miércoles, 5 de septiembre de 2018

Heráclito. Un comentario filosófico, II: del conocimiento de sí


 Heráclito. Un comentario filosófico, ya está disponible en la página web de Ápeiron ediciones y en librerías. Como una muestra más de su contenido, copio aquí algunos fragmentos del capítulo segundo, en los que se recogen y comentan los fragmentos dedicados al conocimiento.


Si la última tesis que leíamos en nuestro capítulo anterior (pero recor­demos que no atribuimos al propio Heráclito una tal división en capítu­los) era la de la comunidad de la razón frente a la pretensión literalmente idiota de los más, de tener pensamiento propio, es natural leer a conti­nuación que:
ξυνόν ἐστι πᾶσι τὸ φρονεῖν (113)
Común es a todos el pensar.
Como se encarga de señalar el artículo, el sujeto (en los dos sentidos de la palabra, el gramatical y el ontológico) es “el pensar”. La palabra xynós, “común”, nos indica que ese pensar es el lógos o razón universal en una de sus epifanías. Sin embargo, el orden invertido de la frase, con el sujeto al final, obliga simultáneamente a leer y a entender que lo definido aquí es, no el sujeto, sino “lo común”. Así, el doble orden, sintáctico y temporal, del discurso, rompe la unidireccionalidad y señala más bien a una corres­pondencia entre lo común y el pensar, que abren y cierran la sentencia.
Aunque los hombres no piensan por lo común en esa razón común con lo que constantemente se encuentran, ella está en todos ellos. Justo por eso es digno de pensar que no pensemos. Quizá más extraño o admirable que el hecho de que haya algo en vez de nada, lo es que no haya extrañeza o sorpresa en los hombres o en la mayoría de ellos, o sea, que quienes pode­mos hacernos cargo de esa extrañeza, no nos lo hagamos. De esta extrañeza de la falta de extrañeza se han extrañado siempre los filósofos.
La sentencia de Heráclito dice que el pensar es común a todos, no a unos pocos. En cierto modo, esto es una obviedad: no puede algo ser ver­daderamente común si no lo es a todos. Desde luego, hablamos a menu­do de lo que es común solo a una parte. Es más, según algunos filósofos solo es posible hablar de lo común a una parte, pues la cuantificación ab­solutamente universal o irrestricta cae en paradojas como la del imposible necesario conjunto de todos los conjuntos (luego tendremos ocasión de hablar de ello). Sin embargo, cada vez que decimos “común” sin referir­nos a todo, completamente a todo, no estamos diciendo lo propiamente común, sino lo incomún. Cuando queremos hablar de la esencia de las cosas, como ocurre en el discurso filosófico, tenemos que hablar de todo sin restricciones. Y también quienes dicen que está prohibido por la ló­gica hablar de todo, hablan ellos mismos de todo, y con toda lógica: la pretensión de negar la posibilidad de hablar de todo es ella misma un hablar de todo; un hablar, pues, que se ignora a sí mismo.
No obstante, la totalidad a la que se refiere aquí Heráclito es ella mis­ma restringida, aunque restringida a todo un aspecto de la realidad: el “hombre”, que queda definido, en su totalidad, precisamente por ello.
Heráclito dice que la esencia de todos los hombres es el pensar: cual­quiera que oye o puede oír la sentencia, es necesariamente pensante. Pero ¿qué necesidad habría de decir lo obvio? Paradójicamente, lo más obvio no es obvio para los hombres.
*
Como han señalado algunos intérpretes, el “todos” de esta sentencia puede interpretarse incluyendo no solo a los hombres sino a absoluta­mente todas las cosas (esta propuesta hace, pues, justo lo inverso a lo que hacía la propuesta de leer, en el fragmento 1, “todo sucede según esta ra­zón” como refiriéndose solo a los hombres). Sería, entonces, en principio posible atribuir a Heráclito una especie de pampsiquismo o, más bien, pannoísmo. Sin embargo, a mi juicio también esto es inconsistente con otros lugares del libro. Cuando se queja de que no pensamos, Heráclito habla expresamente de los hombres, y no solo no incluye a los (otros) ani­males, sino que siempre que trae a estos a colación es para contraponerlos a los hombres, a lo que deberían ser los hombres. No hay base alguna para pensar que Heráclito atribuía consciencia reflexiva a cualquier ente.
