lunes, 25 de septiembre de 2017

El lugar de la Filosofía en la Educación, III: la filosofía como búsqueda de un conocimiento de la totalidad o lo absoluto, y, por ello, como reflexión dialéctica

(Continuación de estos artículos)

1.1.La filosofía, par soi-même [1].



[1] Cuanto desarrollamos en este capítulo, lo hemos tratado también en De la Filosofía como Dialéctica y Analogía, Madrid, Ápeiron, 2015


1.1.1. La filosofía como búsqueda de un conocimiento de la totalidad o lo absoluto, y, por ello, como reflexión dialéctica.

¿Qué es la Filosofía, según ella misma? Esta es la cuestión de la Filosofía de la Filosofía o -como se dice los últimos decenios- de la Metafilosofía. 

Como se sabe, los filósofos no están de acuerdo en nada (ni siquiera en esto mismo), y, desde luego, tampoco en qué es la Filosofía. Se podría decir que los filósofos son los únicos que no saben qué es lo que hacen. Ni siquiera están de acuerdo en si existe realmente lo que hacen, la Filosofía: son los únicos que no saben si existen en cuanto tales (tampoco en términos absolutos), aunque (o, más bien, porque) se dedican al problema de la existencia o la realidad. Eso sí: serían los únicos que conscientemente no lo saben.

Sin embargo, a la vez es cierto que, como decíamos, todo el mundo (incluidos los filósofos) es capaz de identificar bastante inequívocamente qué uso de la palabra “filosofía” es correcto o no (serían los filósofos quienes más disentirían, pero disintiendo unos “contra” otros, esto es, desde dentro); todo el mundo es capaz de distinguir una tertulia o una conferencia filosófica de una conferencia científica, de un encuentro artístico, de una asamblea política, de una reunión religiosa… aunque, desde luego, habría casos dudosos (pero nuevamente serían filósofos los que más pegas pondrían). Tan erróneo sería creer que la filosofía no tiene unidad ni sabe qué es ni si existe, como creer unilateralmente que la filosofía es algo claro y unívoco, como, por último, creer que la verdad está en algún término medio o en alguna síntesis o componenda de ambas cosas. La verdad, a nuestro juicio, está en ambas cosas a la vez, sin componendas. La filosofía es completamente una en su irreducible diversidad de perspectivas.

Pero ¿qué puede decirse como concepto unificador de las diversas concepciones posibles y existentes de la Filosofía? Inevitablemente, partimos de una caracterización previa o “nominal” de lo que significa el término. Tal pre-definición es, desde luego y como todo, cuestionable. En la medida en que cada quien puede definir incluso arbitrariamente un término, es posible la más grande equivocidad. Para combatirla podemos acudir a criterios de significación que eliminen o reduzcan la discusión por meras palabras. Para nosotros, el principal criterio en este sentido es que, aquello a lo que denominamos, tenga una naturaleza conceptualmente unitaria y sustantiva, sin prejuzgar por ello que esa articulación y definición sea definitiva. Pero sí es necesaria a priori: incluso para deconstruir o para destruir, hace falta tener algo que deconstruir o destruir (y no está claro que deconstrucción o destrucción alguna llegue a desembarazarse definitivamente de lo que deconstruye o pretende destruir –la deconstrucción ni siquiera lo pretende-). Junto a este criterio, epistémico, nos atenemos al criterio, hermenéutico, de acogerse al significado históricamente más relevante, que no es solo ni principalmente el uso mayoritario.

Partiendo de su nombre, decimos que la Filosofía es una búsqueda o intento de saber, un “amor a saber”, una teoría o labor teórica. ¿Un amor a saber qué y cómo? Un amor al saber sin restricciones o adjetivos, esto es, una búsqueda de un saber total y absoluto, y en el modo de comprensión más total y absoluto posible; un intento de un saber o una consciencia plenos de la realidad; un intento de conocer la esencia última, los “principios”, de toda cosa.

