Algunos fragmentos de la parte dedicada a la teofilosofía de Heráclito en mi libro Heráclito. Un comentario filosófico, Ápeiron, 2018:
Dios
y el hombre (y el mono)
El pensamiento alcanza su último estadio en el intento de
pensar la razón común que todo lo rige, en su forma sustancial, individual,
personal: εἶναι
γὰρ ἓν τὸ σοφόν, ἐπίστασθαι γνώμην, ὁτέη ἐκυβέρνησε πάντα διὰ πάντων (41) Uno es lo sabio, conocer la inteligencia que lo
gobierna todo a través de todo. Pero si los hombres, o los muchos, pasan su
vida ignorando la razón común y viviendo un sueño particular, esto afectará de
manera especial a ese último paso. Incluso para los mejores, aquí se encuentra
el pensamiento más difícil o inalcanzable, en el que puede producirse la
“mayor muerte”. Más que nunca, ahora hay que olvidarse de toda
pseudo-comprensión. No podemos especular “a la buena de Dios” acerca de los
asuntos más altos. μὴ
εἰκῆ τῶν μεγίστων συμβαλλώμεθα (47) No
hagamos conjeturas a la ventura sobre las cosas superiores. La distancia
entre la comprensión humana y el dios nos la dice una serie de fragmentos que
adoptan la forma de comparación entre lo humano y lo divino, o, más compleja y
mediadamente, la comparación entre la comparación entre lo humano y lo divino y
la comparación entre el hombre y alguien menos que humano pero lo más semejante
posible al hombre.
No puede ocultársenos la esencial modulación que el
discurso adopta aquí, especialmente respecto de la primitiva comparación del
libro (que en principio debía ser equivalente) entre nuestro conocimiento y la
razón común. Allí, aunque en un primer momento los hombres, o más bien
enseguida los otros hombres o los muchos, vivían ignorando la razón, esta se
muestra ante nuestros ojos en todo, si no tenemos almas bárbaras. Sin embargo,
ahora el metadiscurso sobre el dios nos dice algo muy diferente: son todos los
hombres, es el hombre como tal, el que no tiene, por su naturaleza,
conocimiento, en tanto el dios sí lo tiene:
ἦθος γὰρ ἀνθρώπειον
μὲν οὐκ ἔχει γνώμας, θεῖον δὲ ἔχει (78)
La raza humana no tiene comprensión, la divina la tiene.
Explicar este cambio, desde el discurso sobre la razón
común al discurso sobre Dios, equivale a explicar la relación que para Heráclito
existe entre el comienzo de la filosofía, la logología, y el final de ella, la
teología. Y, lejos de resultar que, después de todo el camino, la comprensión
del hombre se haya perfeccionado, parece haberse hecho radicalmente deficiente.
Como si, al fin y al cabo, la última verdad fuese, en efecto, la docta
ignorancia. Para describir esta distancia entre el hombre y el dios, Heráclito
recurre, decíamos, a una analogía, a un tercer término o un “tercer hombre”: el
mono:
De entre los monos, el más bello se vuelve feo comparado
con los hombres (82). De entre los hombres, el más
sabio ante dios parece un mono, tanto en sabiduría como en belleza y en todo lo
demás (83).