La razón está en todo, ciertamente, pero de al menos dos maneras ra­dicalmente diferentes: de una manera está en todas las cosas, pues existen y suceden según razón, lo sepan o no; de otra manera, en el hombre y en los démones inmortales la razón está además como consciencia de sí misma, esto es, en el doble aspecto objetivo y subjetivo. Dicho de otra manera: toda realidad es lenguaje, pero solo en los hombres y dioses el lenguaje está en el modo del que dice, y no solo en el modo de lo dicho. Es la diferencia entre logikón y álogon, que se encuentra también en el pitagórico Alcmeón de Crotona: el hombre es lógico o hablante, mientras que los otros seres son sin-habla y sin-razón. Esto es lo que hace paradó­jica la constatación de que, sin embargo, los hombres son irracionales o ilógicos: los seres racionales son irracionales. ¿Son, entonces, inferiores a los animales y a todas las otras cosas? Pero, para Heráclito, solo los hom­bres pueden ser ilógicos porque solo ellos son lógicos.
Esto, no obstante, no nos impide buscar en Heráclito, ya que no un pannoísmo, un cierto pampsiquismo, un gradualismo de la conscien­cia, apoyándonos en su concepción de la naturaleza única y continua del universo, todos cuyos estados lo son de la misma sustancia, el fuego siempre-viviente. Tal tesis está implícita en la teoría pitagórica (e hindú) de la metempsicosis. Así, con toda seguridad para Heráclito (a diferencia de para Descartes) los animales sufren. Es de hecho por eso por lo que pueden ser usados en comparación con el hombre. De ello hablaremos en el capítulo dedicado a la psicología.
Habría, entonces, en Heráclito, no una doble sino una cuádruple gra­dación de la presencia de razón en los seres. De la forma más básica, decíamos, ella se extiende a todos los puntos de la realidad, desde lo más simple e inerte hasta lo más consciente. Más allá de ese modo externo, la razón está en los hombres también como sujeto, como consciencia, como para sí. Pero esta forma de la razón se divide en dos: unos hombres, los muchos, aunque tienen la posibilidad, no logran (ni siquiera saben que tienen que procurarlo) realizar esa razón, y pasan la vida en sueño y olvi­do. Por tanto, se parecen a los seres inconscientes, esto es, se parecen a lo que no se parecen. Otros en cambio, los pocos, son los que se investigan a sí mismos y despiertan, y dicen y hacen la razón o conforme a razón. En un último modo hay que poner a lo divino o al dios, que es la cons­ciencia absoluta, la razón totalmente para sí, y comparados con la cual, se nos dirá, nosotros, los hombres, somos como simios comparados con un hombre. Lo divino no tiene la posibilidad de olvidarse de sí y soñar, es puro pensamiento del pensamiento, según la fórmula de Aristóteles. Su tratamiento será el último en el sistema.
*
¿Por qué si los hombres tienen como naturaleza propia escuchar la ra­zón, los más no logran vivir de acuerdo con su naturaleza, sino que sobre­viven parecidos a lo inferior? Y, ¿por qué si los hombres tienen razón, nin­guno posee comprensión, como sí la posee el dios? Estas dos preguntas se refieren a los dos ámbitos que rodean el camino del ensueño y el despertar del hombre: lo inferior y lo superior. Entre la bestia y el dios (dice Aristóte­les), entre Dios y la nada (según Descartes)… Etapa inicial que algunos ni siquiera empezarán a dejar; etapa final que quizás ni el mejor entre los po­cos alcanzará como hombre. Sin embargo, hay que esperar lo inesperado. Acaso se nos puedan iluminar algo estos asuntos a lo largo del libro.
*
Que el lógos o razón que rige y dirige todas las cosas se dé en los hombres en la forma de pensamiento, hace que el camino de su descubri­miento, el camino del despertar, sea el camino del conocerse a sí mismo:
ἀνθρόποισι πᾶσι μέτεστι γινώσκειν ἑωυτοὺς καὶ σοφρωνέιν (116)
A todos los hombres les es dado conocerse a sí mismos y ser sabios.
Yo mismo, Heráclito, el que dice este discurso verdadero, no hice otra cosa que eso:
ἐδιζηεσάμεν ἐμεωουτόν (101)
Me investigué a mí mismo.
Heráclito es un pensador apolíneo. La máxima délfica γνῶθι σαυτόν, “conócete a ti mismo”, está al comienzo del camino del despertar. Debe­mos comparar esta concepción del conocimiento como conocimiento de sí, con los otros lugares en los que aparecerá a lo largo de la historia de la filosofía.
