sábado, 20 de septiembre de 2014

El problema del problema filosófico de Dios, I


¿Por qué los principales pensadores contemporáneos han tratado tan poco o nada el asunto de Dios? Para saber si Husserl, Heidegger, Deleuze, Derrida, Wittgenstein, Quine, Putnam, Davidson, Kripke… fueron o son ateos o creyentes, o en qué sentido aceptarían ellos ser llamados una cosa o la otra, hay que recurrir a su biografía, o, a lo sumo, a confesiones de fe marginales en sus obras. Pero nunca encontraremos en ellas un tratamiento directo, y, mucho menos, privilegiado, de la cuestión de, por ejemplo, an Deus sit, si existe Dios.

¿Quiere decir esto que el problema no les interesa lo suficiente?, ¿o incluso que lo consideran pueril? Ni mucho menos: para la mayoría de ellos, si no todos, fue y es una cuestión principal en sus vidas (también para los ateos, aunque seguramente algo menos que para los deístas o teístas). Es sabida la torturada relación que Wittgenstein mantuvo con lo religioso. Heidegger “amenazó” alguna vez con escribir una teología (lo que siempre le había tentado, confiesa), aunque prefería aprender del profundo silencio de Lutero. Putnam y Kripke son practicantes de sus confesiones... Más sensata sería, en todo caso, la hipótesis contraria: lo considerarían un tema tan importante, tan “sagrado”, tan difícil de tratar adecuadamente, que no osarían abordarlo filosóficamente. Pero tampoco creo que esta hipótesis llegue al fondo: ¿todos los grandes, tanto teístas como ateos, habrían visto el asunto tan apreciable o tan despreciable como para no quererle dedicar un momento en esa actividad tan central en sus vidas, la filosofía, actividad que, por lo demás, siempre había creído que Dios era su tema o una de las formas de su tema? Algo así requeriría una explicación mucho más compleja que lo que ella explica.

¿Quizá, entonces, es que lo consideraron un asunto “personal” –como se dice entre la ciudadanía ilustrada-, que, lo mismo que no debe mezclarse con la política ni con el mercado, apenas tiene tampoco nada que ver con la filosofía? Esto es también demasiado simplista (o excesivamente profundo). Es preferible buscar alguna razón filosófica (o histórico-filosófica).

Por cierto, tampoco es que el problema de Dios haya desaparecido del panorama filosófico. Al contrario, ha estado siempre muy vivo, lleno de polémicas y debates públicos apasionados y viscerales, mucho menos corteses y asépticos, desde luego, que los debates que acerca de los universales, mantuvieron Quine, Putnam y Church, por ejemplo. No se puede decir, pues, que la filosofía contemporánea no haya tratado, y mucho, el tema de Dios. Pero es cierto que los filósofos que se han empantanado en ese asunto (tales como Alvin Plantinga, Richard Swinburne, W. Lane Craig…, J. L. Mackie, Kai Nielsen, Antony Flew -el ateo tardíamente "converso"-…), no pertenecen a la más absoluta primera línea de la “filosofía dura”. Ninguno de sus argumentos se cuenta entre las mejores adquisiciones de la filosofía del siglo XX. Incluso a menudo tienen voz en el debate personajes de tan modesto nivel filosófico como Richard Dawkins. 

¿A qué se debe este estado de cosas? ¿No era el tema de Dios uno de los asuntos principales de la filosofía, no solo en la Edad Media, sino también en la primera Edad Moderna, y tanto para los racionalistas como para los empiristas? ¿Será que, también en esto, hay un antes de Kant y un después de Kant? Es verosímil. Antes de escrutar este supuesto, permítaseme, no obstante, hacer una observación acerca de tiempos mucho más antiguos:

