jueves, 17 de octubre de 2013

Ser, perfección y analogía. El pensamiento tomista (el olvido de la analogía del ser, IV)

Aristóteles superó el matematicismo o univocismo en metafísica mediante el concepto de analogía: el ser no es un género, sino algo que desborda a lo genérico-específico por arriba y por abajo. Pero Aristóteles no analizó a fondo esa noción, ni la usó todo lo sistemática y perspicuamente que se podría. El tomismo, esa escuela que mantiene y alimenta el fuego del grandioso sistema de Tomás de Aquino, lleva a cabo un progreso significativo en la comprensión del concepto de analogía. En ese movimiento, Tomás avanza hacia Platón, aunque no logra (o no pretende) desprenderse de todo su aristotelismo.

La idea fundamental del tomismo dice que el ser (esse) es una idea o noción trascendental, o, más bien, el arquetipo de todas las ideas trascendentales, y plenitud de toda cosa, perfección de todas las perfecciones, actualidad o realidad de toda realidad. (Como en otros casos, también aquí la interpretación heideggeriana, que pretende “reducir” el ser tomista a la mera “presencia” del ente y denunciar su olvido del Ser, está desencaminada. Dejaremos para otra ocasión la comparación de ambos pensamientos).

¿Qué quiere decir el tomismo cuando dice que la noción de ser es trascendental? Una noción trascendental en el sentido tomista (no en el sentido kantiano) es una noción que lo impregna todo, tanto en extensión como en intensión. La universalidad de la noción trascendental no solo no es inversamente proporcional a su particularidad, sino al contrario, cuanto más universal, más plenamente está también en lo particular. La idea trascendental sintetiza ambas cosas: máxima universalidad y máxima concreción. Es, en cierto sentido, pues, lo opuesto a una idea abstracta o meramente extensa o genérica, como las que son objeto de la matemática y la lógica. La metafísica tiene por objeto ideas trascendentales, no abstracciones.

Aunque, como dirá Hegel, el concepto más básico e inmediato con el que se encuentra la inteligencia en el camino de la reflexión, es el concepto de ser, cosa, algo… (pero Tomás no habría dicho que eso es lo mismo que la nada, pues Tomás no es (tan) “dialéctico”), los sucesivos pasos de la reflexión son paulatinas profundizaciones en el concepto de ser o realidad, porque nada hay más perfecto, primero y último, que ser.

“Hoc quod dico esse est inter omnia perfectissimum” “Esto que llamo ser es lo más perfecto entre todas las cosas” (Tomás de Aquino De pontentia, q. 7, a. 2, ad 9)

Obsérvese, como se ha hecho notar, la infrecuente primera persona del singular del texto medieval, lo que denota que Tomás tiene consciencia de su originalidad en este punto. El esse de Tomás no puede compararse con ningún concepto general de ser, ni tampoco con la “existencia” entendida al modo de Aristóteles, menos aún a la manera de las filosofías modernas, existencialistas o no. Se compara respecto de todas las cosas como Acto o Perfección o Realidad, porque nada tiene realidad sino en la medida en que es:

“Ipsum esse est perfectissimum omnium, comparatur enim ad omnia ut actus; nihil enim habet actualitatem, nisi in quantum est” (Summa theologiae, I, q. 4, a. 1, ad 3)

No solo es lo más universal, es también lo más íntimo de cada cosa, más íntimo que aquellas mismas cualidades por las que se determina cada cosa:

“Esse autem est magis intimum cuilibet rei quam ea per quae esse determinatur” In II sentent. Dist. 1, q. 1, art. 4, solutio)

Pero, obviamente, la idea trascendental del ser es un problema. De hecho, es ese carácter “dialéctico” de la idea trascendental el que hace de la metafísica algo “difícil”, totalmente paradójico y completamente diferente a las (otras) ciencias, sobre todo a las más “formales” o abstractas o “matemáticas”, que es con las que más cabe la tentación de confundirla. La “solución” a esta paradoja de lo trascendental será la noción de analogía. La idea de ser es analógica.

