(Continuación de estos artículos)
[1] Cuanto
desarrollamos en este capítulo, lo hemos tratado también en De la Filosofía como
Dialéctica y Analogía, Madrid, Ápeiron, 2015
1.1.1.
La filosofía como búsqueda de un conocimiento de la totalidad o lo absoluto, y, por ello, como reflexión dialéctica.
¿Qué es la Filosofía, según ella misma? Esta es la
cuestión de la Filosofía de la Filosofía o -como se dice los últimos decenios-
de la Metafilosofía.
Como se sabe, los filósofos no están de acuerdo en nada (ni siquiera en esto mismo), y, desde luego, tampoco en qué es la Filosofía. Se podría decir que los filósofos son los únicos que no saben qué es lo que hacen. Ni siquiera están de acuerdo en si existe realmente lo que hacen, la Filosofía: son los únicos que no saben si existen en cuanto tales (tampoco en términos absolutos), aunque (o, más bien, porque) se dedican al problema de la existencia o la realidad. Eso sí: serían los únicos que conscientemente no lo saben.
Como se sabe, los filósofos no están de acuerdo en nada (ni siquiera en esto mismo), y, desde luego, tampoco en qué es la Filosofía. Se podría decir que los filósofos son los únicos que no saben qué es lo que hacen. Ni siquiera están de acuerdo en si existe realmente lo que hacen, la Filosofía: son los únicos que no saben si existen en cuanto tales (tampoco en términos absolutos), aunque (o, más bien, porque) se dedican al problema de la existencia o la realidad. Eso sí: serían los únicos que conscientemente no lo saben.
Sin embargo, a la vez es cierto que, como decíamos,
todo el mundo (incluidos los filósofos) es capaz de identificar bastante
inequívocamente qué uso de la palabra “filosofía” es correcto o no (serían los
filósofos quienes más disentirían, pero disintiendo unos “contra” otros, esto
es, desde dentro); todo el mundo es capaz de distinguir una tertulia o una conferencia
filosófica de una conferencia científica, de un encuentro artístico, de una
asamblea política, de una reunión religiosa… aunque, desde luego, habría casos
dudosos (pero nuevamente serían filósofos los que más pegas pondrían). Tan
erróneo sería creer que la filosofía no tiene unidad ni sabe qué es ni si
existe, como creer unilateralmente que la filosofía es algo claro y unívoco,
como, por último, creer que la verdad está en algún término medio o en alguna
síntesis o componenda de ambas cosas. La verdad, a nuestro juicio, está en
ambas cosas a la vez, sin componendas. La filosofía es completamente una en su
irreducible diversidad de perspectivas.
Pero ¿qué puede decirse como concepto unificador de
las diversas concepciones posibles y existentes de la Filosofía? Inevitablemente,
partimos de una caracterización previa o “nominal” de lo que significa el
término. Tal pre-definición es, desde luego y como todo, cuestionable. En la
medida en que cada quien puede definir incluso arbitrariamente un término, es
posible la más grande equivocidad. Para combatirla podemos acudir a criterios
de significación que eliminen o reduzcan la discusión por meras palabras. Para nosotros,
el principal criterio en este sentido es que, aquello a lo que denominamos,
tenga una naturaleza conceptualmente unitaria y sustantiva, sin prejuzgar por
ello que esa articulación y definición sea definitiva. Pero sí es necesaria a
priori: incluso para deconstruir o para destruir, hace falta tener algo que
deconstruir o destruir (y no está claro que deconstrucción o destrucción alguna
llegue a desembarazarse definitivamente de lo que deconstruye o pretende
destruir –la deconstrucción ni siquiera lo pretende-). Junto a este criterio,
epistémico, nos atenemos al criterio, hermenéutico, de acogerse al significado
históricamente más relevante, que no es solo ni principalmente el uso
mayoritario.
Partiendo de su nombre, decimos que la Filosofía es una
búsqueda o intento de saber, un “amor a saber”, una teoría o labor teórica. ¿Un
amor a saber qué y cómo? Un amor al saber sin restricciones o adjetivos, esto
es, una búsqueda de un saber total y absoluto, y en el modo de comprensión más
total y absoluto posible; un intento de un saber o una consciencia plenos de la
realidad; un intento de conocer la esencia última, los “principios”, de toda
cosa.