Hoy, por supuesto, esto suena todavía, para muchos oídos, como una pretensión completamente desmedida, una ingenua (o algo peor) ignorancia de nuestra finitud… Será preciso recordar que, sin embargo, ya en esa su caracterización primigenia u original, la Filosofía no cree ser ni tener certeza de llegar a ser un saber perfecto o una sabiduría: hay ya allí, simultáneamente, la máxima aspiración y la mayor humildad, en pura dialéctica. La hybris de aspirar a la totalidad y absolutidad (contra el más elemental o primitivo de los mandatos demónicos), pero, a la vez, la humildad de ser solo un “amar” o “querer”, un intento, algo siempre solo buscado y nunca encontrado y quizá por principio inhallable o inalcanzable, una “docta ignorancia” de que el polígono nunca alcanzará al círculo (como dijo Nicolás de Cusa). Unos filósofos se han pretendido situar más cerca de uno u otro polo, del afán totalizador o de la modestia, pero ninguno ha renunciado realmente a alguno de ellos, y los mejores han pretendido con la mayor intensidad ambos a la vez.

En la filosofía tardomoderna, esa caracterización primigenia de la Filosofía se fue modulando, como ya se moduló en algunos pensadores durante la modernidad griega, hacia la auto-desconfianza e incluso la auto-negación. Pero en ningún momento, incluso en sus expresiones más pretendidamente modestas y finitistas, ha dejado el filósofo, lo quiera o no, de intentar una concepción general y totalizadora. Y es eso lo que las hace reconocible e innegablemente filosofías. Tal auto-desconfianza, por otra parte, está dejando de ser tan convincente y ubicua como alguna vez lo fue, y es un hecho que desde hace años cada vez más filósofos vuelven a una concepción fuerte de la tarea de la Filosofía.

En nuestra propia concepción, la Filosofía no necesita la autohumillación tardomoderna de la razón, ni en su versión cientificista (positivismo y naturalismo) ni en la de inspiración más humanística (deconstrucciones historicistas,  “genealógicas”, “arqueológicas”…): le basta con la honestidad de saber que un conocimiento pleno y absoluto, libre de paradoja, de nuestra condición y de la realidad en total, es a la vez que un postulado necesario, algo de hecho no dado ni representable. El más humilde de los filósofos fue también el que, según el propio Aristóteles, iniciara la búsqueda del qué-es o la esencia de cada cosa. Los dos lados van necesariamente unidos: hay tanta humildad como auténtica pretensión, y tan unilateral es el fanatismo de creerse en el saber absoluto como el cinismo de creerse sin posibilidad alguna. Tal como, según Kant, la Crítica tenía que oponerse tanto al dogmatismo como el escepticismo, así la Filosofía tiene que evitar tanto la sapiencialidad como la autonegación.

Como se dijo también desde el principio de los tiempos, la Filosofía nace del asombro. Pero la Filosofía no se asombra por nada en concreto, se asombra en concreto por Todo, por la Totalidad, y por cada parte en el sentido en que cada parte es la totalidad, es decir, por la esencia o fondo último de toda y cada realidad o ser.

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Respecto de la condición natural o sentido común, la Filosofía tendría, pues, una “objeción” radicalmente diferente a la que vimos que le dirige la Ciencia: no es que el sentido común o condición natural sea informe o confuso, sino que ignora el problema de la existencia y la esencia, el problema de la naturaleza de lo natural. Por eso debe ser suspendido, se debe hacer epokhé de él. A este respecto, la Ciencia estaría en el mismo lugar que el sentido común o condición natural. La propia Ciencia no sería más que sentido común o condición natural organizada o sistematizada: es decir, ciega a la aporía y la dialéctica de la Realidad. No obstante, ¿estamos siendo justos con el sentido común o la condición natural?; ¿no tendrá ella también cierta consciencia de la dialéctica, no será ella ya también filosófica? Así lo probaría el hecho de que el sentido común, como decíamos, se hace una buena idea de lo que es la filosofía. Si es así, en la condición natural hay tanto una predisposición e incluso protoforma de filosofía como la hay de ciencia. En efecto, todo el mundo tiene sus momentos filosóficos, “junto a” o entre el mar de sus momentos científico-técnicos, y artísticos, políticos, religiosos…