El más conocido de ellos es Sócrates. ¿Cuál es la relación entre Herá­clito y Sócrates? Extrañamente, pocas veces se ha pensado en esto. Nos cuenta Diógenes (lo escuchamos con la prudencia que hay que tener para tales anécdotas, que no pueden ser despreciadas pero tampoco pueden ser tomadas confiadamente en su literalidad) que cuando Eurípides le preguntó a Sócrates qué le parecía el libro de Heráclito, aquel contestó que lo que había entendido le parecía maravilloso, y que creía que lo que no había entendido lo era también, pero que hacía falta un buceador de Delos para leerlo.
También Sócrates es un pensador de Apolo. Como se sabe, la con­clusión de sus reflexiones llevó a este maestro de filósofos a la docta igno­rantia. En cambio, no parece que le cuadre a Heráclito esa descripción. Diógenes Laercio trasmite también la leyenda según la cual Heráclito de joven decía ser consciente de que no sabía nada pero de mayor decía que lo sabía todo: habría seguido, pues, el camino inverso a Sócrates. Pero una lectura atenta muestra quizás en qué sentido esto debe ser entendi­do de manera muy diferente. Sócrates es, como Heráclito, un pensador dialéctico. Su confesión de ignorancia tiene que ser escuchada junto con su propia confesión, en plena vejez (ante el jurado, por ejemplo), de estar seguro de varias cosas muy importantes: ante todo, de que es preferible a toda otra cosa llevar una vida digna. Sócrates no es, desde luego, un escéptico. Por su parte, la confesión de sabiduría de Heráclito debe ser es­cuchada junto a las frases que leeremos en los capítulos finales: la especie de los hombres no posee el conocimiento, la divina sí.
Lo primero que une esencialmente a Sócrates y Heráclito, y que en este momento nos interesa, es aquello mismo que Platón desarrollará a su manera: el conocimiento no es, como quieren algunos, la introducción en el alma de conocimientos venidos de fuera, sino el despertar o reme­morar de lo que el alma posee en sí misma, o de lo que ella es. Aprender es recordar lo que se olvida con esa muerte que es nuestro nacimiento, es llegar a ser quien eres, según la expresión de Píndaro.
También Descartes, veintidós siglos después de Heráclito pero segura­mente en el momento equivalente de su civilización, presenta la tarea de pensar como un conocimiento de sí. Sin embargo, es cierto que el modo en que la filosofía europea moderna plantea la indagación de sí mismo es diferente al modo griego. En Heráclito, como en todo el pensamien­to clásico, no se comienza por la necesidad de vencer al escepticismo o al solipsismo. La pregunta, que desde Descartes llega hasta Husserl y la epistemología moderna en general, acerca de cómo puedo saber que lo que encuentro en mi mente esté también en la realidad, no tiene fácil lugar allí. No es que no se tenga consciencia del problema del conoci­miento. Dan prueba de ello desde las diatribas de Jenófanes contra el antropomorfismo de los mitos hasta la exposición del falibilismo extremo en Gorgias, quien afirma la antítesis perfecta de la identidad de pensar y ser defendida por Parménides: si algo existiera —argumenta Gorgias— no podríamos conocerlo, porque lo pensado y lo real son diferentes, so pena de que exista cualquier cosa que nos representemos. Y, desde luego, si Parménides puede tomarse la molestia de aseverar la identidad de pen­sar y ser es porque concibe perfectamente la posibilidad contraria. Pero los filósofos presofistas, como Heráclito, y después Sócrates y Platón, no abordan el problema epistemológico desde ese lado escéptico o falibilista. ¿Por qué? Y ¿qué otro modo hay de abordarlo?
Valdrá la pena, antes, comparar el apolíneo conocimiento de sí con el giro trascendental kantiano, con el que guarda una extraña relación de se­mejanza y diferencia. Kant elimina muy conscientemente todo atisbo del psicologismo que estaba en la base del escepticismo del siglo de Descartes y había resurgido en el contingentismo radical de Hume. El conocimien­to del sujeto trascendental no tiene nada que ver con los fenómenos del curso de la consciencia, sometido al flujo del tiempo. El precio que hay que pagar por eliminar la contingencia es desustancializar al sujeto. El “yo pienso”, que acompaña a todas mis representaciones proporcionándoles el sistema de referencia de la estructura categorial, no es un ente, sino una función, la función de las funciones, esto es, lo más vacío a la vez que lo más determinante, porque, en último extremo, contiene toda la estructu­ra de los fenómenos menos la materia u ocasión de estos.