El término píthēkos, simio,
mono, es del todo significativo, pues, si hemos visto que Heráclito usa
sistemáticamente de la comparación con los animales (los domésticos) para
describir a los muchos de entre los hombres, nunca había usado al mono. El mono
solo aparece en el contexto teológico, y no para iluminar la naturaleza de los
muchos, sino la de todos los hombres, incluidos los más sabios. Evidentemente
este uso tiene su fundamento en que el mono es, entre los animales, el más
similar al hombre, como hecho a imagen y semejanza del hombre. Donde hay mayor
cercanía (lo hemos visto varias veces), allí es donde más se esconde y se
manifiesta la diferencia. Tal como no tenía sentido, antes, comparar a los
muchos con los monos, pues allí se trataba de indicar una diferencia evidente a
través de una solo leve semejanza (que el buey o el cerdo se parecen al hombre
solo un ignorante, uno de esos que se dedican solo a saciarse, un “bestia”, lo
creería), así ahora no tendría sentido comparar al hombre más que con lo más
cercano, pues incluso un filósofo podría plantearse la cuestión de la cercanía entre
el hombre y el mono, como la que se plantea entre el hombre y el dios. El mono,
pues, sirve para indicar la radical diferencia en la mayor semejanza. Tan feo e
ignorante como es un mono comparado con el hombre (fealdad e ignorancia que
queda en evidencia precisamente por su semejanza, pues nada hay más deforme que
lo que está cerca de alcanzar la forma pero no lo logra) así el hombre es feo e
ignorante comparado con lo divino.
(…)
El
lenguaje dialéctico-analógico acerca de lo divino
Solo hay distancia entre las cosas que están en relación,
y solo hay una distancia esencial, sabemos, en las cosas que están más
cercanas, es decir, que son la una por y para la otra. La distancia de los
hombres para con lo divino es significativa solo porque lo divino no es algo
ajeno a los hombres, ni, en otro sentido, los hombres son algo ajeno a lo
divino. Aquello que es el centro de sentido, el sentido último, en el
pensamiento y la vida de los hombres, no nos es dado de manera inmediata, sino
como necesidad casi imposible.
Tal como en la escatología, aquí hay que apelar a una
actitud radicalmente separada de la normalidad, a algo casi impensable. Aquí,
más que en ningún lugar:
ἐὰν μὴ ἔλπηθαι ἀνέλπιστον
οὐκ ἐξευρήσει, ἀνεξερεύνητον ἐὸν καὶ ἄπορον (18)
Si no espera lo inesperado no encontrará, inescrutable
como es y sin camino.
Reparemos en que todos los elementos de esta sentencia
son negativos. Heráclito usa a lo largo de ella las diferentes formas de negar
en griego: me, ou(k), a(n)-, lo que he mantenido en
la traducción como he podido. Como si de la más arcaica pieza de teofilosofía
negativa se tratase, la sentencia nos muestra que el movimiento que tiene que
hacer la mente en su búsqueda de la comprensión última, es un movimiento de
negación de lo dado como natural o normal. Es también un movimiento paradójico
y de asunción de la paradoja: esperar lo inesperado (élpēthai anélpiston)
para encontrar lo inescrutable o inhallable (exeurḗsei anexereúnēton: Heráclito usa la paronomasia de esto dos verbos
diferentes), y lo sin-paso, lo aporético (áporon). Aparentemente una
(doble) pura contradicción (desde que se lo espera, ya no es inesperado; si
puede y debe ser encontrado, no es inencontrable) pero, en verdad, una
“tautología” (solo tiene sentido esperar lo inesperado, lo que no se espera ni
se sabe que vaya a darse), aunque una tautología ajena al pensamiento natural,
una tautología dialéctica, absolutamente sintética o llena de contenido. Ese otro modo psicológico necesario para que la
imposible comprensión humana de lo divino tenga lugar, también se llama
confianza o fe: pístis.
ἀπιστίηι διαγυγγάνει
μὴ γιγνώσκεσθαι (86)
Por falta de confianza escapan de ser conocidas.
Si esta cita es auténtica (y no hay razones para pensar
que no lo es), ¿hay aquí una “teoría de la fe”? Espera de lo inesperado,
confianza en lo que escapa de ser conocido… parecen las modalidades de la
creencia religiosa, es decir, de la negación de la autonomía de la razón.