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La Filosofía sería, pues, el intento de una comprensión total o absoluta de la Realidad. Su carácter de (intento o búsqueda de) saber o conocimiento o verdad la distinguiría de cuanto no sería principalmente teoría (el Arte, la Acción Ético-política, la Religiosidad…), y su carácter de búsqueda de lo incondicionado la distinguiría de la Ciencia. De todo esto hablaremos después.
Pero el intento de un conocimiento total, absoluto, pleno… de la esencia última de la realidad, condena a la Filosofía a ser intrínsecamente aporética, es decir, a encontrarse en todas partes con la contrariedad, si no con la contradicción. La Totalidad, lo Absoluto, es aporético: esto es, lo absoluto contiene los contrarios como implicándose el uno al otro, como unidos inextricablemente en lo mismo, incluso como siendo en cierto modo lo mismo. Esto es lo que desde el principio se identificó, con más o menos claridad y consciencia, como el carácter “dialéctico” del pensamiento filosófico.

La dialéctica se da en todo pensamiento, si se le lleva hasta el fondo o se le absolutiza. Pongamos, por ejemplo, el propio hecho de conocer. Conocer es conocer la realidad, conocimiento es conocimiento de algo (lo que se dice en la filosofía contemporánea, intencionalidad). El conocimiento no es lo mismo que aquello que conoce, el pensamiento no es lo mismo que la realidad. La diferencia entre ambos es la condición de ser de cada uno, o al menos del pensamiento. Sin embargo, a la vez, lo que verdaderamente se conoce tiene que ser lo mismo que lo que es, y el ser tiene que ser lo mismo que el pensar. Este problema, que en la filosofía contemporánea se llama el problema del Realismo (y, por tanto, del anti-realismo), ha ocupado a la filosofía de una u otra manera desde siempre y la ocupará siempre, en el sentido de que no tiene “solución”, es decir, solución unilateral. Por cierto, tampoco tiene (como a veces intenta la propia filosofía, hastiada de su lucha interna) disolución. Es decir, la solución no pasa por dejar de pretender una comprensión total o absoluta y conformarse con una relativa y finita. Esto nos conduce a otro ejemplo de la dialéctica:

La condición para que el ser humano (o cualquier otro ser) desee y busque (pero también para que rechace hastiado) un saber o posesión auténtica y plena de lo-que-es, de la realidad…, es que el hombre sea un ser finito (sin finitud, no hay búsqueda), pero, a la vez, sea infinito, es decir, posea el criterio absoluto de lo que es la verdad. El ser consciente es a la vez finito e infinito, relativo y absoluto. O, en otra variedad de esta dialéctica, la que hay entre lo atemporal y lo histórico: no hay comprensión alguna de algo, incluido lo histórico, sin ideas atemporales. Pero toda idea es dada en una historia. He aquí la dialéctica a la que nos referíamos cuando notábamos la insuficiencia de una explicación científica de la Filosofía: la dialéctica que modernamente se suele llamar Normativo / fáctico.

La prueba de que la filosofía es dialéctica es, pues, doble: a priori pueden mostrarse las aporías que afectan ineludiblemente a cada posición filosófica unilateral; a posteriori (y, por tanto, más aparentemente aunque menos decisivamente) lo mostraría el hecho de la perpetua incapacidad de la filosofía para producir avance y acuerdo. Que la Filosofía siga perennemente dando vueltas a los mismos problemas, sin conseguir acuerdo ni avanzar en ese sentido (sin avance en el acuerdo, ni acuerdo en el avance), no se debe a razones fácticas (a que es una tarea muy difícil para el hombre, a que tiene aún una corta historia…): es una cuestión de principio[1]. No es un defecto, es su virtud. Solo la dialéctica refleja conscientemente la condición “trágica” de la existencia.

Que los filósofos estén divididos acerca del carácter dialéctico o no de la filosofía puede ser visto como un caso más, y una prueba añadida, del carácter dialéctico de la filosofía. También esta es una disputa “eterna”, que en la filosofía occidental consta desde, por lo menos, Heráclito.