Hoy, por supuesto, esto suena todavía, para muchos
oídos, como una pretensión completamente desmedida, una ingenua (o algo peor)
ignorancia de nuestra finitud… Será preciso recordar que, sin embargo, ya en
esa su caracterización primigenia u original, la Filosofía no cree ser ni tener
certeza de llegar a ser un saber perfecto o una sabiduría: hay ya allí,
simultáneamente, la máxima aspiración y la mayor humildad, en pura dialéctica.
La hybris de aspirar a la totalidad y
absolutidad (contra el más elemental o primitivo de los mandatos demónicos),
pero, a la vez, la humildad de ser solo un “amar” o “querer”, un intento, algo siempre
solo buscado y nunca encontrado y quizá por principio inhallable o inalcanzable,
una “docta ignorancia” de que el polígono nunca alcanzará al círculo (como dijo
Nicolás de Cusa). Unos filósofos se han pretendido situar más cerca de uno u
otro polo, del afán totalizador o de la modestia, pero ninguno ha renunciado realmente
a alguno de ellos, y los mejores han pretendido con la mayor intensidad ambos a
la vez.
En la filosofía tardomoderna, esa caracterización
primigenia de la Filosofía se fue modulando, como ya se moduló en algunos
pensadores durante la modernidad griega, hacia la auto-desconfianza e incluso
la auto-negación. Pero en ningún momento, incluso en sus expresiones más
pretendidamente modestas y finitistas, ha dejado el filósofo, lo quiera o no,
de intentar una concepción general y totalizadora. Y es eso lo que las hace reconocible
e innegablemente filosofías. Tal auto-desconfianza, por otra parte, está
dejando de ser tan convincente y ubicua como alguna vez lo fue, y es un hecho
que desde hace años cada vez más filósofos vuelven a una concepción fuerte de
la tarea de la Filosofía.
En nuestra propia concepción, la Filosofía no necesita
la autohumillación tardomoderna de la razón, ni en su versión cientificista
(positivismo y naturalismo) ni en la de inspiración más humanística
(deconstrucciones historicistas, “genealógicas”, “arqueológicas”…): le basta
con la honestidad de saber que un conocimiento pleno y absoluto, libre de
paradoja, de nuestra condición y de la realidad en total, es a la vez que un
postulado necesario, algo de hecho no dado ni representable. El más humilde de
los filósofos fue también el que, según el propio Aristóteles, iniciara la
búsqueda del qué-es o la esencia de cada cosa. Los dos lados van necesariamente
unidos: hay tanta humildad como auténtica pretensión, y tan unilateral es el
fanatismo de creerse en el saber absoluto como el cinismo de creerse sin
posibilidad alguna. Tal como, según Kant, la Crítica tenía que oponerse tanto
al dogmatismo como el escepticismo, así la Filosofía tiene que evitar tanto la
sapiencialidad como la autonegación.
Como se dijo también desde el principio de los tiempos,
la Filosofía nace del asombro. Pero la Filosofía no se asombra por nada en
concreto, se asombra en concreto por Todo, por la Totalidad, y por cada parte
en el sentido en que cada parte es la totalidad, es decir, por la esencia o
fondo último de toda y cada realidad o ser.
****
Respecto de la condición natural o sentido común, la
Filosofía tendría, pues, una “objeción” radicalmente diferente a la que vimos
que le dirige la Ciencia: no es que el sentido común o condición natural sea
informe o confuso, sino que ignora el problema de la existencia y la esencia,
el problema de la naturaleza de lo natural. Por eso debe ser suspendido, se
debe hacer epokhé de él. A este
respecto, la Ciencia estaría en el mismo lugar que el sentido común o condición
natural. La propia Ciencia no sería más que sentido común o condición natural
organizada o sistematizada: es decir, ciega a la aporía y la dialéctica de la
Realidad. No obstante, ¿estamos siendo justos con el sentido común o la
condición natural?; ¿no tendrá ella también cierta consciencia de la
dialéctica, no será ella ya también filosófica? Así lo probaría el hecho de que
el sentido común, como decíamos, se hace una buena idea de lo que es la
filosofía. Si es así, en la condición natural hay tanto una predisposición e
incluso protoforma de filosofía como la hay de ciencia. En efecto, todo el
mundo tiene sus momentos filosóficos, “junto a” o entre el mar de sus momentos
científico-técnicos, y artísticos, políticos, religiosos…
****
La Filosofía sería, pues, el intento de una
comprensión total o absoluta de la Realidad. Su carácter de (intento o búsqueda
de) saber o conocimiento o verdad la distinguiría de cuanto no sería
principalmente teoría (el Arte, la Acción Ético-política, la Religiosidad…), y
su carácter de búsqueda de lo incondicionado la distinguiría de la Ciencia. De todo
esto hablaremos después.
