domingo, 12 de mayo de 2013

Filosofía, ¿de "ciencias" o de "letras"? La filosofía analítica, la filosofía hermenéutica, y más allá

A menudo voy leyendo varios libros a la vez, y procuro que sean dispares en diversos sentidos. Por ejemplo, muchas veces leo simultáneamente a varios filósofos que no pertenecen a solo una de las dos grandes maneras de hacer filosofía en los últimos ciento y pico años, o sea, la filosofía analítica y la filosofía hermenéutica. Mi intención es buscar, por encima o por detrás de sus diferencias, de qué forma están haciendo lo mismo, pensando y escribiendo sobre lo mismo. No me gusta la idea de que alguna de esas escuelas o corrientes me abduzca y se presente como la única y correcta. Es evidente que no es así. Creo que solo cegándose uno a sí mismo (al menos de un ojo) puede negar que en ambos mundos filosóficos se encuentran profundidades, bondades y bellezas. Esto, claro está, no tiene nada de original: hoy se publican cada vez más estudios en los que se hace una comparación entre Quine y Heidegger, o entre Wittgenstein y Derrida. Pero no se puede hablar de un auténtico diálogo, sino de acercamientos y semejanzas. Todavía un filósofo suele ubicarse y ser ubicado en una de las corrientes, y se muestra bastante incapaz de meterse en la piel terminológica y metodológica de la otra. La filosofía sigue fuertemente dividida en este sentido. Creo que hay que desentrañar y, en cierto modo, superar esta división. No para eliminar la diversidad de estilos (cada uno puede seguir haciéndolo a su manera, y eso será siempre bonito) sino para disolver la falsa apariencia de que no están haciendo fundamentalmente lo mismo y, sobre todo, para poder alimentarse de los destellos de ambos. Aquí, como en todo mestizaje y en todo viajar, hay mucho que aprender. Ambas maneras de filosofar son maneras de filosofar, se plantean las mismas cuestiones últimas o primeras, y dan, a menudo, respuestas mucho más cercanas de lo que puede parecer. Lo que intento aquí es, no solo defender que efectivamente analíticos y hermenéuticos hablan de lo mismo, sino también ver de dónde viene que hablen de lo mismo aunque de formas tan diferentes, y por dónde podría o debería ser superada esa separación. Haré primero un ejercicio de historia espontánea de la filosofía, siguiendo mi impresión a partir de lecturas a las que no guió, sin embargo, una preocupación historiográfica.

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La “filosofía analítica” se remonta a unos padres fundadores, Frege, Peirce, Russell, aunque podríamos rastrear sus antepasados en autores como Hume, Locke, Hobbes y, en general, un cierto estilo o modo “anglosajón”. Los primeros años de su existencia contemporánea tienen como protagonistas, además de al propio Russell, a filósofos como Wittgenstein, Moore, y el Círculo de Viena (Carnap, Neurath, etc). ¿Qué compartieron, en esencia, estos filósofos? Por un lado, el método: usando la lógica simbólica moderna (sistematizada inicialmente por Frege y Russell-Whitehead), el filósofo analítico se propone un análisis formal, “matemático”, de(la estructura profunda de)l Lenguaje. Dentro de la filosofía analítica es un truísmo decir que la lógica simbólica trajo un nivel de rigor y claridad en el planteamiento de los problemas filosóficos, respecto del cual todo lo anterior parecía ya un juego arbitrario y confuso. El propio Russell no solo dio el método sino magistrales ejemplos de cómo usarlo. La forma en que analiza las proposiciones existenciales en general (renovando la vieja tesis de que el ser se dice de muchas maneras), es considerada paradigmática por sus descendientes. Estos filósofos piensan estar ateniéndose a todo lo que un científico podría pedir (respeto por un hecho natural y tangible, como es el Lenguaje, y por su estructura matemática) y repudian la mala literatura germánica (con Hegel como blanco preferido).

