domingo, 29 de julio de 2012

Vida de artista (fragmentos de Diálogos de Filosofía)


Copio aquí otro fragmento de mi libro Diálogos de Filosofía. En el cuarto y último diálogo del a obra, titulado "De la vida buena", El exmaestro y el exalumno, junto con dos amigas, Beatriz (que es artista) y Andrea (que es abogada y política) charlan acerca de algunos diferentes modos de vivir la vida. Empiezan discutiendo la “vida estética”, que se encarga de “defender” Beatriz. (Personajes: M = maestro; A = antiguo alumno; Beatriz y Andrea):


(Ilustración de Marien Sauceda Polo)

M.- Hace unos días, cuando nos encontramos, este muchacho me contó que estaba dándole vueltas a la idea de dedicarse a la literatura, y dijo que tú, Beatriz, tenías bastante culpa en ello (aunque, después de su grave error con lo del escenario, no sé si vas a desahuciarle) ¿Por qué no nos dices con qué argumentos le convences, o convencerías a alguien, de que se dedique al arte, como haces tú?
Beatriz.–La verdad es que él necesita pocos argumentos, y yo tampoco sabría dárselos. Como mucho, de mí puede sacar un ejemplo, porque me entrego en cuerpo y alma, como se suele decir, a mi creación.
M.–Pues ahora, además de dar tu ejemplo, haz el esfuerzo de explicarnos qué tiene de bueno, o si prefieres de bello, dedicar la vida en alma y cuerpo a la creación, como se dice.
Beatriz.–Está bien, haré el intento. Antes de nada tengo que decir que en este asunto estoy en desventaja, porque lo mío no es precisamente pensar lo que hago ni defenderlo. Ni me agrada andar intentando entenderlo ni sería bueno. Como dice el poeta, “La rosa es sin porqué”. A algunos les ha pasado lo que al ciempiés, que, cuando quiso contestar a la pregunta de cómo era capaz de mover tantas patas sin tropezar, perdió su habilidad de andar.
M.–Creo que Platón te daría la razón. El artista obra por una especie de entusiasmo, que se trasmite al oyente como la corriente magnética.
Beatriz.–Así que espero que conversaciones como la de hoy no arruinen mi poca intuición. Y no por otra cosa sino porque no imagino otra forma de vida que me resultase soportable. Pues bien, mi propuesta de vida (pero no se me ocurre ni insinuar que valga a los demás) es, aunque suene vulgar, disfrutar.
A.–Seguro que el filósofo sabe darle un nombre biensonante.
Beatriz.–Creo que lo principal que puedes encontrar en el arte, y tal vez lo único, es placer, el placer estético. Todos buscamos la felicidad, ¿no? ¿Y qué felicidad mayor y más inofensiva que la que no sirve para nada, salvo para sí misma? Así es el arte, al menos tal como yo lo vivo. Hay artistas que creen que su labor tiene algún valor más sublime, como ser una vía diferente y hasta superior de conocimiento; o como una manera de hacerse mejor persona. Pero si yo quisiera convencer a alguien del valor del arte para la vida, no me andaría con charlas morales ni con filosofías, le diría que viva el arte y que, mientras haga arte, deje de pensar. Porque hacer arte pensando en lo bueno o lo sabio que te vas a hacer o vas a hacer a los demás, es tan imposible como estar soñando y pensar a la vez que estás soñando.
A.–Ten cuidado con los ejemplos que usas delante de un filósofo.
Beatriz.–Me da igual, no voy a entrar en el juego del filósofo. No rechazo que se me diga que el arte es un sueño. ¿Qué tiene de malo el sueño?
Andrea.–¿De malo?
Beatriz.–Quiero decir, de falso, de feo... Y es más, pienso (no te ofendas) que el filósofo invade a menudo el terreno que corresponde al artista. La filosofía, según la veo yo, es una especie de híbrido, que por una parte aparenta ser conocimiento y tratar de la verdad, pero, por otra, intenta hablar de cosas que no tienen nada de científicas y que incluso cuando se expresan como conocimientos resultan casi absurdas, aunque suenan a veces bellas. Se diría que un filósofo es un pobre poeta con aires de sabio, o un pobre intelectual jugando a la poesía. Perdóname por decir esto, y ten en cuenta que yo no tengo ni idea de lo que digo. También a mí me ha parecido siempre muy atractiva la filosofía, pero creo que es por eso, porque se me aparecía siempre con las ropas del arte. Y a veces creí que va más allá, pero, sinceramente, ahora creo que se queda más acá. El arte, en cambio, es el reino de la libertad. Sabe que no trata de la cruda e indigesta realidad, pero no le importa, como parece importarle al filósofo y como debe importarle al científico. Y los artistas que han querido ser maestros, pensando que eso era más importante que dar placer, han fracasado siempre. En lugar de crear metáforas han caído en alegorías y simbolismos que, para cualquier persona con gusto, son algo muy desagradable, precisamente porque se les ve al servicio de unas ideas. El artista tampoco es un santo edificante o un servidor del político. Algo así no es arte sino propaganda, la moraleja no es parte del cuento. Las imágenes del arte no tienen más significado que ser bellas, ni más fin que gustar.