Sabemos que Platón va a llamar pístis a la creencia que no alcanza a ser
razón sino que depende siempre de la imagen y lo contingente. Por eso los
“poetas” son expulsados de la polis, y solo se admite a ciertos mitos, como
educación para almas inmaduras, pero dentro siempre de lo que Kant llamará los
límites de la razón. Sin embargo, la actitud de Platón ante la religiosidad es
más compleja que eso: la propia República, recordábamos más arriba,
acaba en un mito, el del viaje de las almas. Y allí donde se recuerda un mito,
Platón le suele hacer decir a Sócrates (o recuerda que Sócrates dijo) que esos
misterios son difíciles de interpretar y no conviene profanarlos. El propio
Platón nos advierte, en su Carta VII, de que en ningún momento nos ha
dado alimento sólido, y que todo cuanto ha escrito es de Sócrates joven o
rejuvenecido, porque no sabríamos entender, salvo que en nosotros mismos
hubiera ya prendido, tras mucho trato con el auténtico problema, la llama de
la comprensión. Esa comprensión está más allá de la simple dicotomía entre
“mito” y “razón” con la que se presenta el texto que Platón nos da. En cierto
modo, pues, también Platón nos encomienda la espera de lo inesperado para
encontrar lo inhallable. Pero tanto en él como en Heráclito no hay razones para
aceptar una limitación esencial de la razón humana, falta que sería colmada por
otro medio, venido desde arriba, que se llamaría fe o confianza. Desde luego,
puede decirse en cierto modo que el conocimiento es un “don” divino (aunque
seguramente no un don que la divinidad podría dejar de hacer), pero ello no
exige ninguna renuncia o reducción de la razón. Al contrario, la espera y la
confianza de las que nos habla Heráclito apelan a nuestro más pleno uso de
aquello que somos, un ejemplar y parte de la razón común, aunque ese uso
permanece fuera de los caminos cotidianos de la mayoría de los hombres. Las modalidades epistemológicas de la
espera y la confianza no son aquí, pues, teológicas, sino propiamente
filosóficas.
(…)
*
El
texto fundamental de la metateología heraclítea y uno de los aforismos que
considero centrales en la teología misma es este:
ἓν τὸ
σοφὸν μοῦνον λέγεσθαι οὐκ ἐθέλει καὶ ἐθέλει Ζηνὸς ὄνομα (32)
Uno, lo sabio único, ser llamado no
quiere y quiere con el nombre de Zeus.
Detengámonos un tiempo en leer esta
sentencia.
Se ha señalado que Heráclito usa
aquí el antiguo genitivo de Zeus, Zēnós, en lugar del más corriente Diós.
Algunos proponen como explicación que Zēnós comporta la resonancia
(según una popular etimología) del concepto de vida, Zên: el texto nos
diría, entonces, que lo único sabio, esto es, la razón universal que todo lo
rige y dirige, no quiere y quiere que se le identifique (únicamente) con la
vida, y ello porque ese nombre estaría excluyendo a la muerte, que es parte
también o aspecto esencial de la realidad. Efectivamente, el dios de Heráclito
“es” también muerte, “muere” en cierto sentido o se manifiesta como muerte. Sin
embargo, creo que esta lectura es menos rica de lo posible, si no directamente
errónea. Sería errónea si tenemos en cuenta que, como hemos visto en alguna
ocasión y veremos al final, al principio o sustancia de todo no le afectan los
contrarios, y tampoco propiamente la muerte, pues es fuego siempre-viviente.
Pero tal vez esto sería acomodable en esa explicación. Suponiendo, entonces,
que tal lectura fuese posible, sería en todo caso solo parte del significado de
la frase, y hemos de preguntarnos sobre todo por qué “lo uno, sabio único”, no
quiere y quiere llamarse con el nombre de Zeus, esto es, con el nombre propio
del dios principal. En ese no querer y querer llamarse Zeus reside el peso
central de esta sentencia, que señala las simultáneas correspondencia y no
correspondencia de los términos “uno, único sabio” y “Zeus” (o Zeus-vida). Y
eso puede interpretarse de diversas maneras o en diversos grados.