Merece toda nuestra atención el hecho de que, contra lo que podría suponerse (contra lo que se supone que se supone), tampoco los grandes filósofos de la antigüedad prestaron una atención central y explícita al asunto de Dios. Para encontrar un De natura deorum hay casi que recurrir a autores secundarios como Cicerón. Si los viejos presocráticos identificaron su “sustancia” primigenia o infinita con “lo divino”, fue en segunda instancia, más como un asunto hermenéutico que como el tema o la tesis principal. Y esto vale incluso para una escuela filosófico-religiosa como el pitagorismo. Tanto los sofistas como Sócrates dejaron por lo general (ya reverencial ya irreverentemente) a un lado el asunto. Tampoco Platón dedicó nunca un diálogo a Dios, y, para encontrar una argumentación explícita de la existencia de lo divino hay que esperar hasta un lugar algo recóndito de su postrero e inacabado libro Las leyes. No llamó explícitamente “Dios” a la Idea de las Ideas, el Bien-Uno. Ni tampoco, aunque se acercó más, insistió en llamar así al Demiurgo (el cual, no obstante, no era la figura suprema del sistema platónico, pues las Ideas estaban “antes” de él –volveré a esto en otro lugar-). Si es cierto (como seguramente lo es) que Platón identificaba, para con sus amigos, al Bien-Uno con la divinidad y a las ideas con los dioses, eso es algo que pertenece a su “enseñanza esotérica”, es decir, para nosotros, casi a su biografía (o –dirá alguno- la rumorología). Con todo, el tema de la relación entre Platón y Dios me parece mucho más complejo, y digno de un tratamiento aparte, que intentaré en otro lugar.

Aristóteles, que escribió tratados sobre todas las cosas, no escribió un tratado “De Dios”. Su teología es solo un libro dentro de esa colección de libros de filosofía primera que es la Metafísica, y ahí ocupa lógicamente un lugar posterior a todos los desarrollos acerca del ser en cuanto ser y las propiedades que, en cuanto tal, le pertenecen. Es evidente que el tema primero de la metafísica de Aristóteles es el Ser, y no Dios. Sin embargo, también es evidente que, cuando el ser universal es analizado analógicamente y se llega a su valor principal, la sustancia, Dios es encontrado como la primera sustancia entre las sustancias y, por tanto, como, en último extremo, el verdadero primer ser. No es que Aristóteles caiga en alguna confusión que se llamaría Ontoteología: simplemente, Aristóteles se hace cargo, como quizá ningún otro filósofo, de la dialéctica entre el Ser como concepto sumamente universal y omniabarcante, y el ser como sujeto primero y más real. La pretensión heideggeriana de señalar ahí una confusión, es la verdadera confusión filosófica. (Véase, para todo este asunto, esto)

Hay que llegar a la época imperial greco-romana (con el desmoronamiento de las ciudades-estado) para encontrar toda una plétora de escuelas (estoicos, epicúreos, escépticos, neoplatónicos y neopitagóricos…) escribiendo abiertamente acerca de los dioses. (De modo que, si, como tiendo a creer, nosotros nos encontramos en ese punto en que los estados-naciones de Europa se desmoronan y pasa a ocupar la escena política definitivamente el Imperio (¡Dios sea loado por ello!), se puede predecir que se acerca, también para nosotros, un panorama filosófico lleno de eclecticismo y de disputas sobre la naturaleza de los dioses).

¿Es fiable la comparación entre la situación filosófica actual y la antigua, en lo que se refiere al asunto de Dios? Podría pensarse que no, o no mucho: lo que los filósofos griegos tenían como referencia teológica era una religión menos profunda y mucho menos organizada y viva que la que se encuentran los filósofos contemporáneos, a la vez que una situación política menos propicia para polemizar con las creencias. No creo, sin embargo, que estas diferencias sean muy relevantes. Cuando los filósofos griegos postclásicos quisieron acercarse a lo religioso, supieron sacar oro del politeísmo, incluso para un sistema de tendencia tan absolutamente monista como el de los neoplatónicos.

Creo que hay una razón verdadera y profundamente filosófica para explicar por qué tanto los grandes filósofos contemporáneos como los de la antigüedad, contra lo que tendemos a creer, han tratado poco o nada directamente el asunto de Dios.

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Aquí es cuando volvemos a Kant. ¿Por qué es, ciertamente, razonable pensar que hay un claro “después de Kant” en ese asunto? Efectivamente, todavía Leibniz y Hume podían abordar el problema de forma directa. Se trataba del problema metafísico-especial (u “óntico”, diríamos quizá hoy; no metafísico-general u “ontológico”) de si existe, puede existir, tiene que existir una naturaleza sobrenatural, una causa universal… A esa parte especial de la Metafísica se le conocía como Teología filosófica. El giro trascendental de Kant significó un verdadero y radical giro: poner en suspenso toda cuestión metafísica u óntica para preguntarse, antes, por las condiciones de posibilidad de esas cuestiones. Kant habría descubierto que es una ingenuidad abordar directamente los problemas acerca de qué sustancias existen, qué esencia tienen y qué causan y les causa, sin preguntarse primero por las condiciones formales de esas cuestiones. Si conceptos como “sustancia”, “existencia”, “causa”… no pueden ser tomados como caídos del cielo, es decir, como referencia directa y transparente a la estructura del ser y la realidad, sino que solo pueden ser tenidos, al menos preventivamente, como la manera en que el Sujeto pensante no tiene más remedio que mediatizar lo que quiera que sea la cosa en sí, entonces toda cuestión acerca de si existe realmente una sustancia infinita causa del universo tiene que ser preterida mientras se resuelve la cuestión de en qué condiciones podemos usar correctamente los términos o conceptos “sustancia”, “existencia”, “causa”…