Sin embargo, el giro kantiano no parece acabar con el escepticismo de Hume. Por su propia naturaleza idealista, no elimina la duda radical de que a la “estructura trascendental” no le corresponda nada, al menos nada semejante a lo pensado, en la realidad: es más, hay que suponer lo contrario, que las cosas en sí son diferentes a lo que de ellas dice “nuestra” estructura cognitiva; pero ¿qué tienen, entonces, que ver las cosas con lo que creemos de ellas? Tampoco se acaba siquiera con la sospecha de que la pretendida universalidad y necesidad de nuestros conceptos y principios no sea más que una ilusión psicológica. Quizás, como dirá Nietzsche, lo único que prueba el constructo trascendental es nuestra fuerte necesidad de creer que entendemos el mundo y que este se rige por leyes eternas (esto es, en último extremo, nuestra creencia en Dios).
El modo en que Heráclito piensa la relación entre pensamiento y rea­lidad es, hemos visto, diferente: el propio pensamiento, la razón, es la “cosa en sí”. El conocimiento humano participa de la razón según la cual está hecha toda realidad. No hay lugar, pues, para la pregunta moderna acerca de la relación entre representación o fenomenicidad y cosa en sí. Pero con ello no queda excluido todo problema escéptico. Este hay que plantearlo en otros términos, más propiamente epistemológicos.
(…)

Conocer muchas cosas para comprender una sola

La misma oposición que existe entre la razón común y las múltiples inteligencias propias de los hombres, y la que hay, por tanto, entre los pocos que escuchan a aquella y los muchos que viven ignorándola, la hay entre la auténtica comprensión y la multitud de investigaciones o “historias”. Pero nuevamente esta diferencia no es una negación de lo múltiple. La comprensión solo se alcanza a través del conocimiento de las muchas cosas, aunque el mero conocimiento de muchas cosas no enseña comprensión.
χρὴ εὖ μάλα πολλῶν ἵστορας φιλοσόφους ἄνδρας εἶναι (35)
Han de ser conocedores de muchas cosas los varones filósofos.
El conocimiento de los hechos, de la manera más sistemática y cien­tífica posible (historía), es necesario para llegar a la comprensión de la razón universal, de la naturaleza última de la realidad, comprensión que, sin embargo, no ocupa lugar u ocupa muy poco:
χρυσόν γὰρ οἱ διζήμενοι γῆν πολλὴν ὀρύσσουσι καὶ ἑυρίσκουσιν ὀλίγον (22)
Oro, los que buscan, tierra mucha remueven y encuentran poco.
La estructura de quiasmo de esta sentencia ricamente elaborada opone especularmente el remover mucha tierra y el encontrar poco oro. Oro y poco ocupan el principio y el fin de la frase, que se cierra así en sí misma: común es el principio y el final del círculo, se nos dirá luego. El oro, esto es, la razón y fuego que, según nos enseña otra sentencia, se cambia en to­das las cosas y todas las cosas en él como las mercancías en oro y el oro en las mercancías, está al principio, pero su comprensión solo se obtiene tras todo el proceso de mediación, de remoción de la tierra, esa última forma de la degradación o muerte del fuego, según sabremos también después, pero a la vez el punto a partir del cual el cosmos recomienza su ciclo: De uno todo, de todo uno. Oro-poco, o incluso oro-uno, es la comprensión a la que solo se llega removiendo mucha-tierra o toda-la-tierra.
Es digno de extrañeza que si el conocimiento es esencialmente cono­cimiento de sí mismo, el “varón filósofo” (según la expresión que aparece en el fragmento 35, y que algunos dudan que sea literalmente de Herá­clito) haya, sin embargo, de conocer muchas historias o hechos, recorrer el mundo cuando la aventura está en su interior. Como diría Hegel, el espíritu necesita enajenarse para retornar a sí a través de todas las cosas. Pero también, como en las mónadas de Leibniz, todo sujeto es un micro­cosmos, de modo que conocerse a sí mismo es indistinguible de conocer todas las cosas.
Esta necesidad de la mediación nos dice que
φύσις κρύπτεσθαι φιλεῖ (123)
La naturaleza gusta de ocultarse.
Y que
ἁρμονίη ἀφανὴς φανερῆς κρείσσων (54)
Armonía inaparente, a la aparente supera.