Pero el intento de un conocimiento total, absoluto,
pleno… de la esencia última de la realidad, condena a la Filosofía a ser intrínsecamente
aporética, es decir, a encontrarse en todas partes con la contrariedad, si no
con la contradicción. La Totalidad, lo Absoluto, es aporético: esto es, lo
absoluto contiene los contrarios como implicándose el uno al otro, como unidos
inextricablemente en lo mismo, incluso como siendo en cierto modo lo mismo. Esto
es lo que desde el principio se identificó, con más o menos claridad y
consciencia, como el carácter “dialéctico” del pensamiento filosófico.
La dialéctica se da en todo pensamiento, si se le lleva
hasta el fondo o se le absolutiza. Pongamos, por ejemplo, el propio hecho de
conocer. Conocer es conocer la realidad, conocimiento es conocimiento de algo
(lo que se dice en la filosofía contemporánea, intencionalidad). El
conocimiento no es lo mismo que aquello que conoce, el pensamiento no es lo
mismo que la realidad. La diferencia entre ambos es la condición de ser de cada
uno, o al menos del pensamiento. Sin embargo, a la vez, lo que verdaderamente
se conoce tiene que ser lo mismo que lo que es, y el ser tiene que ser lo mismo
que el pensar. Este problema, que en la filosofía contemporánea se llama el
problema del Realismo (y, por tanto, del anti-realismo), ha ocupado a la
filosofía de una u otra manera desde siempre y la ocupará siempre, en el
sentido de que no tiene “solución”, es decir, solución unilateral. Por cierto,
tampoco tiene (como a veces intenta la propia filosofía, hastiada de su lucha
interna) disolución. Es decir, la solución no pasa por dejar de pretender una
comprensión total o absoluta y conformarse con una relativa y finita. Esto nos
conduce a otro ejemplo de la dialéctica:
La condición para que el ser humano (o cualquier otro
ser) desee y busque (pero también para que rechace hastiado) un saber o posesión
auténtica y plena de lo-que-es, de la realidad…, es que el hombre sea un ser
finito (sin finitud, no hay búsqueda), pero, a la vez, sea infinito, es decir,
posea el criterio absoluto de lo que es la verdad. El ser consciente es a la
vez finito e infinito, relativo y absoluto. O, en otra variedad de esta
dialéctica, la que hay entre lo atemporal y lo histórico: no hay comprensión
alguna de algo, incluido lo histórico, sin ideas atemporales. Pero toda idea es
dada en una historia. He aquí la dialéctica a la que nos referíamos cuando
notábamos la insuficiencia de una explicación científica de la Filosofía: la
dialéctica que modernamente se suele llamar Normativo / fáctico.
La prueba de que la filosofía es dialéctica es, pues,
doble: a priori pueden mostrarse las aporías que afectan ineludiblemente a cada
posición filosófica unilateral; a posteriori (y, por tanto, más aparentemente
aunque menos decisivamente) lo mostraría el hecho de la perpetua incapacidad de
la filosofía para producir avance y acuerdo. Que la Filosofía siga perennemente
dando vueltas a los mismos problemas, sin conseguir acuerdo ni avanzar en ese
sentido (sin avance en el acuerdo, ni acuerdo en el avance), no se debe a
razones fácticas (a que es una tarea muy difícil para el hombre, a que tiene
aún una corta historia…): es una cuestión de principio[1]. No es un defecto, es su
virtud. Solo la dialéctica refleja conscientemente la condición “trágica” de la
existencia.
Que los filósofos estén divididos acerca del carácter
dialéctico o no de la filosofía puede ser visto como un caso más, y una prueba
añadida, del carácter dialéctico de la filosofía. También esta es una disputa
“eterna”, que en la filosofía occidental consta desde, por lo menos, Heráclito.