Recordemos, antes de pasar a esa solución, el planteamiento del problema, en palabras de uno de los varios tomistas excelentes de los últimos cincuenta años:

“La participación en el plano del ser constituye el problema metafísico por excelencia, porque afecta precisamente al objeto formal de la metafísica. ¿Cuándo se plantea el problema? Cada vez que se plantean simultáneamente diferentes datos cuyo vínculo no se percibe. El problema queda resuelto tan pronto como se descubre el principio de su unión. Ahora bien: el ser manifiesta propiedades que parecen incompatibles en un mismo sujeto. Por eso constituye dificultad. En primer lugar, el ser tiene el carácter de absoluto: no se opone a nada, y, por consiguiente, lo penetra y envuelve todo (…) Pero, al mismo tiempo, el ser manifiesta relatividad, puesto que lo real está fraccionado en unidades múltiples, todas las cuales pertenecen al ser. (…) Los datos del problema están, pues, firmemente establecidos: el valor de ser es absoluto y hay seres subsistentes; en otros términos, la participación en el ser es un hecho innegable. Pero ¿cómo comprender que lo absoluto pueda unirse a lo relativo, que la unidad del ser no se pierda en la multiplicidad de los seres? (…) La dificultad está en conservar simultáneamente no solo la unidad fundamental del orden, sino también la subsistencia de sus múltiples elementos. (…) El problema de lo uno y lo múltiple, de lo absoluto y de lo relativo, de la participación en el plano del ser, es el problema fundamental de la metafísica”. (Louis de Raeymaeker, Filosofía del ser. Ensayo de síntesis metafísica, Gredos, Madrid, 1956, pg 47 y ss)

Ahora intentemos comprender la solución. La solución es, como en Aristóteles, el carácter analógico del ser. Pero ¿qué significa esto, para el tomismo? Solo superficialmente significa lo mismo que para Aristóteles.

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Para precisar en qué sentido usan el término, los tomistas distinguen diversos sentidos (análogos) de la noción de analogía, solo uno de ellos totalmente adecuado para la metafísica:

Hablan de analogía de atribución o de proporción para ejemplos como el de Aristóteles: la salud no se dice en el mismo sentido de la comida sana que del cuerpo sano o del síntoma de salud. Como sabemos, Aristóteles usa insistentemente este ejemplo para referirse a la manera en que el ser se dice, ni unívoca ni equívocamente, de las diversas categorías. No decimos ser de la misma manera cuando lo decimos de un caballo particular, que es una entidad primera (o sea, algo que ni se da en otra cosa ni se predica de otra cosa), que cuando lo decimos de una cantidad (de tres metros), una cualidad (blanco), etc. Ser se dice, principalmente, de la entidad, y solo por relación a ella se dice de las otras “cosas”, ya sea porque la cualifican, o porque “son camino a ella”… Aristóteles no explica qué relación es esa que salva la unidad de la noción de ser sin hundirse en la equivocidad. Es un hecho que hay esta heterogeneidad de modos de ser, siendo uno el principal. Para el tomismo, esta no es la noción más profunda de analogía del ser. En cierto modo, ni siquiera es propiamente una analogía del sentido del término (“salud” significa lo mismo de una categoría a otra), sino un desplazamiento de funciones de la palabra. Luego volveremos a esto.

Un segundo tipo de analogía es la metáfora, o analogía de proporcionalidad impropia, como cuando decimos que el león es el rey de la selva. Aunque (a diferencia del tipo anterior) aquí sí hay una variación del sentido del término, tampoco se trata de un concepto metafísicamente importante: todo el mundo sabe que es impropio atribuir cualidades políticas a un león. Se trata de una comparación ilustrativa, retórica. Por supuesto, aquí hay un amplio terreno para la discusión. Los nietzscheanos y deconstruccionistas han identificado el concepto tradicional de ser, y al lenguaje en general, con “un ejército de metáforas en movimiento”. Pero para la metafísica tomista es básico distinguir una mera metáfora, donde tenemos consciencia de que hacemos una comparación, que siempre podría (en principio) resolverse mediante descripciones univocistas (al menos este es el postulado de toda ciencia, la univocidad), de una auténtica analogía del concepto, donde la variación del significado es irreducible.

La analogía propiamente dicha, entonces, la que interesa al filósofo, es aquella en que la misma noción se dice de diferentes modos no equívocos, es decir, que no puede aplicarse unívocamente, ni es reducible a paráfrasis unívocas. Es la única que no se basa en una abstracción, porque pretende salvar tanto la universalidad como la mayor concreción e incluso individualidad. Ahora bien, ¿qué relación es esta? Tomás de Aquino utiliza para ella un término: Participación. Y la caracteriza como una proporción entre lo absoluto y lo relativo: una propiedad es participada de modo absoluto por la entidad que se identifica esencialmente con esa propiedad, y es participada de manera relativa (según “el más y el menos”, en “grado” diverso pero no absoluto) por otras entidades. El calor, por ejemplo, está en su grado absoluto en el fuego (en el sol…) y en grados diversos en las cosas calientes. De la misma manera, el ser está en grado absoluto en el ser perfecto y en grados relativos en todas las entidades reales. Pero el propio calor, el propio ser…, está tanto en lo absoluto como en lo relativo. En esto consiste la analogía tomista.