Dado que el resultado de la investigación kantiana arrojó el resultado (esto es, en realidad, una manera muy benévola de describir lo que realmente hizo Kant, a saber: construir las condiciones trascendentales a la medida del naturalismo y fideísmo vigentes en el espíritu de la época), arrojó el resultado, decía, de que no hay, para nosotros, uso correcto de los conceptos universales (categorías) más que cuando estos pueden ser figurados espacio-temporalmente, se seguía la conclusión de que preguntarse sobre la existencia de Dios era teoréticamente imposible para nosotros. En adelante, el tema de Dios quedaba fuera de la agenda filosófica. Antes habría, como mínimo, que desmontar el giro trascendental.

Conviene observar, no obstante, que no es (o no es inmediatamente evidente) que ese tuviera que ser el resultado del análisis trascendental. Kant (o el Kant en Tierra-bis), podría haber llegado a la conclusión de que, para que haya un uso correcto del término sustancia o existencia o causa, no es preciso que esa sustancia, existencia o causa tenga que ser material, es decir, figurable espacio-temporalmente. Nunca Kant demostró este su empirismo: se limitó a hacer preguntas retóricas acerca de “cómo, si no, nos lo podríamos representar” (o sea, a pedir el principio) y a “demostrar”, indirectamente, que todos los razonamientos metafísicos conducían a paralogismo y antinomias.

No obstante, el giro kantiano hacia lo trascendental fue, es, un giro filosóficamente necesario (aunque no suficiente). Su fundamento último es, ni más ni menos, que el que llevó a los grandes filósofos, como Platón o Aristóteles, a plantearse la dualidad entre lo que ocurre y su razón de ocurrir, entre lo fáctico y lo normativo, entre lo que “es” y lo que “debe ser” o es-idealmente… La filosofía siempre se debatirá (es el debate) en torno a esa dualidad. Y todas las respuestas tienen sus argumentos a favor, y sus aporías. La solución trascendental kantiana mana, en parte, de las aporías del “ingenuo” continuismo de Descartes y (aunque con sospechas) de Hume. Según esa “ingenuidad”, la relación entre la causa y lo causado es “natural” u óntica, de grados de sustancia y realidad. Dios es “solo” más ser. Pero no es un ser radicalmente de otro tipo. Sin embargo, ¿se salva así lo normativo? ¿Puede Dios, si es solo un ente, una causa, ser el fundamento suficiente de la normatividad o validez? ¿No sigue, con ese Dios, todo sujeto a la contingencia? Parece que la dualidad entre lo dado y su condición de posibilidad, entre lo fáctico y lo normativo, exige una heterogeneidad más radical. Y esta es la cruzada del kantismo: hacer notar la insuficiencia de la metafísica entendida como cuestión de los grados del ser sin plantearse antes la cuestión de la posibilidad de las formas del ser.

Sin embargo, el kantismo tiene otro factor genético, específicamente “moderno”: la exigencia de partir desde el Sujeto. Al giro meramente trascendental se une, en Kant, el específico giro antirealista hacia la subjetividad. Si hemos de partir de lo más inmanente, entonces lo trascendental tiene que ser planteado ya ahí, en el ámbito de la representación. Y esto es el kantismo: subjetivismo trascendental, es decir, situar las condiciones incondicionales de validez en el sujeto. Es esencial insistir en que ambos aspectos, trascendentalidad y subjetividad, son separables.

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Volviendo (por fin) a nuestra pregunta inicial (esto es: ¿por qué los grandes pensadores contemporáneos han dicho, por lo general, tan poco o nada acerca del tema de Dios?), nuestra respuesta es que: la filosofía contemporánea es principalmente filosofía trascendental, y deja, por tanto, entre paréntesis y para después, el problema óntico de qué seres específicos y concretos existen y son causas.