M.–No te disculpes por decir lo que piensas. Además, no son pocos los filósofos que te darían la razón en todo lo que has dicho. Yo mismo, al escucharte, me estaba lamentando de no haber dedicado más tiempo a la poesía y la música, que no se me dan mal. Me ha quedado alguna duda: ¿crees que todo gusto es, o puede ser, gusto estético? Quiero decir, ¿crees que el placer de comer o del rascar, por ejemplo, son similares al placer que da la pintura, y la diferencia es, tal vez, de grado o según cada persona?
Beatriz.–¿Quieres decir que si creo que hay un arte de la cocina, hoy tan de moda, o incluso un arte del rascado, como hay un arte del masaje? Sí, yo creo que puede hacerse arte con cualquier cosa, con cualquier lenguaje. Desde luego, ciertos materiales son más tratables y ciertos sentidos más finos, y dudo que el arte del perfume alcance alguna vez el nivel de la música o la escultura, pero será arte. Lo que nos gusta no es el color o el olor, sino lo que la imaginación y el sentimiento nos dicen de esos colores y olores.
M.–Muy bien, tu explicación es muy clara. Espero que no se atrofie tu intuición artística por tener esta conversación, pero, en caso de que ocurra esa desgracia, te aseguro que podrías dedicarte a la filosofía, lo cual, aunque ahora te parezca pésimo, podría procurarte algún placer también, a falta de otra cosa. Pero yo no me refería exactamente a eso, al arte de la comida y el placer que produce, sino al gusto que sentimos cuando comemos o nos rascamos simplemente por necesidad. ¿Es como el del arte? ¿Es todo gusto una satisfacción de una necesidad o dolor anterior? No sé si me he explicado.
Beatriz.–Bueno, seguramente os parecerá una tontería, pero yo creo que nunca comemos por necesidad.
M.–Estoy de acuerdo contigo. Igual que ninguna de las llamadas artes útiles, como el mobiliario o el pintado de paredes, carece nunca de su aspecto estético (excepto, tal vez, en los colegios y las cárceles). Pero ¿no crees que en la medida en que se mezcla la necesidad en la valoración de algo, es menos estético? Por ejemplo, cuando se ve un retrato como parte de los protocolos políticos... Creo que has dado a entender algo así.
Beatriz.–Sí, el arte debe ser inútil. Aunque nunca se pueda separar lo útil de lo bello, lo bello es lo bello, y se basa en un gusto no utilitario.
M.–Entonces aceptarías la clasificación que de los placeres hace Platón, entre los que surgen de una necesidad y por eso se dan siempre con mezcla de dolor, y los que no surgen de necesidad y no tienen mezcla de dolor. Y solo en estos últimos habría que colocar los placeres del arte.
Beatriz.–Sí, el arte busca un placer puro, y por eso es el único momento en que uno es realmente libre, porque en las demás actividades se busca siempre una utilidad, o por lo menos una verdad. El artista prescinde de todo eso. Ni lo útil ni lo verdadero le ponen límites. Creo que esto está tremendamente expresado en la tragedia Las Bacantes, de Eurípides. Penteo, el rey, se enfrenta a Dionisos, el dios del frenesí inconsciente y del arte trágico, y lleva su intransigencia hasta el intento de prohibir la fiesta, o sea, el momento en que la locura artística se libera de las frías leyes del Estado. Pero Dionisos se burla de Penteo, le hace creer que le está encadenando a él, al dios, cuando está encadenando solo a un toro. Y al final su propia madre y las otras bacantes destrozan al rey. ¿Qué significa todo eso? Que el personaje racional, que solo piensa en la utilidad, no puede someter al deseo libre, al arte, porque nadie puede medir con su pobre razón el misterio. Intentamos someter a leyes la naturaleza, al toro, pero es solo una ilusión. Es nuestra misma madre, nuestra madre tierra, la que pertenece a Dionisos, el dios de la locura artística. Si todos buscásemos más el placer y la belleza, en nosotros y en las cosas, y dejásemos de perseguir nuestros intereses y la verdad, si fuésemos capaces de hacer como dice el poeta, mirar sin pensar, seríamos más felices y menos dañinos, con nosotros y con los demás. Lo que nos falta es una forma estética de vivir, hacer de nuestra vida arte. Por eso somos animales tan feos. En fin, voy a parar, porque estoy soltando un discurso, y me repito y me contradigo.