ὅκωσπερ σάρμα εἰκῆ κεχυμένων ὁ κάλλιστος κόσμος (124)
Como montón de desperdicios echados al azar, el más bello orden.
La naturaleza, esto es, la realidad, gusta de ocultarse. Algunos, para “desantropomorfizar” la expresión, recuerdan que phileî tenía en griego también el sentido de nuestro “suele”, pero me parece mucho más propia de Heráclito la expresión tal como la traduzco, y que, de todas maneras, tiene en castellano la ambigüedad suficiente como para ser entendida en los dos sentidos. Coloco también aquí dos aforismos, el 54 y el 124, que parecen hacer buen juego entre sí y con el anterior, pero que bien podrían figurar en algún otro lugar del esquema y del libro. El primero de ellos, “armonía inaparente, a la aparente supera”, tiene también forma de quias­mo, sin duda para acercar dialécticamente lo inaparente y lo aparente, esto es, lo que no se muestra de buenas a primeras y lo que es dado. Del término harmoníē, “ensamblaje, ajuste, armonía”, hablaremos detenida­mente en el capítulo siguiente. Aquí el centro lo ocupa la contraposición aphanḗs / phanerḗs. La naturaleza o realidad, cuya constitución es la armonía o ensamblaje de los contrarios, ama ocultarse o no aparecer, su no-aparecer es superior a su aparecer.
Luego veremos la razón ontológica y metafísica por la que la realidad gusta de ocultarse: sin diferencia no hay realidad. Pero hay que preguntar­se aquí si no cae en inconsistencia este ocultamiento natural de las cosas con lo que Heráclito nos dijo más arriba, esto es, que los hombres no ven lo que se encuentran a cada paso. ¿El ocultamiento es entonces cosa de los hombres, o de la realidad misma? Ninguna respuesta unilateral es adecuada. El ocultamiento de la realidad no puede ser algo “subjetivo”, una especie de caída desde la visión prístina de un cierto edén a la vida sombría de la caverna. Aunque el ocultamiento se da en el entendimiento y la visión de los hombres, es algo que tiene su fundamento en la realidad. Pero también es constitutivo de la realidad humana el afán de despertar. El drama necesita de sombras tanto como de luces.
No hace falta leer heideggerianamente este ocultamiento de la reali­dad: para todos los filósofos clásicos la esencia está inmediatamente ocul­ta, y solo mediante el trabajo del pensamiento (que, de otra forma, no sería actividad alguna, sino mera receptividad) aparece lo inaparente, sin que deje de ser luz o fuego u oro esa realidad que ama ocultarse. Por eso el camino del despertar pasa por un conocer muchas cosas, de las que tomar señales de la única que a todas las rige y dirige sin anularlas.

Señales del oráculo: la comprensión como dialéctica y analogía

Pero ¿cómo se alcanza la comprensión de lo esencial a través del co­nocimiento de todas las cosas?, ¿cómo nos hablan las cosas de sí mismas y por tanto de nosotros mismos? El texto que considero decisivo en este punto dice:
ὁ ἄναξ οὗ τὸ μαντεῖόν ἐστι τὸ ἐν Δελφοῖς, οὔτε λέγει οὔτε κρύπτει ἀλλὰ σημάινει (93)
El señor cuyo oráculo es el que está en Delfos, ni dice ni oculta, sino que señala.
De este aforismo esencial debemos, según decía en la introducción, aprender a leer a Heráclito, pero también simplemente a leer, es decir, a entender la realidad, porque este aforismo da las señas de toda inter­pretación de todo lógos. De Alcmeón de Crotona se nos ha transmitido un dicho similar: “acerca de lo invisible, solo los dioses saben; nosotros, mortales, solo podemos orientarnos por señales”. Y algo semejante dice Jenófanes.
El señor es, desde luego, Apolo, el patrón de Heráclito, el del cono­cimiento de sí, el del arco y la lira (que encontraremos en el centro de la ontología) y el del oráculo. Como han señalado muchos, Heráclito se refiere aquí a Apolo sin nombrarle pero describiéndolo inconfundible­mente, esto es, ni lo dice ni lo oculta, sino que lo señala. Así el texto hace lo mismo que dice, tal como los hechos, cuando se tiene el alma para interpretar adecuadamente el testimonio de la vista, señalan inconfundi­blemente a la razón que los crea y rige. Apolo es el propio mandato de la razón. Pero él mismo nos advierte de que el camino del despertar no es ni el de lo oculto ni el de lo manifiesto. Que “no dice” quiere decir que no declara abierta, literal, unívocamente. Que “no oculta” quiere decir que la realidad tampoco es lo inaccesible, que entre nuestro lenguaje y (el de) la realidad no hay pura equivocidad. Estas son las dos teorías unilaterales y desencaminadas.