- La filosofía fenomenológica es trascendental, obviamente. Rechaza cualquier naturalismo y psicologismo (también, claro está, cualquier ontologismo, aunque este rechazo ni siquiera necesita ser explícito, puesto que el ontologismo no ocupa ningún lugar visible en el panorama filosófico), y se pregunta por las condiciones ideales (subjetivo-ideales) de las representaciones. No supone nada nuevo respecto de Kant.

- La Diferencia Ontológica de Heidegger es su forma del giro trascendental. Dios es visto como un tema óntico (la sustancia-causa primera) que, con toda la Metafísica, debe ser incluso “destruido” para remontarse a esa verdadera heterogeneidad radical olvidada, que es la que hay entre Ser y Dasein. Ciertamente, Heidegger no expresa esa diferencia insistiendo en el carácter normativo o posibilitante del Ser, pero es que Heidegger no expresa claramente nada. Tampoco está claro cómo Heidegger va girando desde una posición netamente trascendental hacia una postura más bien trascendente o trascendentista (análoga a como Husserl giró desde su posición trascendental de las Investigaciones Lógicas hacia una posición Idealista).

- Las dos filosofías de Wittgenstein son trascendentales. El Tractatus es un trascendentalismo muy similar al de Kant, aunque pensado o expresado en términos de Lenguaje. Sobre Dios todo lo que podemos decir es que no podemos decir nada. Y de lo que no se puede decir nada, mejor es callar (Aunque, como le reprochó, Ramsey, de lo que no se puede hablar tampoco se silba. Sin embargo, Wittgenstein se pasó la vida silbando acerca de Dios, y, como se sabe, silbaba muy bien). Su segunda filosofía sigue siendo trascendental, aunque ahora cree reconocer que el Lenguaje no tiene una sola función. La Filosofía, como labor trascendental, debe describir las condiciones de posibilidad de cada lenguaje. Sobre la religión, lo que se puede decir ahora es que su lenguaje no pertenece a la función descriptiva, de manera que cuando dices que crees en Dios no hablas de qué crees que existe (este juego de la verdad y la referencia sigue reservado para las ciencias) sino de tu actitud ante la vida. La frase “Dios es la causa real e infinita del universo” sigue careciendo de valor de verdad, aunque no de todo sentido (puede, incluso, seguir siendo expresión de la fuente de todo sentido).

- En la filosofía analítica, una vez superado el positivismo primitivo, la filosofía, que ya no rechaza llamarse ontología e incluso metafísica, sigue siendo, en Quine, Davidson, Putnam, Dummett… trascendental en el sentido de que se ocupa de las condiciones gramaticales de las proposiciones correctas. Nuevamente, el tema de Dios queda para otro día. Y, los grandes filósofos, profundamente atareados en sus cuestiones generales trascendentales, nunca tienen tiempo para bajar a ese terreno. Esto sigue siendo así, mayoritariamente, incluso cuando muchos filósofos analíticos recientes hacen explícitamente metafísica, de corte neoaristotélico. La metafísica especial, especialmente la de Dios, sigue siendo, en general, asunto más flojo.

Ahora bien, como decíamos, tampoco Platón o Aristóteles tuvieron mucho tiempo para rebajarse al asunto de la existencia de un individuo llamado Dios. Y la razón por la que tanto los grandes filósofos contemporáneos como los grandes filósofos de la Grecia clásica han hablado poco de Dios es la misma: La filosofía tiene que ocuparse, prioritariamente, de las cuestiones Ontológicas generales, es decir, de las condiciones incondicionales de posibilidad del ser, del conocer, del lenguaje… Dios es el nombre para un ente concreto, sustancial. Pertenece, por tanto, a un momento ulterior de la filosofía. Antes de poder dirimir si existe una sustancia que es causa de los (demás) entes, hay que solucionar la cuestión de “trascendental”, general, de qué es sustancia, qué es causa, qué es existir…

La diferencia entre la manera en que los grandes filósofos modernos no-tratan de Dios y la manera en que no-tratan de Dios los grandes filósofos antiguos consiste en el que, veíamos, era el segundo elemento, específicamente moderno, de la filosofía moderna: su subjetivismo. La Metafísica de Aristóteles aborda los asuntos trascendentales más universales desde un punto de vista realista u ontológico, no subjetivista o idealista, como Kant y sus sucesores. Por esa razón, puede parecer que en Aristóteles y la filosofía griega en general no hay una reflexión trascendental. Pero esto está completamente desencaminado: no hay ningún asunto que trate la filosofía trascendental y que no fuese tratado por Aristóteles. Y advertir esto ayudaría al diálogo entre filósofos a través del espacio y el tiempo y a desinflar, como es necesario desinflar, el hermeneuticismo, que nos dice que no hay conmensurabilidad entre lo que pensó Aristóteles y lo que pensamos hoy.