A.–De un momento a otro creía que te ibas a convertir en filósofa. Una cosa me ha chocado, Beatriz: dices que el arte no tiene nada que ver con el simbolismo, pero luego has cogido al pobre Eurípides y lo has nombrado escudero de tus ideas.
Beatriz.–Tienes razón. Pero lo que hace de Eurípides un genio no es darnos esa enseñanza, de la que no tenía ni por qué ser consciente, sino escribir como escribe. Yo, al utilizarlo así, lo he traído a donde no es su lugar. Su lugar está en el escenario, siendo bello y dando placer en ese momento al que lo ve.
M.–Y dime qué piensas de esto: ¿hay alguien que sepa más que alguien en las normas del gusto?
Beatriz.–¿Preguntas quién establece qué es buen y mal arte?
M.–Más o menos. A mi amiga la Maga, que es artista, esto no le dejaba dormir.
Beatriz.–Sobre ese punto no todos los artistas piensan igual. Yo creo que la única norma es el gusto mismo. Es verdad que los que nos dedicamos a algún arte solemos tener ciertos criterios parecidos, seguramente porque todos los humanos, y animales, nos parecemos en algo o en mucho. Pero el artista debe guiarse solo por su gusto y su intuición. Los grandes creadores, los genios, han sido siempre impredecibles.
Si se hubiesen limitado a hacer lo ya sabido, no habrían gustado más que cualquier imitador. Hasta diría, tal como lo veo ahora, que norma y gusto son cosas contrarias. El artista no se somete, como una máquina, a una ley, y ningún filósofo le va a decir lo que debe hacer.
M.–Entonces en una sociedad donde llevásemos a la práctica una vida estética, tendríamos una bonita anarquía, ¿no?
Beatriz.–Como la que hay en el mundo de los artistas. ¿Y qué?
Andrea.–Todo eso está muy bien, o (para que no creas que intento llevarte a mi terreno) suena muy bonito. Pero creo que ni tú aceptarías que el artista llevase su arte hasta permitirse ser un irresponsable. Ya sé que me vas a decir que son ejemplos extravagantes, pero también son artistas los que asesinan cuidando todo detalle y por el simple placer de su obra.
Beatriz.–Sí, son ejemplos extraños, pero no me parece mal que pongas casos límite. Hay quienes llegarían a defenderlo, y dicen que saben separar lo estético de lo político o lo moral, pero yo creo que eso ya no es arte. ¿Por qué lo creo? Porque pienso que el arte no justifica el dolor, sino que precisamente el arte tiene como fin el placer, el placer libre y puro, como decía.
A.–¿¡Cómo!? Muchos artistas no dirían que el fin del arte sea el placer o que el dolor no esté justificado. Hay arte, y no del peor (como la tragedia, ya que tú misma mencionas a Eurípides), que no parece que busque exactamente el placer. Incluso hay quienes piensan que el fin del arte es, justo, hacernos más tristes, porque ser más triste es ser más interesante.
Beatriz.–Yo coincido en todo eso.
A.–Es verdad, otras veces te lo he oído. ¿Entonces…?
Beatriz.–La tragedia busca el dolor, el arte puede buscar la tristeza, pero solo porque sufrir y estar tristes nos produce placer.
A.–¿Quieres decir que el dolor es ahí solo un medio para el placer? Eso está bien. Pero ¿por qué nos gusta estar tristes? ¿Cómo puede ser que nos alegre sufrir? ¿La misma cosa nos alegra y entristece?
M.–Como dice Sócrates, imitando a Esopo, placer y dolor son los dos lados de las alforjas, van siempre juntos. ¿Esa es la razón?
Beatriz.–No, yo no quiero decir eso, ni mucho menos, porque en ese caso no se trataría de que queremos ser tristes y alegres, sino de que no podríamos evitarlo. Si nos ponemos en esas, yo creo que el arte solo quiere placer, no dolor. Lo que quiero decir es que sentir algunas tristezas nos hace felices.
M.–Muy bien. Pero, seguimos con la misma pregunta: ¿por qué?
Beatriz.–No tengo una idea clara.

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