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Desde este sistema tomista puede hacerse una crítica, certera a mi juicio, de la concepción de Aristóteles. En verdad, Aristóteles no piensa a fondo esa noción central de su metafísica. Se topa con su necesidad, y la usa, de una manera tosca, apenas en el momento más abstracto de su aporética. Y, una vez que ha distinguido las categorías y ha identificado al sentido más propio del ser con la usía o entidad o sustancia, no se plantea qué relación puede ser esa, que no es ni unívoca ni equívoca. (Esto es lo que ocurre, por otra parte, con todo concepto fundamental de un pensador).

Además, el concepto que de la analogía se hace Aristóteles, es solo el de atribución, del que se puede decir que ni siquiera es auténtica analogía, es decir, variación irreducible del significado, sino más bien heterogeneidad de usos. Ese concepto aristotélico estaría más cerca de las categorías del Lenguaje de la Filosofía logicista. En este caso no se podría hablar de participación: ¿acaso cabe decir que el aparato cuantificador-referencial es el modo absoluto del lenguaje, y el aparato predicativo lo participaría relativamente?

Pero lo más grave, desde el punto de vista tomista, es que Aristóteles mantiene la analogía solo en el ámbito abstracto de las categorías y ni siquiera se plantea la posibilidad de que haya que buscarla o contemplarla en el interior del orden de las entidades reales o primeras (usiai). Las sustancias aristotélicas son múltiples de manera unívoca. Una piedra es tan sustancia como un caballo, una persona o el dios. La dependencia ontológica entre las diversas sustancias no es una dependencia en cuanto a su ser. Ninguna sustancia da el ser a otra, ninguna depende ontológicamente de otra. Las entidades móviles dependen, sí, de una entidad inmóvil, pero solo en cuanto a su movimiento. Es su movimiento el que queda explicado, no su ser. La pluralidad y el orden sustancial del ser quedan injustificados. En este sentido, la Metafísica de Aristóteles permanece unida a la Física. Obviamente, esto tiene que ver con que Aristóteles no se plantee realmente la cuestión “¿por qué algo en vez de nada?”. Aristóteles no ha llegado a una verdadera consideración del ser. Para ir más allá de su comprensión del ser, necesitamos entender la Analogía como Participación.

No obstante, esa crítica a Aristóteles no resulta tan certera cuando se tiene en cuenta otro de los modos en que, según el Estagirita, el ser se dice de varias maneras, a saber, según la distinción entre enérgeia y dýnamis, en acto y en potencia, y que será precisamente la herramienta conceptual a partir de la cual Tomás llegará a su noción de Participación. La forma en que decimos ser en acto y ser en potencia es analógica. Y resulta que el orden de las entidades se forma según ese dúo. Dios es aquello que está plenamente en acto, y las demás entidades, son mezcla de acto y potencia. Con todo, parece cierto que Aristóteles no llega a pensar (y es dudoso que, de haberlo pensado, lo hubiese aceptado) que existan propiamente “grados” de ser, que la existencia sea a la esencia o talidad lo que el acto es a la potencia, que Dios sea más ser o entidad que las criaturas, por ejemplo (curiosamente, sí usa la expresión, “más entidad” para referirse a las entidades primeras, es decir, las individuales, respecto de los universales). A este nivel, parece que se queda en la univocidad de la entidad, y el dúo acto – potencia no afectaría plenamente al ser, a la existencia.

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La profunda y sutil idea de analogia entis ha tenido que andarse siempre distinguiendo de confusiones muy cercanas. Estas distinciones son utilísimas para precisar la concepción tomista.