Pero esta “tesis” metodológica (el análisis formal del Lenguaje) tiende también a confundirse, o a fundirse sigilosamente, con tesis filosóficas más sustantivas: por ejemplo y sobre todo, la superación o disolución de la Metafísica. La Metafísica queda superada en dos sentidos: en sentido formal, la antigua Metafísica general (u ontología, u ontología general) se reduce a Análisis de (la “esencia” de)l Lenguaje: donde creíamos estar hablando del Ser y su estructura, solo estamos hablando del Lenguaje y la suya. En este primer sentido, aún queda sitio para tesis metafísicas diversas. Sin embargo, resulta que el análisis del Lenguaje llevado a cabo por estos autores, muestra una pertinaz tendencia a darle la razón a la tesis (metafísica pero antimetafísica) del naturalismo o fisicalismo. El análisis tiende a arrojar el resultado de que las grandes convicciones y cuestiones metafísicas (como el argumento ontológico, o el problema de la nada) son malos usos del Verdadero Lenguaje: la existencia no es un predicado sino un cuantificador, la negación no es un sustantivo sino un sincategorema... La superación de la Metafísica es una superación (¿podía ser de otra manera?) naturalista y cientificista. En principio, insisto, no tendría por qué seguirse necesariamente eso, y es indeseable que se siguiese (pues ello desmontaría la pretendida neutralidad filosófica del método). De hecho, Frege no es un naturalista, sino que otorga una independencia a los conceptos (aunque Frege no habría dicho que la Filosofía “es” análisis del Lenguaje o que el Lenguaje es su objeto: su objeto son los conceptos, y no, además, en cuanto entidades psíquicas y contingentes). El propio Russell tendrá sus dudas, por ejemplo respecto de los universales. El naturalismo parece, pues, una tesis legítima y no tautológica, alcanzada con un método pulcro y neutral. Por supuesto, hay una mayor motivación previa a favor del naturalismo. Para empezar, algo así como la navaja de Occam: subsistamos teóricamente con lo mínimo. Esto es completamente legítimo. Ahora bien, hace falta algo más que eso, que amor por la austeridad, para privilegiar al naturalismo, porque ¿qué vamos a considerar mínimo e imprescindible? Hace falta, también, el prejuicio (o presupuesto, o ejercicio de sensatez, o como se quiera llamar), a favor de lo empíricamente dado, de lo natural. Es lo otro, lo sobrenatural, lo que tiene que demostrar su necesidad. Lo natural se presupone. Esto ya no es tan neutral (sino bastante hijo de su tiempo), pero tampoco es, quizás, tan restrictivo como para que impida por principio una tesis antinaturalista. De hecho, aunque no existan apenas pensadores antinaturalistas en esos años, están en la cabeza de los que sí existen, porque nadie puede pensar filosóficamente sin su otro, sin su pareja dialéctica.

Las características más importantes de esta primera época de la Filosofía Analítica son, pues:
  • la Filosofía se autocontempla como análisis lógico del Lenguaje. 
  • Este análisis arroja una estructura, ahistórica, del nivel más profundo del Lenguaje, estructura que parece ser el nuevo equivalente de lo que era la ontología tradicional 
  • la postura filosófica más común, y quizás favorecida por, o en una cierta extraña connivencia con, la nueva metodología, es el naturalismo (ontológico y epistemológico). 


Una segunda ola de la filosofía analítica, en su línea más ortodoxa, tiene como maestro indiscutible a W. van O. Quine, y como autores con influencia a K. Popper, T. Kuhn, etc. Quine alaba la pulcritud del análisis russelliano y carnapiano, y también lucha en el bando del naturalismo (y con las mismas motivaciones: simplicidad y prejuicio a favor de lo que es objeto de la ciencia natural). Pero ciertas cosas, comunes a los primeros analíticos, se han mostrado inconsistentes: sobre todo, la distinción rigurosa (para un análisis de tipo científico) entre lo formal-analítico y lo material-sintético, y la existencia de datos empíricos puros (también han aparecido lógicas alternativas, que arrojan ontologías diferentes, aunque Quine pretende neutralizarlas con la navaja de Occam). Ya no parece posible trazar una frontera cientificista entre lo necesario y lo contingente, ni entre lo dado y lo construido. Ambas imposibilidades parecen dejarnos ante solo una alternativa: o volver atrás y aceptar un dualismo no-naturalista y metafísico (en sentido sustantivo), o huir hacia delante y aceptar, como única salvación del naturalismo, un holismo relativista. Por supuesto, la inercia intelectual de la filosofía analítica ortodoxa de la primera mitad del siglo pasado, solo podía empujar hacia lo segundo. Aún así, otra vez hace falta algo más que holismo y relativismo para ser naturalista (también un idealismo puro puede ser austero, holista e incluso relativista –solipsismo-): hace falta que todo el cuerpo teórico tenga que seguir pasando de alguna manera ante el tribunal de la experiencia: salvar los fenómenos (exergo que Quine toma de Platón para encabezar su libro La búsqueda de la Verdad). Pero, una vez que no existen los datos puros, nos vemos conducidos, según Quine, al pragmatismo: todo el cuerpo teórico tiene que seguir mostrando su utilidad en experiencias empíricas funcionales. Esto, obviamente, es una restricción al holismo y al relativismo: hay una parte por donde todo el aparato teórico (toda la red) sigue tocando con la realidad. Y eso sigue siendo lo empírico, pero ahora llamado pragmático. (Aunque, si no hay datos puros ¿puede haber hechos pragmáticos puros? ¿Qué hemos ganado, en verdad, con el pragmatismo? No hemos ganado nada -como se verá algún día-: nos hemos llevado el punto de anclaje a la función no-referencial del lenguaje… allí donde todos los gatos son pardos y podemos seguir en la ilusión empirista y anti-intelectualista. Porque ¿hay alguna manera de entender lo pragmático sin una descripción de ese hecho pragmático? -Dejemos esto ahora). Sigue operando el prejuicio a favor del cientificismo. La tesis ontológica más importante de Quine es la caracterización de la existencia, de acuerdo con su famoso criterio de compromiso ontológico: existe todo y solo aquello sobre lo que nos obliga a cuantificar nuestra mejor construcción que pase el criterio (empírico-)pragmático. Este criterio se va a mostrar muy peligroso, porque va a obligar a aceptar la existencia literal de los números (y no en cuanto algo ontológico-naturalistamente reducible). El naturalismo ontológico deja de quedar a salvo también respecto de las mentes y espíritus (quizás la ciencia postule mentes el día de mañana, si no lo hace ya la física cuántica), pero subsiste el naturalismo epistemológico, o pragmatismo cientificista.