El paradigma de todas las dialécticas es la que existe
acerca de lo Uno y lo Múltiple, de lo Idéntico y lo Diferente; también de la
Idea y el Fenómeno, de lo Necesario y lo Contingente. Tanto antiguamente como
en la más reciente filosofía, es esta dialéctica la que sigue centrando la
atención del pensamiento. Esa dialéctica, ontológica, se refleja en las
dialécticas ético-políticas (lo Común y lo Particular, la Justicia y el
Interés…), en las estéticas (la Forma y el Contenido, la Razón y el Gusto…), y,
en fin, en todos los asuntos de la filosofía, es decir, en todos los asuntos,
sin más, cuando son considerados de forma última o absoluta.
Decíamos que la Filosofía es la Crítica. Bien: pues la
crítica es, formalmente, la Dialéctica. El pensamiento crítico es aquel que es
capaz de situarse en cualquiera de los lados del problema y encontrar las
aporías radicales de cada uno, comprendiendo, además, que cualquier
unilateralidad es una falsa solución. Por tanto, una educación crítica es una
educación dialéctica. Guardemos esto para después.
[1] En Philosophy of Philosophy, T. Williamson
no comparte este tópico: según él (y la mayoría, seguramente, de los filósofos
analíticos), hoy sabemos más que nunca antes acerca de, por ejemplo, los
conceptos de necesidad y posibilidad, gracias al desarrollo de la lógica modal,
y de otras cuestiones gracias a otros avances. Según Williamson, aunque la
filosofía no puede aspirar a la exactitud de la Ciencia (al menos de la
excelente ciencia física), sí puede refinar su metodología, que es continua con
la de la ciencia (en un sentido, más cercana a la matemática, en otro a la
física). Para Williamson, quienes no imitan la pulcritud de la ciencia (por
ejemplo, los filósofos “continentales”, pero también muchos analíticos) se
condenan a la laxitud, a la retórica, etc.
Ciertamente, hay un sentido en que podemos tener la
pretensión de que hoy sabemos más que lo que sabía Frege. Ahora bien ¿podemos
tener la sensación de que comprendemos los problemas filosóficos mejor de cómo
los comprendieron Aristóteles o Hegel? Esto es sumamente dudoso, y no porque
estemos bajo el síndrome de veneración a la autoridad histórica. Es más que
dudoso, por ejemplo, que las formalizaciones de la lógica modal recojan
adecuada o perspicuamente la noción de esencia (otros filósofos analíticos,
como Kit Fine y varios neoaristotélicos, no lo creen); y es discutible
filosóficamente cada uno de los postulados o, más bien, impensados, en que se
funda “la” lógica modal, e incluso el simple postulado de la formalizabilidad,
que “olvida” la dialéctica de Forma y Materia. Una prueba a posteriori de que
quienes piensan como Williamson seguramente se engañan es que, a día de hoy, no
podría aducirse un solo ejemplo de tesis definitivamente ganada para la
filosofía, y no porque (como argumenta Williamson) en esa encuesta tendremos en
cuenta a quienes no tienen la competencia suficiente para valorar las
auténticas adquisiciones (de, por ejemplo, la lógica modal), sino mucho más
profundamente, repitamos: porque no está solucionado el problema de que una
forma “represente” adecuadamente a la realidad. El mismo problema de
“pensamiento y realidad, que Williamson pone como ejemplo (discutiendo acerca
del antirrealismo de Dummett, etc.) es un problema en que, reconoce nuestro
autor, no tenemos ninguna respuesta. Está, además, en discusión, si la
pulcritud o exactitud matemático-científica es la exactitud adecuada para los
problemas filosóficos. Muchos pensadores (Hegel, Heidegger… pero también
Platón) lo rechazan, porque la ciencia o la matemática no piensa sino que
sueña, etc. Habría que dirimir esta cuestión. Pero, ¿desde qué lenguaje o qué
criterio de corrección? ¿Quiere decir
todo esto que haremos mejor en olvidarnos de todo afán de mayor pulcritud? No:
la relación entre dialéctica y afán contradialéctico es, como veremos, ella misma
dialéctica, lo que quiere decir que no podemos prescindir de ninguno de los dos
impulsos.
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