Primero, tiene que distinguirse del univocismo de Duns Scoto y sus discípulos. Los escotistas apelan a un concepto sumamente abstracto de “ser”, indiferente a sus diversos modos, y que es el sentido en que utilizamos el término en las inferencias lógicas, las cuales requerirían total univocidad de una premisa a otra. La crítica tomista a esta noción es clara: ese concepto escotista de ser indiferente es un concepto puramente abstracto, completamente vacío, meramente “lógico”, inaceptable para la metafísica. El concepto de ser no es un concepto abstracto sino, decíamos, trascendental, es decir, repitámoslo, que no solo expresa la mayor universalidad sino también la mayor concreción e individualidad. El escotismo se ve obligado a decir que cada modo concreto de ser no es formalmente ser sino solo materialmente (materialiter tantum). Pero esto empobrece radicalmente el concepto de ser. Es imposible descontar de la auténtica idea de ser, sus modos. Hacerlo colocaría a los modos fuera del ser, en la nada o no-ser. La abstracción no sirve en metafísica. Esto es lo que hace tan “difícil” el pensamiento metafísico: no puede dejarse tentar por la mera lógica, que divide y separa, que abstrae. El ser tiene que ser tanto lo más universal como lo más concreto, a la vez.

También es interesante, más aún en cierto sentido, la discrepancia con los suarecianos. Suárez acepta la analogía del ser, pero la reserva solo para las esencias, no para el ser, porque piensa que el ser es indiferente a sus diversos modos. Al dejar fuera precisamente al ser, Suárez no puede entender al ser como perfección de todas las perfecciones.

El tomismo va más allá de todas esas posiciones, que, en el fondo, son “esencialistas” y “logicistas”, hacia una concepción plenamente “existencialista”, en un sentido mucho más profundo que el del existencialismo-subjetivismo moderno. El ser o existencia (si entendemos este término en toda su profundidad, es decir, expresando el hecho de que la cosa sea, sin más –ni menos-) es la perfección o plenitud de realidad, que se da en todos los seres, pero de manera “participada”. 

Una importante consecuencia de este orden de ser es que hay, en toda entidad, una diferencia real entre esencia o talidad y ser, es decir, entre el qué-es y el que-es. Pero qué-es o cómo-sea cada cosa es simplemente el resultado o la expresión de en qué medida es. Es decir, las cualidades de cada cosa tienen como trasfondo real el modo y medida en que participan del ser pleno. No quiere decir eso que existan esencias separadas del ser, como si fueran sustancias: la distinción entre el qué-es una cosa y su ser es una distinción conceptual pero completamente real. Es lo que hace que el ser sea múltiple sin dejar de ser uno. Al menos, eso es lo que pretende el tomismo.

El tomismo recupera, así, el concepto de Participación, que Aristóteles consideró un simple mitologema que no explicaba nada, al menos aplicado a la relación entre las Ideas y las cosas naturales. Este concepto de participación, que Tomás va usando más frecuente y significativamente cuanto más madura su pensamiento, ha causado siempre desazón en el tomismo, porque es, evidentemente, una noción platónica y difícilmente inteligible en el aristotelismo. Tomás utiliza esta noción en su “cuarta vía” para demostrar la existencia de Dios, la de los grados de ser, una vía completamente ajena, en su espíritu, a las otras cuatro, ortodoxamente aristotélicas y basadas en la causación eficiente o final. En uno de los muchos textos en que se refiere a esa participación sustancial dice, por ejemplo:
“Ya se ha demostrado anteriormente (…) que Dios es esencialmente el ser subsistente, y asimismo se ha probado que el ser subsistente no puede ser más que uno, así como si la blancura fuese subsistente, no podría ser más que una sola, pues se hace múltiple en razón de los sujetos en que se recibe. En consecuencia, es necesario que todas las cosas, fuera de dios, no sean su ser, sino que participen del ser; por tanto, que son más o menos perfectos en razón de esta diversa participación, tienen que tener por causa un primer ser, que es perfectísimo. Por eso dijo Platón que antes de toda multitud hay que poner la unidad, y Aristóteles afirmó en el II de la Metaph. que lo que es máximamente ente y máximamente verdadero, es la causa de todo ente y de todo lo verdadero, como lo que es sumamente cálido es causa de todo lo cálido” (Summa Theologiae I, q. 44, a. I, citado por Ángel Luis González, Ser y Participación, Eunsa, 1979, pg. 50)

Pero, por más que lo quiera el divino Tomás, Aristóteles el Filósofo no está ahí hablando la misma lengua metafísica que el divino Platón. En Platón el concepto de Participación es la clave, en Aristóteles es un concepto apenas posible, al menos en el sentido que pretende darle Tomás.

Ser como absoluta perfección participada por los entes: lo bueno en sí como pleno ser, como esencia-sustancia de todas las esencias-sustancias. Tomás se fue volviendo a Platón poco a poco. Reconoció, más allá de la analogía abstracta y tosca de Aristóteles, la analogía plenamente ontológica y existencial del platonismo, la Participación. Pero ¿qué significa Participación?

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