Pese al relativismo ontológico, Quine no insiste en el carácter histórico y sociológico de las construcciones teóricas (científicas o filosóficas). En cierto modo, sigue creyendo que hay unos criterios universales de cientificidad (simplicidad, máxima de la mutilación mínima, empireo-pragmatismo) que flotan por encima de toda posible teoría científica. Mientras tanto, un filósofo-historiador de la ciencia, Thomas Kuhn, sostiene la historicidad de las propias construcciones científicas, incluso en su parte más nuclear y paradigmática. Esto puede ser interpretado como un relativismo todavía más profundo que el de Quine, porque los propios criterios de cientificidad están sujetos a la historia. Ahora bien, con gran ingenuidad Kuhn no se plantea si la propia historiografía (y con ella sus propios análisis, los de Kuhn) están sujetos a cambios de paradigmas, fundando en… ¿qué? Kuhn intenta defenderse de la acusación de relativismo extremo, sin éxito. El historicismo no va a hacer mucha mella en la ortodoxia analítica.

El otro gran filósofo, heterodoxo, de este periodo de la filosofía analítica, es Wittgenstein, en su vuelta a la filosofía. El cambio en Wittgenstein es en cierto modo paralelo al que supone Quine respecto de Carnap, aunque en otro sentido, es mucho más radical (como era mucho más radical y profundo el Tractatus que todo el Círculo de Viena junto), y más desintegrador para la corriente de la filosofía analítica, si es que alguna vez Wittgenstein ha pertenecido a ella (se dirá). También Wittgenstein rechaza el trascendentalismo de su Tractatus (la idea de que hay una esencia del Lenguaje, que hay una línea clara entre lo formal y lo material…), y también él se encamina al pluralismo y al pragmatismo. Pero se trata de un pluralismo más radical, sin veneración explícita por el cientificismo (todo lo contrario), y de un pragmatismo más “metafísico”, que no se apoya en hechos empíricos (como en Quine) sino en “formas de vida”. (El único juego de lenguaje que sigue siendo una confusión es, según Wittgenstein, el de la Metafísica: la motivación antimetafísica es la más fuerte). El camino del segundo Wittgenstein hará más fácil la comunicación con los filósofos hermenéuticos. Por lo que, no obstante, cabe seguir considerando a Wittgenstein como un filósofo analítico es porque sigue tomando por objeto de reflexión al Lenguaje y, sobre todo, porque lo hace mediante un análisis que quiere parecer científico: lingüístico, semántico, o al menos de la pragmática lingüística.

¿Qué queda, entonces, de la Filosofía analítica, en esta segunda ola?
  • sigue presentándose, en cuanto a lo formal y metodológico se refiere, como análisis lógico-científico (cientificoide) del Lenguaje. 
  • sigue inclinándose, en cuanto a tesis sustantivas, por el naturalismo epistemológico, o, al menos, por un pluralismo de lo inmanente. 