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Reparar en la diferencia trascendental es justo y necesario. Sin embargo, como intentaré argumentar en otro momento, la radical heterogeneidad del simple giro trascendental, tiene que ser también superada. La relación entre lo normativo y lo fáctico, entre la condición de posibilidad y los fenómenos… no puede ser la de simple separación. Y, entonces y en consonancia con ello, Dios no puede ser considerado solo como un problema óntico específico, a saber, el del primero o más elevado de los entes, sino, más: como el fundamento ontológico de la realidad, es decir, como la condición de posibilidad de la realidad y, a la vez, “por tanto”, como su sustancia. Porque condición de posibilidad de realidad y realidad no pueden estar simplemente separados. Aquí es donde será imprescindible ir más allá de Kant, e incluso de Aristóteles, hacia Platón, es decir, al corazón de la Analogía de la Realidad.


El problema filosófico del problema filosófico de Dios es que Dios es aquella idea donde la diferencia entre lo Ontológico y lo Óntico, entre la Validez y el Ente, tiene su más plena dialéctica. Dios sería lo Trascendental-trascendente, es decir, la Norma-sustancia. Por eso, ningún argumento de su existencia será más válido que el Argumento “Ontológico”, justo el argumento más ausente de los debates contemporáneos acerca de Dios, con honrosas excepciones.

3 comentarios:

  1. Dudo, mi querido amigo, que el giro transcendental difiera del subjetivo. Cuando dices q el 1º cuestiona las condiciones de posibilidad de un problema, aparte de q esa locucionzuela kantiana merecería análisis crítico (¿en qué difieren las condiciones de posibilidad de las condiciones a secas? ¿Necesarias, suficientes, ambas cosas?), se trata de lo q el grandisísimo Nicolai Hartmann tilda de primacía de la mirada oblicua (preguntar por la pregunta antes q por lo pregunntado), q él rechaza. Y yo con él. A mucha honra somos prekantianos.
    En cuanto a la presencia de Dios, te olvidas de los estoicos, los neoplatónicos, Boecio, Agustín, Avicena, Aquino, S. Anselmo, Duns Escoto, Cusa, Giordano Bruno, Spinoza, Schelling, Hegel, Krause, Rosmini, Gioberti, Lamennais ... Y entre los modernos (aparte de q tratas un poquillo displicentemente a Plantinga y a Swinborne), olvidas a Blondel. Entre los analíticos los debates sobre la consistencia del concepto de Dios son de lo mejorcito, con hondísimas reflexiones. Tampoco está ausente del panrealismo de David Lewis. Y las discusiones sobre la prueba ontológica han apasionado a muchos, entre otros a Kurt Gödel.
    El tema de Dios ni ha pasado ni pasará nunca. Ha sido, es y será uno de los eternos problemas de la filosofía.
    Otro inciso: tras su Kehre, Heidegger abraza una apertura a Dios (claro q a su modo tan peculiar) con el juego de palabras sobre "Es gibt Sein": Dios no sería ni un ente ni siquiera el ser sino ese ELLO (es) que da (gibt) ser, frase alemana q traducimos como "hay ser", perdiendo el juego de palabras. Y en alguno de sus escritos tardíos le da vueltas a ese "es". El modo heideggeriano de hacer filosofía (si es q es filosofía) está en las antípodas del analítico, q es el mío, pero valía la pena mencionarlo.
    Desde luego en mi modestísima aportación filosófica el problema de Dios fue central, aunque tras el giro jurídico de los 90 esas meditaciones se hayan archivado.

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    1. Estimado maestro Lorenzo (pues eso te considero, mi maestro, como he dicho ya aquí en alguna ocasión y repetiría cuanto hiciera falta: muchas de las cosas que he pensado en filosofía no las habría pensado sin tus magníficos libros y artículos): te agradezco mucho que honres con tu visita y comentario esta bitácora donde me atrevo a publicar especulaciones hechas un poco a la ligera. Intentaré contestar a tus reflexiones, en el espíritu en que se sentía Descartes ante las objeciones de Arnauld, o sea, más bien intentando mostrar que estoy de acuerdo con lo que dice un amigo que buscando las diferencias menores, y repeliendo como pueda las verdaderas diferencias.