El paradigma de todas las dialécticas es la que existe acerca de lo Uno y lo Múltiple, de lo Idéntico y lo Diferente; también de la Idea y el Fenómeno, de lo Necesario y lo Contingente. Tanto antiguamente como en la más reciente filosofía, es esta dialéctica la que sigue centrando la atención del pensamiento. Esa dialéctica, ontológica, se refleja en las dialécticas ético-políticas (lo Común y lo Particular, la Justicia y el Interés…), en las estéticas (la Forma y el Contenido, la Razón y el Gusto…), y, en fin, en todos los asuntos de la filosofía, es decir, en todos los asuntos, sin más, cuando son considerados de forma última o absoluta.

Decíamos que la Filosofía es la Crítica. Bien: pues la crítica es, formalmente, la Dialéctica. El pensamiento crítico es aquel que es capaz de situarse en cualquiera de los lados del problema y encontrar las aporías radicales de cada uno, comprendiendo, además, que cualquier unilateralidad es una falsa solución. Por tanto, una educación crítica es una educación dialéctica. Guardemos esto para después.




[1] En Philosophy of Philosophy, T. Williamson no comparte este tópico: según él (y la mayoría, seguramente, de los filósofos analíticos), hoy sabemos más que nunca antes acerca de, por ejemplo, los conceptos de necesidad y posibilidad, gracias al desarrollo de la lógica modal, y de otras cuestiones gracias a otros avances. Según Williamson, aunque la filosofía no puede aspirar a la exactitud de la Ciencia (al menos de la excelente ciencia física), sí puede refinar su metodología, que es continua con la de la ciencia (en un sentido, más cercana a la matemática, en otro a la física). Para Williamson, quienes no imitan la pulcritud de la ciencia (por ejemplo, los filósofos “continentales”, pero también muchos analíticos) se condenan a la laxitud, a la retórica, etc.
Ciertamente, hay un sentido en que podemos tener la pretensión de que hoy sabemos más que lo que sabía Frege. Ahora bien ¿podemos tener la sensación de que comprendemos los problemas filosóficos mejor de cómo los comprendieron Aristóteles o Hegel? Esto es sumamente dudoso, y no porque estemos bajo el síndrome de veneración a la autoridad histórica. Es más que dudoso, por ejemplo, que las formalizaciones de la lógica modal recojan adecuada o perspicuamente la noción de esencia (otros filósofos analíticos, como Kit Fine y varios neoaristotélicos, no lo creen); y es discutible filosóficamente cada uno de los postulados o, más bien, impensados, en que se funda “la” lógica modal, e incluso el simple postulado de la formalizabilidad, que “olvida” la dialéctica de Forma y Materia. Una prueba a posteriori de que quienes piensan como Williamson seguramente se engañan es que, a día de hoy, no podría aducirse un solo ejemplo de tesis definitivamente ganada para la filosofía, y no porque (como argumenta Williamson) en esa encuesta tendremos en cuenta a quienes no tienen la competencia suficiente para valorar las auténticas adquisiciones (de, por ejemplo, la lógica modal), sino mucho más profundamente, repitamos: porque no está solucionado el problema de que una forma “represente” adecuadamente a la realidad. El mismo problema de “pensamiento y realidad, que Williamson pone como ejemplo (discutiendo acerca del antirrealismo de Dummett, etc.) es un problema en que, reconoce nuestro autor, no tenemos ninguna respuesta. Está, además, en discusión, si la pulcritud o exactitud matemático-científica es la exactitud adecuada para los problemas filosóficos. Muchos pensadores (Hegel, Heidegger… pero también Platón) lo rechazan, porque la ciencia o la matemática no piensa sino que sueña, etc. Habría que dirimir esta cuestión. Pero, ¿desde qué lenguaje o qué criterio de corrección?  ¿Quiere decir todo esto que haremos mejor en olvidarnos de todo afán de mayor pulcritud? No: la relación entre dialéctica y afán contradialéctico es, como veremos, ella misma dialéctica, lo que quiere decir que no podemos prescindir de ninguno de los dos impulsos.

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