Puede interpretarse desde la
polémica entre mitógrafos y filósofos: aunque la razón común que todo lo rige y
dirige quiere llamarse Zeus porque de alguna manera se corresponde con lo que
los hombres llaman
Zeus, a la vez la razón rechazaría las connotaciones antropomórficas que ese
nombre tiene. Pronto vamos a ver cómo Heráclito ataca también los ritos y
mitos. Ya Jenófanes (que parece estar presente a menudo en el pensamiento de
Heráclito) había dicho que el dios no es como se lo representan los hombres, y
dos siglos después Aristóteles nos advertirá de que, aunque los mitos tratan de
lo mismo que la filosofía, los poetas mienten mucho, pintando a la divinidad
como celosa de su conocimiento. Heráclito sería un ejemplo más de este
reproche que el filósofo tiene que hacerle al mito.
Sin
embargo, tampoco esta interpretación me parece que agote el significado
profundo del texto. Hay otra posible lectura que, sin ser ajena a esa, es de
hecho en cierto modo y paradójicamente su contraria, y presenta, acerca de la
relación entre filosofía y Dios, un pensamiento radicalmente más complejo y más
coherente con los otros momentos del pensamiento de Heráclito. Veámoslo.
Si
los filósofos reprochan a los teólogos que se figuren a la razón y el ser (esto
es, a lo que merecería propiamente el nombre de divino) a semejanza de
nosotros mismos, los teólogos por su parte acusan a los filósofos de tratar
solo con ideas carentes de vida y de poder. Uno no puede arrodillarse ante el
“Dios de los filósofos”. La filosofía sería el terreno de lo abstracto y
general, mientras que la religiosidad y su teología se ocuparían de lo absoluto
en cuanto ser personal, con el que se puede hablar e interactuar. Y, en
efecto, los objetos protagonistas de la religiosidad son nombres propios,
personajes “históricos” y “hechos” plenamente localizados. El filósofo está
limitado al terreno de los conceptos o nombres comunes, válidos para todo caso
y para ninguno, y no accede al nombre propio de las cosas, ejemplarmente al
nombre propio del individuo por excelencia. Por eso para muchos teólogos
modernos el teísmo filosófico al que han recurrido tantos teólogos en el pasado
es una total confusión, y la muerte o final de la metafísica es una gran
noticia. Dios no es “lo que es”, como equivocadamente se tradujo a Moisés (en
realidad, Yahvé habla ahí en primera persona y para un pueblo concreto: “dile
al pueblo de Israel: quien soy me ha enviado a vosotros”, Éxodo,
3, 14), ni, por supuesto, es Dios alguna de las propiedades trascendentales
del ser, como la verdad o el bien. Es más, a Dios hay que concebirlo sin el
ser, dice heideggerianamente Jean-Luc Marion. La “muerte de Dios” es solo la
muerte del “ídolo” de la metafísica,
y la apertura a recibir el don del Dios vivo de la fe, a rescatar al dios judío
bajo la ganga del racionalismo griego. Aunque las teologías ortodoxas se oponen
a esa radical desmetafisización de lo divino, también ellas desde siempre
sostienen (como no pueden dejar de sostener sin dejar de ser teología) que
aquella diferencia entre lo abstracto-impersonal y lo concreto-personal, es la
diferencia entre filosofía y teología. Y es eso lo que justificaría que la
primera sea sierva de la segunda.
*
Ello
hace, por cierto, infinitamente más difícil el ateísmo, porque ahora este no
será asunto de la metafísica o la filosofía en general, sino de la propia
religiosidad. Como ha sostenido R. Dworkin respecto de la ética (y respecto de
la propia teología, como caso análogo), la concepción metarreligiosa negativa es
interna a la teología. La negación filosófica de Dios, en cuanto es externa a
la teología, es tan estéril como la negación del sonido desde la visión o la
negación de la belleza desde fuera del arte (por ejemplo desde la filosofía),
pues a la religiosidad le pertenece su propia normatividad y su propia
sensibilidad (el sensus fidei).