Los discípulos de Quine provocaron una nueva revolución multiforme. En cuanto a la tesis formal de la filosofía analítica (el análisis del Lenguaje), si bien algunos se mantienen fieles en eso (como Davidson –quien, sin embargo, rompe definitivamente, o lo pretende, con el empirismo-), otros varios vuelven, para escándalo de la vieja guardia analítica, a hablar directamente de metafísica: de esencias y sustancias, etc. Lo que Quine llamó tímidamente “ideología” de una teoría global, es ahora la parte más general del todo, y puede legítimamente llamarse metafísica y reconocerse en el pasado (en las discusiones de Aristóteles o de los filósofos medievales acerca de los Universales). Este es un resultado lógico del holismo: ¿por qué excluir una parte ineliminable y muy central de nuestro lenguaje? Pero hay en ello otro cambio más radical: la filosofía ya ni siquiera es, en ningún sentido privilegiado, análisis del Lenguaje. ¿Qué es el Lenguaje del que dice hablar la antigua filosofía analítica? Obviamente, no es el Lenguaje como objeto de la ciencia. Se trata de algo así como la esencia de todo posible lenguaje. Pero, cuando hablamos de eso, hay un sentido básico en que no estamos hablando más del lenguaje que cuando hablamos de cualquier otra cosa: al fin y al cabo, todas las cosas (también los objetos de la química, o de la meteorología) se expresan en el lenguaje. Pero, lo mismo que cuando hablamos de electrones no hablamos de la palabra ‘electrón’ sino de aquello acerca de lo que la palabra es nombre, así también cuando hablamos, por ejemplo, de la existencia, no hablamos de la palabra ‘existencia’, sino de aquello que nombra esa palabra, de su referencia, o de su sentido, o de ambas cosas. Al parecer, los primeros analíticos se autoengañaron, haciéndose creer que trataban con algo de indudable pedigrí científico, como es el lenguaje, cuando en verdad trataban con algo mucho más etéreo. El quineano Michael Devitt propone hacer metafísica directamente. J. Heil escribe un libro con el título Desde un punto de vista ontológico. Hay quienes adoptan un objeto de nivel intermedio entre el lenguaje y el ser: los conceptos. La filosofía, para el fregeano M. Dummett por ejemplo, es análisis de conceptos, y estos siguen manifestándose privilegiadamente en el lenguaje. Pero, como dice T. Williamson en su recuerdo de esta historia (en The Philosophy of Philosophy), tampoco tratamos, en general, de conceptos en filosofía, sino de las cosas de las que son conceptos.

En cuanto a las tesis sustantivas, sigue habiendo propensión por alguna forma de naturalismo o materialismo (¿quién puede, en pleno siglo XX, volver a una postura metafísica espiritualista?), aunque ese materialismo a veces es “anómalo”, o incluye cosas que no serían de recibo antes, como las mentes y sus estados.

A partir de aquí hay una importante brecha. Los herederos del segundo Wittgenstein desarrollan el pluralismo pragmatista que sigue encontrando en (los usos d)el lenguaje, su mejor expresión. Por otra parte, toda una serie de importantes filósofos, como los americanos David Lewis, Saul Kripke, Peter van Inwagen, etc., hacen, ya sin ningún pudor, metafísica pura y dura, y cada vez son menos materialistas. Algunos incluso se declaran aristotélicos (Kit Fine, E. J. Lowe), y recuperan la idea de la Metafísica como una ciencia primera, relativamente independiente y a priori respecto de las ciencias específicas.

Otras cosas que merecen recordarse son: sigue tratándose de una perspectiva fundamentalmente ahistórica; el criterio pragmatista de significado o de validez, no convence a todos. Es muy importante señalar, además, que, poco a poco, la filosofía analítica fue admitiendo, como temas legítimos, lo ético, lo estético, etc., proscritos al principio de los tiempos analíticos, reducidos a las posturas metaéticas o metaestéticas no-cognitivistas (emotivismo y prescriptivismo), y de lo cual autores tan importantes como Quine apenas habían dicho una palabra. También aquí aparecen ahora posturas cognitivistas, aristotélicas, etc.

