en que convergen todas las intentadas destrucciones del intelectualismo. Podría ser, incluso —dicen algunos—, una re­volución sin precedentes y sin vuelta atrás, mayor aún que aquella que se figuraba el positivismo del siglo XIX: el «error» no estaba en un conocimiento poco apegado al suelo, sino en la propia creencia en la autonomía del Conocimiento. El Conocimiento es y no puede dejar de ser el siervo del Deseo. Es la Voluntad la que establece, por su simple acto, desde la nada, el valor y sentido de las cosas, inclu­yendo ese valor que llamamos «la Verdad». Y, sin embargo y a la vez, la Filosofía se sigue reconociendo a sí misma el papel trascendental de Crítica del Valor, de fuente de emancipación, o de terapia radical.
Por su parte, desde la Ético-política, la Filosofía es tratada con la misma dualidad. Los reyes antiguos gustaban de tener consejeros fi­lósofos, aunque los sentenciaban a muerte cuando el consejo no era el deseado. Hoy —se lamenta algún que otro filósofo— el filósofo ya no recibe cartas del padre de la patria, ni siquiera para amones­tarle; aunque, a la vez, los poderes reales siguen reconociendo que los problemas políticos no son problemas de mera economía y bu­rocracia, ni de pura espontaneidad, sino cuestión de «ideologías», que exigen o deberían exigir diálogo y argumentación.

****

Entre Filosofía y Ético-política hay, como entre Filosofía y Arte (más estrechamente aún), una relación de absoluta mismidad y di­ferencia, como entre las dos caras de una hoja auténticamente bidi­mensional. Son, ambas, manifestaciones de la misma y única vali­dez general, del mismo y único Archi-Trascendental. La diferencia entre ellas es la que corresponde a los trascendentales específicos de lo Verdadero y lo Bueno, o, en términos de facultades psíquicas o «aptitudes intencionales», la que hay entre creer (que…) y querer (que…). Mientras que la Filosofía se hace cargo de la dialéctica y analogía de la Realidad desde el Conocimiento y como Verdad, la Ético-política lo hace desde la Voluntad y como Bien.
También esta tesis, totalmente tradicional, es controvertible, desde luego; e incluso unilateral y, por eso, errada. Pero conviene también aquí que la entendamos primero en su esencial «parte» de la verdad. Y es que se trata, ahora, de señalar en qué son dife­rentes Filosofía y Ético-política. Quienes piensan (pensamos) que de alguna manera son lo mismo, no queremos, por ello, borrar su diferencia.
Empecemos por ver cómo la Filosofía es, en un sentido esencial (pero no en todos los sentidos) completamente autónoma respec­to de lo Ético-político. La verdad de una proposición filosófica se mide solo por criterios epistémicos, y todo elemento práctico, sea de utilidad o de justicia, es insuficiente e innecesario para deter­minarla. El propio pragmatismo, decíamos más arriba, es una po­sición filosófica, en el sentido incluso (y seguramente de manera fundamental) de decirnos qué es, y no ante todo cómo se usa o para qué sirve, la Filosofía, e incluso qué es (antes de cómo se usa) el Uso. En cuanto tal, el pragmatismo no puede ser evaluado más que lógica y argumentalmente. La profunda dialéctica entre Teoría y Práctica, Idea y Acto, Verdad y Bien, es, precisamente, una de las principales cuestiones filosóficas (principal, en el sentido más sis­temático y menos histórico posible), y debe y solo puede ser abor­dada dentro de la propia Filosofía. Es lógicamente imposible, pues, que el pragmatismo deconstruya o disuelva la autonomía teorética de la Filosofía: o lo haría teóricamente (y, entonces, se contradiría), o simplemente «lo haría» desde fuera (por la «fuerza»), es decir, no lo haría.
La Ético-política es, por su parte, heterogénea a, y, en cierto esen­cial aspecto, autónoma respecto de la Filosofía. El momento de la decisión y la acción es distinto al del «mero» pensamiento y cono­cimiento, aunque, a la vez, emana totalmente de él. Todos sabemos vitalmente lo que significa estar inmersos en la acción, donde ya «no hay tiempo para pensar». Hay una brecha real (aunque de extensión nula) entre creer que se quiere o se debe hacer algo, y hacerlo. Y, an­tes aún, hay un abismo (si bien, «infinitesimal») entre creer que una cosa o un acto tienen tales o cuales propiedades «reales» (esto es, no-ético-políticas), y creer que esa cosa o acto son buenos o malos y de­ben hacerse o evitarse. El predicado «bueno» es, como el predicado «bello», en cierto sentido completamente irreducible al de verdadero (y al de bello o a cualquier otro). No es tarea del sujeto, en cuanto alguien que actúa, pensar qué es lo bueno, ni saberlo siquiera, sino quererlo, decidirlo y hacerlo, por más que quererlo y hacerlo impli­quen absolutamente creerlo bueno. Solo la Filosofía se pregunta qué es lo bueno, y, por eso, no lo hace directamente. O, mejor, lo hace en el nivel fundamental, el del pensamiento, pero no lo ejecuta.