La filosofía no puede pretenderse juez supremo de otros ámbitos de vivencia y
actividad humanas. La verdad de la filosofía, la verdad racional, incumbe solo
a las verdades que se limitan a ese campo, no a lo que las trascienden. La
verdad religiosa incumbe a la religiosidad.
Aquí encontramos, seguramente, el
punto esencial de la dialéctica entre fe y razón. Pues la fe religiosa cree
que sabe una verdad incuestionable, pero el precio que paga es saberla solo
como “revelación”, es decir, como creencia o dogma, como algo venido de fuera
del sujeto, algo dado a lo que solo cabe reverenciar “ciegamente”, pues el
sujeto humano no puede dar soporte o garantía de lo absoluto en ningún hecho
(un Libro, por ejemplo). Por su parte la filosofía, por ser mera razón humana,
no puede afirmar ninguna verdad definitiva, incluso solo sabe que no sabe nada,
pero ese amor al saber, ese no saber o apenas saber, le es absolutamente
propio. El teólogo racionalista (es decir, el no-fideísta) quiere acabar
entendiendo aquello que le “ha sido dado” creer. El filósofo, por su parte,
sueña con una iluminación o intuición incuestionable de la verdad. Ambas
intenciones se consumarían solo en el punto en el que convergen creencia y saber. Pero si
queremos unir ambas búsquedas tenemos que pensar un modo de indagación que de
la fe excluye todo dogmatismo, todo fetiche, toda creencia que se perpetúa como
tal; y de la filosofía excluye toda limitación de la razón, todo reduccionismo,
todo escepticismo: porque, efectivamente, es muchas veces la propia filosofía
la que afirma unos estrechos límites para la razón. La comprensión de la razón
absoluta es, en Heráclito, “solo” espera y confianza, pero completamente
racionales: una “fe racional”, diríamos con Kant pero contra Kant, es decir, no
limitada a ser postulado moral.
*
Volviendo
a nuestro asunto central, decíamos que la teología reclama tener a su cuidado
al dios vivo y, por tanto, susceptible de ser nombrado con un nombre propio, en
tanto la filosofía parece tratar con meras abstracciones. Según eso, podemos
leer la sentencia de Heráclito diciendo que aquello que es el objeto máximo de
la filosofía (la razón común siempre existente, lo uno, único sabio, el fuego
siempre-viviente) no quiere y quiere identificarse con el nombre propio de lo
que la religiosidad considera su objeto o sujeto primero y último. Lo
universal quiere y no quiere ser plenamente individual, llamarse con nombre
propio.
Desde
luego, en cierto sentido es injusta esa acusación contra la filosofía. Los
mayores filósofos han insistido a menudo en el carácter completamente
individual y personal de la sustancia principal. Ahora bien, es indudable
también que ningún filósofo ha utilizado un nombre propio para su dios, como
para ningún otro de sus objetos. Los nombres propios pertenecen a la historia.
Lo más concreto e individual solo es llamado en la filosofía con nombres
comunes. Ni el motor inmóvil que se piensa a sí mismo y mueve como lo que es
amado, ni las ideas-inteligencias y la idea de las ideas, ni la sustancia
absoluta, son nombres propios. Ni siquiera “Dios”, usado por los filósofos, es
un nombre propio, como no lo es la Luna, aunque coincide que solo hay un
satélite de la Tierra. Por cierto, tampoco Heráclito es aquí el nombre propio
de una persona, sino el nombre para una teoría posible. Esta es verdaderamente
la cuestión: es cuestión del nombre, y en su forma suprema del nombre propio de
lo absoluto. ¿Es posible llamarle por su nombre? ¿Puede y tiene la
filosofía que usar el nombre propio? ¿Por qué no lo usa?
Preguntémonos,
de camino, si podríamos traducir el nombre ‘Zeus’ a nuestra(s) lenguas y leer
la sentencia de Heráclito como “lo uno, único sabio, no quiere y quiere llamarse
con el nombre de Dios”. ‘Dios’ es, en efecto, un nombre en cierto modo propio,
sin haber dejado de ser un nombre común (solo se distingue por la mayúscula.