Pese a todos estos cambios recientes, que para algunos suponen sencillamente la muerte de lo iniciado por Frege y Russell, sigue, sin embargo, siendo reconocible, completamente reconocible, cuándo estamos ante un texto de filosofía analítica. Estoy convencido de que Russell leería a T. Sider, T. Williamson o K. Fine, como filósofos hermanos, y no como incomprensibles y verbosos “metafísicos”. ¿Qué tienen todos ellos en común, si ya no hablan del Lenguaje sino de las Esencias, si ya no son necesariamente naturalistas (algunos defienden el argumento ontológico), si ya no excluyen la ética y la estética cognitivistas de sus contenidos…? La respuesta es que los textos de estos autores siguen siendo textos que parecen científicos, que imitan a los textos de ciencia natural y, sobre todo, formal, que adoptan la manera o la metodología del “análisis lógico”, incluso aunque ya no proliferen las fórmulas en ellos. La filosofía analítica sigue siendo, o es quizás más que nunca, una filosofía hecha desde el espíritu de las ciencias naturales y la matemática, desde las ciencias no-humanas, digamos.

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La filosofía hermenéutica tiene sus orígenes recientes en Husserl y Heidegger, aunque hay que rastrearla, desde luego, en Dilthey, Schelling, Hegel, Kant..., y en una forma “germánica” de abordar los asuntos últimos. Husserl, quien, como Frege, era matemático y se preocupó por los fundamentos de la matemática y de la ciencia en general, no adoptó, sin embargo, un lenguaje simbólico, ni compartió la veneración por el modelo galileano como proyecto omniabarcante. Sus especulaciones (tan ahistóricas y racionalistas, por lo demás, como las de Frege y descendientes) se encaminaron a la “observación” de los “fenómenos” de la “consciencia”. Fenómenos espirituales, irreducibles a fenómenos materiales. Esto le llevó incluso a una posición idealista (aunque ello no ejerció una gran influencia), y a un “análisis” o una observación del mundo de la vida en la consciencia.

Los descendientes de Husserl unieron su método de fenomenología espiritual con la gran filología alemana. En ningún sitio se ha leído los textos históricos con tanta seriedad, con tanta consciencia de la interpretación, como en Alemania. Esto viene, seguramente, de los años de la hermeneútica romántica, con los Schlegel, pero quizás tiene antepasados más antiguos, en los que ahora no caigo. Nietzsche había filosofado también desde la filología y la historia. Pero es Heidegger quien da su, para mucho tiempo definitiva, orientación hermenéutica a la filosofía centroeuropea. Desde entonces, los filósofos europeos se han hecho expertos en leer textos e instituciones, mediante etimologías y todo tipo de arqueologías: Gadamer, Deleuze, Foucault, Derrida, J. L. Marion, G. Agamben..., nos enseñan la historia y las implicaciones antropológicas de cada término, giro, forma del Lenguaje. Se trata del Lenguaje, sí, como en la filosofía analítica (esto, tomar por objeto el Lenguaje, hipostasiarlo, es algo que tienen en común analíticos y hermenéuticos, sin duda empujados por el inmanentismo cientificista dominante en el pensamiento moderno), pero no se trata de análisis lógico, sino de la interpretación histórico-cultural del Lenguaje.

También en la corriente hermenéutica a lo largo de los últimos cien años ha habido cambios. Y han sido cambios paralelos a los habidos en el ámbito analítico: desde la perspectiva trascendentalista de Ser y Tiempo (la cuestión de ser es ontológica, no óntica) hasta el pluralismo inmanentista y el pragmatismo de algunos postmodernos. Pero, a lo largo de todos ellos, se ha conservado lo que identifica a la filosofía hermenéutica: el espíritu de las “ciencias del espíritu”.

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Ahora tenemos dos maneras muy dispares de filosofar (otras maneras intermedias, como el estilo de la Escuela de Frankfurt, por ejemplo, merecerían una nota aparte). Una de ellas intenta un análisis lógico y científico-natural (propio de las ciencias mecánicas o no-humanas) de los asuntos de la Filosofía (el ser, la esencia, lo bueno, lo bello…) La otra, se dedica a la lectura e interpretación de esos términos. Es difícil que se pongan de acuerdo en la mirada. Es como, puestos ante un escrito, abordarlo desde el análisis lingüístico-gramatical (sintáctico, semántico, pragmático), o bien abordarlo desde el análisis literario de sus ideas. Para un filósofo analítico, los textos de la filosofía centroeuropea son “mera literatura”, carentes de rigor y más preocupados por analogías, resonancias históricas y etimologías, que por el “auténtico” significado de la palabra y su contenido veritativo. La verdad se pierde en la indefinida interpretación perspectiva. Para un filósofo de la corriente hermenéutica, por su parte, los textos filosóficos analíticos son un ejercicio de ingenuidad: los términos son usados como si no tuviesen una historia y unas implicaciones sociales y culturales. ¿Cómo puede uno –se pregunta, escandalizado, quien se ha cultivado en la interpretación de textos- volver alegremente a las cuestiones que si nominalismo o realismo, propias de los teólogos de la Edad Media, como si Kant o Hegel o Marx no hubiesen existido, como si los términos filosóficos no tuviesen una historia, concretamente griega?