****

Hay que aceptar, pues, que la Acción ético-política (la acción sin más) está relacionada con la Voluntad de una manera directa en que no lo está ninguna actividad teórica, la Filosofía por ejemplo. Pero también aquí sería completamente unilateral definir lo Ético-político solo (esencialmente solo) desde una «facultad». Como en el caso del Arte, al hacer esto dejamos abierto el auténtico proble­ma: ¿por qué a ciertas acciones o cosas las consideramos buenas y, a otras, malas? ¿Es la Voluntad un monarca absoluto, que dicta su ley inescrutablemente sin tener que, ni poder siquiera, «justificar» lo que decide? ¿Es «arbitrario» el arbitrio? ¿Por qué, entonces, se tomaría uno tanta molestia en intentar justificar (también y, en el mejor de los casos, sobre ante sí mismo) lo que hace, y en pensarlo antes de hacerlo? Y esta justificación no se refiere solo ni princi­palmente a los medios, a la «economía» que conviene usar para alcanzar lo que voluntariosa e irracionalmente ya queremos, sino que se refiere también y principalmente a los fines y a los principios de la acción. Los problemas morales y políticos no son nunca, en realidad, problemas acerca de cómo realizar lo que decidimos (eso son meros problemas técnicos), sino acerca de qué debemos objeti­vamente decidir, qué es correcto o bueno y deseable por sí y otorga valor a los medios.
El dominio de la racionalidad propiamente moral parte del pos­tulado, usualmente no más que implícito o «inconsciente», de que solo puede considerarse decisión libre a la que responde completa­mente a cómo son las cosas. A cómo son tanto fáctica como, «antes» y sobre todo, idealmente, a cómo deben-ser (y el deber-ser es una forma de ser: la forma axiológica o normativa de ser): lo que valen en sí mismas, lo reconozca el mundo o no, es lo que hace buena a la voluntad que se corresponde con ese valor. Una decisión incon­dicionada o incluso indeterminada respecto de cualquier saber o creencia, respecto de la realidad de las cosas, es una ficción. Lo más parecido a ella es un suceso casual. Que definamos lo Ético-político a partir, prioritariamente, de la Voluntad, no quiere decir, pues, que pueda actuarse contra, ni siquiera fuera, del Conocimiento y de la Verdad. La praxis de cada individuo o época es, de hecho, comple­tamente coherente con su concepción de la Realidad.
Debemos, entonces, aquí también, tomar como verdades uni­laterales las dos teorías «puras» en metaética: el no-cognitivismo (especialmente el pragmatista, porque está más cerca de la verdad en este asunto) y el cognitivismo o intelectualismo simple o adia­léctico. Según el no-cognitivismo, un deseo, o un imperativo, no son un acto mental o una proposición verdaderos o falsos, ni se deducen de una proposición verdadera o falsa: su modo de validez es radicalmente otro. Ningún conocimiento sería ni suficiente ni necesario para que existiese una decisión y una valoración moral. Lo más parecido a una verdad, de cuanto exige el deseo y su acción, es ser lógicamente consistente. Pero consistencia no es lo mismo que verdad: la validez formal no implica ninguna relación de refe­rencia a, ni dependencia de, un objeto. Es más, la relación que hay entre la voluntad y su objeto es de ajuste inverso a la que hay entre el conocimiento y el suyo: las cosas son buenas porque las quiere la voluntad, mientras que son verdaderas porque son así realmente y el conocimiento no tiene más misión que admitirlas. En este senti­do, se dice razonablemente que lo ético-político es algo «subjetivo». Aunque, si usamos «objetividad» en el sentido amplio de «validez», o de universalidad o intersubjetividad criterial, podemos dar un sentido no-cognitivista a la idea de que lo ético-político es objetivo y supra-individual. Hasta aquí, el argumento del anti-intelectualis­mo. Pero ¿en virtud de qué podría decidirse la Voluntad, o moverse el Deseo, para otorgar valor a una cosa frente a otra? La tozuda verdad del cognitivismo es que un deseo o una ley ético-política no flotan en el vacío, y que solo las cualidades no directamente morales que encontramos en las cosas, o que les atribuimos, funda­mentan o justifican la valoración ético-política.
Es verdad —como señala correctamente una, no obstante, errada objeción anti-intelectualista— que los valores últimos o primeros, los más fundamentales, no son deducibles de otros, y, en ese aspecto, podría decirse que son «injustificables». Pero esto no los hace un ápice menos cognitivamente objetivos o más dependientes de cierta voluntad inde­terminada, como no hace más subjetivos o «convencionales» ni menos cognitivos y más voluntariosos a los primeros principios teoréticos, el hecho de que no pueda deducírselos o justificárselos no-circularmente a partir de otras proposiciones. Los primeros principios de cualquier ámbi­to están, como todo pero más expresamente, en una situación dialéctica, de auto- y hetero-justificación a la vez: esto no es especial de los valores éticos o políticos.
Y también aquí, en lo ético-político, como decíamos a propósito de lo estético, una «explicación» naturalista-causal de por qué valoramos lo que valoramos, es completamente inadecuada, porque se trata del carácter de validez intrínsecamente moral o política de los juicios éticos, no de su historia fáctica.
Las dos tesis metaéticas tienen su razón parcial. Es verdad que no se cambia el mundo con solo interpretarlo, pero, también, que no hay más acción que la que emana del conocimiento. Los tras­cendentales bueno y verdadero son tan afines como distintos. Y también quizá aquí ambas tesis tienen la prioridad según el ángulo desde el que se considere. Si el pragmatismo la tiene al reconocer el rasgo esencial inmediato de la acción ético-política, el cognitivismo la tiene al señalar que la esencia última o escondida de la acción es la verdad o Realidad.

__________________


No hay comentarios:

Publicar un comentario