Pero también las ideas, tales como el Bien, la Verdad, la Belleza…, piden
mayúsculas). ‘Dios’ es el nombre común con el que se nombra a un ser único (de
manera semejante a lo que ocurre en la metafísica monista con el término
‘Ser’, pero también del modo en que algunos grupos humanos o pueblos se llaman
a sí mismos con un término que en realidad tiene un sentido general, como “las
personas”). ‘Dios’ se constituyó en nombre propio mediante su conversión en un singulare
tantum, aunque solo en uno de sus usos.
Así que, aunque el nombre propio ‘Dios’ no equivale al nombre propio ‘Zeus’,
siguiendo nuestro criterio hermenéutico de buscar aquello mismo de lo que
diferentes épocas y nombres discuten y nuestra tesis de que los filósofos no
usan los nombres en el sentido restringido que les da el lenguaje cotidiano en
el que viven sino que los usan para pensar ideas principales, podríamos creer
que Heráclito piensa con ‘Zeus’ fundamentalmente lo mismo que nosotros pensamos
con ‘Dios’. Con todo, cabría no traducir ‘Zeus’ por ‘Dios’ porque no se suele
traducir los nombres propios (no es que no sea posible, según se dice a
menudo: los nombres propios, si existen, están en lugar de entes que, por
individuales que sean, tienen una esencia y, por tanto, una definición, de la
que el nombre propio es un signo unitario. Así, podemos decir que ese ser
individual al que los griegos llaman Zeus es el mismo que el que nosotros
llamamos Dios, aunque unos y otros lo concibamos de maneras relativamente diferentes).
Ahora bien, la cosa es algo más
compleja, porque ‘Dios’, por sus propias peculiaridades, quiere o parece que
quiere ser un nombre propio de lo universal y no solo de una entidad individual
y concreta. Dios, según cierto tópico, habría resultado de la síntesis del dios
hebreo y del concepto primero de la metafísica griega (de la metafísica simpliciter),
y llevaría en su seno esa irreducible dualidad. Ningún dios anterior habría
aspirado a tanto, pues lo más que otros dioses alcanzaron (incluido Yahvé, y,
desde luego,
Zeus) es el henoteísmo, no el perfecto monoteísmo, y menos aún aspiraron a
sintetizar en su nombre el concepto más universal de todos. Según eso,
podríamos interpretar así la sentencia de Heráclito: lo uno, único sabio, no
quiere y quiere llamarse con el nombre de un dios que no alcanza la plena
síntesis de lo absolutamente universal y lo plenamente individual. Si Heráclito
hubiese tenido a mano el concepto cristiano de Dios, quizá se habría abstenido
de hacer una afirmación semejante, y hubiera dicho: “lo uno, único sabio,
quiere llamarse con el nombre de Dios”. Es más, desde esta hipótesis podría
decirse que Heráclito anticipó y contribuyó a crear ese nombre (también
Jenófanes y cuantos desde la primera época filosófica hablaron del singular
abstracto ho theós).