Sin embargo, por detrás de ese desprecio, ambos se miran a veces de reojo. Entonces algunos filósofos analíticos descubren, en los textos de esos amantes continentales de la literatura, profundidades aquí o allá, aunque expresadas peculiarmente, y llegan a sospechar: ¿y si tienen estos cierta razón, y soy un ingenuo y un superficial (no es verdad que, al fin y al cabo, soy inglés)? Y algunos hermenéuticos, por su parte, descubren finura y pulcritud en los análisis ontológicos del analítico, y se preguntan: ¿y si tienen estos alguna razón, y estoy construyendo castillos en el aire (no es cierto que soy, al fin y al cabo, alemán, o, lo que es peor, francés)? Yo, al menos, tengo a veces ambas sensaciones. Me sorprende gratamente la finura y rigor de algunos textos analíticos, aunque me decepciona su constante superficialidad; y me sorprende lo mismo o más la profundidad e inteligencia de los textos de Heidegger, Derrida, etc., aunque me desagrada a veces su “jerga de autenticidad” y su etimologismo. Me parece un error monumental privarse de la lectura de alguno de ellos.

Creo que los dos deben ser admitidos, pero los dos deben ser superados. Tenemos que forzarlos a discutir de lo mismo. ¿Es la Filosofía algo de “ciencias”, o de “letras”?, pregunto a veces a mis alumnos. En general, muy sensatamente, dicen que no es ninguna de las dos cosas, o es las dos a la vez. La filosofía analítica quiso y quiere reducir la Filosofía a Ciencia natural y matemática; la filosofía hermenéutica ha tendido y tiende a intentar reducirla a Literatura y Filología, a Poesía y análisis de la poesía. O sea, también a ciencia, pero a “ciencia humana”. Cada uno de los dos caminos científicos tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La cientificidad “natural” y matemática (como lenguaje, esta, de la ciencia más básica), proporciona una gran precisión, pero el precio que paga es la simplicidad de su objeto. No estamos en condiciones (si es que es algo solo coyuntural) de tratar matemáticamente asuntos que vayan más allá de comportamientos mecánicos simples. Es una burda pretensión estudiar lo humano (e incluso lo vivo) desde el modelo mecánico. Es como querer disfrutar una pieza musical estudiando geométricamente las líneas en el papel pautado o las vibraciones del aire y su repercusión mecánica en el oído y en las neuronas. Conseguimos una precisión completamente superficial, que no entiende nada de lo que trata. Para un filólogo, que se acerca a la comprensión de los textos, el método galileano es tan útil como puede serlo un bisturí para un escultor. Las ciencias humanas, basadas, no en el análisis empírico y matemático, sino en la interpretación, consiguen una infinitamente mayor profundidad de comprensión, pero al precio de la falta de precisión, de la eternidad. El ejercicio de la interpretación, por su parte, paga el precio de la etereidad, y la Verdad acaba perdiéndose entre los velos de las connotaciones.

Pero la Filosofía no es ciencia, y no puede renunciar ni a la verdad y la objetividad por un lado, ni a la profundidad de comprensión espiritual por otro. El modelo mecánico-matemático se funda en una concepción univocista y extensionalista; el modelo hermenéutico, en una concepción analogista e intensionalista. Es preciso superar el cientificismo analítico, univocista, y el analogismo poeticista e irracionalista. La filosofía no puede limitarse a ninguno de los dos métodos, aunque de los dos puede sacar inspiración y motivo. La filosofía necesita su propio método. Y esto es una misión tan imposible como necesaria, una misión dialéctico-analógica. Pero los grandes filósofos han sabido, más o menos instintivamente, hacerlo: Platón y Aristóteles, pese a ser uno más propenso a la hermenéutica y el otro a la ciencia natural, Descartes y Kant, e incluso, en los últimos cien años, los más grandes, los que escaparán a ser meros representantes de una corriente, Wittgenstein, Quine, Heidegger, Derrida…

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