      Antes de nada, diré que estoy de acuerdo contigo en lo fundamental: El tema de Dios ni ha pasado ni pasará nunca. . de hecho, mi intención en esta publicación, a la que espero dar continuidad en otras, es exactamente esa: señalar que Dios es uno de los temas, si no el tema fundamental de la filosofía (en otras entradas de este blog que he discutido y defendido mi peculiar versión del argumento ontológico, y tengo presente la tuya en, por ejemplo, Hallazgos Filosóficos), y que el trato algo indirecto que creo que se le da tiene una noble justificación filosófica que no indica, en lo más mínimo, que los filósofos no le hayan reconocido esa importancia.

      Estoy también de acuerdo con tu rechazo de la filosofía trascendental, y, como tú, me llamaría prekantiano, aunque, por no dar a nadie la ocasión de que me crean adorador de momias, también me atrevería a llamarme post-kantiano y post-postmoderno, porque creo (como digo en esta publicación) que el kantismo y sus herencias tiene que ser superados.

      Si he intentado e intento habitualmente acercar la estrategia trascendental (preguntar por la pregunta, como bien recuerdas) a la metafísica general de los prekantianos, empezando por Aristóteles, es por buscar, hasta donde sea posible, los puntos en común, de manera que sea posible la discusión relevante entre filósofos que, quizá ellos, se creerían más distantes o inconmensurables de lo que tal vez lo son. Es obvio que lo que Kant estudia bajo el título de Sujeto Trascendental, a saber, las categorías (unidad, pluralidad..., cantidad, cualidad... causa, sustancia, existencia...) es lo mismo que Aristóteles analizó en su proté philosophia, y lo que luego se llamó Ontología o Metafísica General, etc., con la diferencia de que Kant lo sitúa en la Subjetividad, bajo ese giro antirrealista de la filosofía moderna. Solo en ese sentido, pues, podría decirse que la filosofía trascendental (las "condiciones de posibilidad" -una expresión, ciertamente, truculenta-) estaba ya en el problema del ser en cuanto ser y sus propiedades. Por lo demás, estoy de acuerdo contigo en que el giro trascendental, en lo que tiene de subjetivo, es un "error". Corregiría mi expresión de mi tesis diciendo, pues, que la Filosofía Trascendental es una manera de señalar la “diferencia ontológica” entre lo Normativo y lo Fáctico, manera errónea en cuanto lo hace mediante el bies del subjetivismo. No sé si esto te resultará algo más pasable...

      (continúa en otro comentario)

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    2. (continuación del comentario anterior)

      Me reprochas el olvido de estoicos, neoplatónicos... medievales, etc. Aquí, sinceramente, creo que has cometido un pequeño olvido al leer mi largo texto, porque sí digo expresamente que todos esos filósofos y corrientes han tratado de Dios muy directa y principalmente. Es cierto que dejo sin explicar por qué creo que estos sí lo abordan así, frente a los contemporáneos y frente a los clásicos (Platón, Aristóteles). Es de notar que todos ellos, o la mayoría, son escuelas o autores dependientes de alguna gran filosofía, precisamente de Platón o Aristóteles, y que, algunos de ellos (los medievales) no tenían más remedio ni más deseo que tratar directamente de Dios, o bien (como en el caso de estoicos y compañía) ya conocían las grandes ontologías generales de Platón y Aristóteles. En todo caso, admito que tengo que desarrollar más detenidamente este asunto.

      En cuanto a los postkantianos, solo Hegel y Schelling (y Nietzsche) me parecen de primera línea, y también de ellos tengo que dar mi explicación, que pensaba de hecho presentar en la continuación de esta publicación: precisamente estos autores representan un rechazo de la postura radicalmente trascendental de Kant.
      En fin, repito que estoy de acuerdo contigo en todo lo fundamental. Pero ¿no crees que es curioso que tantos grandes autores contemporáneos de primera fila, pero también los principales clásicos, hayan tratado el tema de Dios tan poco y tan indirectamente? No sé cómo valoras la tesis que anuncio al final de la publicación, a esperas de que la desarrolle próximamente: Dios sería aquel “objeto” de la Filosofía, es decir, aquel ser, donde las cuestiones de la Ontología más general (del valor universal de Ser -cuyo equivalente imperfecto pero dominante moderno es la filosofía trascendental-) entran en completa dialéctica con la cuestión del Ente más concreto e individual. Dios sería, pues, lo máximamente general (lo omniabarcante, como dices tú en El Ente y su Ser) y lo más individual a la vez...

      Un cordial saludo lleno de admiración

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