Sin embargo, no creo que esa sea aún
la lectura adecuada de la sentencia de Heráclito. Aunque él hubiera contado con
el nombre ‘Dios’, habría seguido diciendo que lo uno único sabio no quiere y
quiere llamarse con ese nombre. De hecho, creo que Heráclito sublima el nombre
de Zeus hasta convertirlo en el nombre de un dios prácticamente único, y, por
otra parte, dudo que la religiosidad cristiana tenga que aceptar que su Dios es
la síntesis de un dios y un concepto metafísico, y es del todo falso, desde
luego, que los filósofos griegos desconociesen la idea de un dios personal
superior e incluso único: no hay que esperar al Dios judeo-cristiano para
conocer la síntesis dialéctica del concepto más universal y el ser primero, es
decir, para la ontoteología. De modo que me parece que el Zeus de Heráclito es
esencialmente equivalente al uso más normal de ‘Dios’. La razón última por la
que la sentencia de Heráclito no puede ser modificada es que, según él, lo que
ocurre es que la realidad no quiere y quiere tener nombre propio. Lo que la
sentencia de Heráclito plantea, a mi juicio, es la dialéctica entre el nombre
común y el nombre propio, o, en otros términos, entre la esencia y la
sustancia. Toda cosa se escinde, ante el pensamiento, en dos aspectos. Por un
lado está la cosa en sus rasgos: su esencia. Por otro, la cosa en sí misma, en
su pura unidad y aseidad: la sustancia. La proposición de Heráclito pone en
relación la esencia (ser lo uno y único sabio) con el nombre propio de la
sustancia absoluta, o Dios. Es el caso primero o paradigmático.
¿Puede el lenguaje referirse a la
cosa en sí misma, especialmente a la cosa de todas las cosas, al individuo
plenamente individual? Hay tres posibles actitudes ante esto, como las había
en la escatología y en los demás lugares
del sistema. Según la primera, podemos hablar literalmente de lo divino, referirnos
a ello tal como nuestro lenguaje, mediante el nombre, se referiría
diáfanamente a la cosa. Esta es la forma en que habla la teología afirmativa
convencional y popular. En verdad, pocas veces se da esta concepción en su
forma más cruda, que equivale a lo que en epistemología se conoce como
realismo ingenuo, esto es, a la creencia en que nuestros conceptos y nuestras
palabras refieren directamente a la realidad. Habitualmente, sobre todo si
media alguna reflexión acerca del propio lenguaje teológico, se admite algún
grado de inadecuación de nuestro lenguaje para referirnos al ser absoluto. Pero
en todo discurso teológico afirmativo está latente el “peligro” de creer que se
habla de lo divino como se habla de la historia o de la naturaleza, de manera
literal.
Según
la segunda posición, al contrario, no hay discurso posible acerca de lo
divino. Cuanto pretendemos decir o pensar de Dios es completamente equívoco,
pues todo concepto y toda palabra humanos son radicalmente inconmensurables con
lo absoluto, con lo completamente Otro respecto de toda naturaleza y toda cosa
dada en general. Esto, sostienen algunos, valdría en cierto modo para toda
realidad, pues toda cosa es realmente inaccesible en su particularidad última,
de ninguna cosa puede decirse el nombre absolutamente propio: no hay
conocimiento directo de la sustancia, dijo Aristóteles, ella es un “esto”, tóde
ti; no hay nombres propiamente propios, ha dicho el
“positivismo lógico”. Otros, en cambio, creen que la inescrutabilidad e
inefabilidad afecta solo a Dios, y ese es precisamente su signo frente al
mundo.
Oponiéndose tanto al univocismo como
al equivocismo, el analogismo, o, más bien, la concepción
dialéctico-analógica, congrega los dos movimientos del pensamiento y el
lenguaje del hombre, el positivo y el negativo, la vía catafática y la
apofática, que afectan a toda realidad pero encuentran su aplicación eminente
en el caso de la relación entre el hombre y lo divino, entre lenguaje finito y
realidad absoluta. El literalismo o univocismo es una falsa vía afirmativa,
pues oculta la distancia entre el concepto o la palabra y la cosa a la que se
refiere. Es fetichismo. El equivocismo iconoclasta es, al contrario, una falsa
teología negativa, pues oculta aquello de lo que se habla, prohibiendo hablar
de ello. Heráclito rechaza tanto la literalidad como el silencio: el señor cuyo
oráculo es el que está en Delfos, ni se dice ni se oculta sino
que se señala. Zeus
no es, pues, un nombre propio entre otros, sino el nombre propiamente propio,
el único que tiene como referencia a un individuo que a la vez lo es todo, es
decir, que contiene en la más pura unidad la mayor diferencia, la totalidad
completa, lo que era la marca de la realidad, como sabemos desde el capítulo
ontológico. Solo existe una sustancia tan absolutamente universal como
concreta, y el lenguaje no quiere y a la vez quiere nombrarla. A su imagen y
semejanza, también cada individuo humano no quiere y quiere tener un nombre,
porque ningún nombre accede literalmente al sujeto-sustancia, a la unicidad y
existencia de uno, pero tampoco el lenguaje queda irremediablemente separado de
decir lo que uno es. Aunque en el caso de los hombres, seres finitos, el nombre
propio no es tan radicalmente aporético como en el caso de aquel ser que es a
la vez todo el ser. La letra mata al espíritu, pero no hay espíritu que no se
exprese en la letra. Solo con la consciencia de la dialéctica y analogía de la
realidad y el pensamiento se puede pensar y hablar de lo real en sí y ser real
uno mismo.
Volviendo,
entonces, a la disputa entre teología y filosofía, la teofilosofía de
Heráclito querría estar más allá tanto de la filosofía abstracta, que se
resiste a usar el nombre propio siquiera como analogía, mito, discurso
esotérico, y por eso parece tratar solo con momias conceptuales, como de la
teología concreta o histórica, que al contrario, sería el intento de tratar con
lo divino por su nombre propio, sea para afirmarlo o para negarlo, y por eso
estaría siempre yendo de la Escila de la idolatría o fanatismo afirmativo a la
Caribdis del fanatismo negativo o inescrutabilismo. Se puede decir que la
teofilosofía de Heráclito es racionalista si somos capaces de dar a este
término todo el sentido que, según hemos visto a lo largo de este comentario,
le da Heráclito a la razón, y que es algo muy diferente de la razón
“ilustrada”, es decir, la razón adialéctica y ananalógica. Se trata, sí, de
mantener a la religión dentro de los límites de la razón, pero, a la vez, de
liberar a la razón de los límites del mito o relato, es decir, también y sobre
todo (porque es lo más inconsciente) del mito de toda concepción naturalista o
“histórica”. Una razón que, por una parte, no niega su acceso a lo nouménico,
es decir, a sí misma, pero que, a la vez, comprende que entre lo relativo y lo
absoluto hay una relación de mediación, irreducible tanto a la referencia
directa como a la separación y negación de toda relación cognitiva. Solo en
este sentido de “racionalista” Heráclito es un auténtico defensor del logos
frente al mito. La oposición de mito y logos es, en efecto, pertinente, pero
más compleja que en el tópico (es decir, en el mito histórico). El mito es la
ingenuidad de querer hacer explícito y literal lo que solo puede entenderse
dialéctica y analógicamente. Solo la otra cara de esa misma ingenuidad del mito
es la razón naturalista, la ciencia como mito, que va unida a una ocultación de
lo divino incluso allí donde se lo quiere salvar: en la teología del silencio y
la radical equivocidad. La teofilosofía, de Heráclito pero también de Platón
(y de Pitágoras, si Heráclito le malentendió), es la superación de ambas formas
del mito. Pero precisamente por eso, la teofilosofía le da un sentido
completamente nuevo al “mito”. Ni los “mitos” de Platón ni el lenguaje mítico
de Heráclito (y Pitágoras) se dejan reducir ni a religión ni a ciencia: son
filosofía de lo divino, es decir, pensamiento dialéctico y analógico de la
razón común, sustancia y sujeto, que todo lo rige y todo lo juzga.
Vivimos
en una época en que luchan la secularización ilustrada y un retorno postsecular
de lo religioso. En esa lucha, algunos dan por buena la caracterización tópica
de mito y logos, trasladada a términos modernos. Pocos reivindican una razón no
ilustrada, una razón dialéctico-analógica, que pueda superar la falsa
diferencia y buscar una diferencia más profunda. Heráclito puede darnos algo a
pensar en este contexto.
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