La ciencia pretende un conocimiento diáfano de las cosas, su designa­ción quiere ser denotación unívoca. Pero la ciencia se abstiene de indagar la esencia y existencia de las cosas, de poner en cuestión la estructura dialéctica de la realidad: se limita a salvar los fenómenos. Manteniéndose en esos límites, puede aspirar relativamente a realizar su intento. Algo distinto ocurre cuando el discurso aspira a referirse a lo absoluto, a la esencia y existencia últimas. No existe entonces tal acceso directo o literal a las cosas, pues ello supondría la inexistencia de la diferencia, pero la diferencia es constitutiva de la realidad. La diferencia entre, por ejemplo, sujeto y objeto, entre fenómeno y realidad; la diferencia entre la sustan­cia o cosa en sí misma y la esencia o su cognoscibilidad… es irreducible como, según una analogía “geométrica” que usaré recurrentemente (y que se encuentra en Nicolás de Cusa y otros filósofos), es irreducible la cir­cunferencia (constituida de infinitos puntos y de infinitas tangentes) al punto inextenso, con el cual, sin embargo, tiene una relación de perfecta proyección. Pero eso no significa que la auténtica realidad de las cosas esté irremediablemente oculta, que cualquier término que utilicemos para referirnos a las cosas en sí mismas será usado equívocamente, y que, por tanto, acerca de la esencia y existencia última de la realidad haya que callar. Oponiéndose a esas dos concepciones abstractas, como síntesis, si se quiere, de lo que en cada una hay de verdad, llamaremos analogía a la relación que Heráclito propone entre el signo y lo significado, esto es, en­tre lo dado y su realidad. El pensamiento de Heráclito es un pensamiento de la dialéctica y de la analogía. 94

Reparemos, también, en que lo que el texto no dice es precisamente el nombre, el nombre ‘Apolo’. Otro aforismo, que leeremos en la parte teológica del libro, sostiene que lo uno, lo único sabio, no quiere y quiere ser llamado con el nombre de Zeus, de Dios. Lo que el lenguaje no dice es la referencia directa, el “nombre exacto de las cosas”, lo que constituiría la visión transparente de la realidad. En esa ilusión caen el teósofo o el científico que pretende ir más allá de sus límites y hablar de las cosas en sí. El lenguaje solo dice mediadamente la cosa: no el nombre propio sino las propiedades y relaciones, no la sustancia sino la esencia, si se quiere. Pero a través de las propiedades o la esencia se accede a la sustancia, como a partir de la circunferencia entendemos (entendemos sin entender, dirá el cusano) el punto indivisible e inextenso, que es, sin embargo, la natu­raleza última de la naturaleza.

Contra Pitágoras

Pero veamos el caso de (contra) Pitágoras, el pensador que es tomado también como ejemplo de polimatía y de hablar embaucador. Heráclito le dedica al menos otros dos pasajes que conservamos:
Πυθαγόρης Μνησάρχου ἱστορίην ἤσκησεν ἀνθρώπων μάλιστα πάντων καὶ ἐκλεξάμενος ταύτας τὰς συγγραφάς ἐποιήσατο ἑωυτοῦ σοφίην, πολυμαθίην, κακοτεχνίην (129)
Pitágoras el hijo de Mnesarco se ejercitó en investigaciones más que todos los hombres y con lo que sacó de esos escritos hizo su propia sabiduría, erudi­ción, malas artes.
Πυθαγόρης κοπίδων ἐστίν ἀρχηγός (81)
Pitágoras es el iniciador de los trinchetes o bien, Pitágoras es el cabecilla de los embaucadores.
La diferencia de Heráclito con Pitágoras es, en cierto sentido, la más importante. Esto es quizás evidente ya en el mismo uso del término. ¿Por qué habla Heráclito, según hemos visto, de “los varones filósofos”? (Mar­covich no cree que esa palabra estuviese en el texto de Heráclito, sino que sería de Clemente, quien usa en otras ocasiones ese sintagma, pero la palabra philósophos está atestiguada ya en Heródoto, y no hay razones para negársela a Heráclito). Si el nombre de filósofo, según se nos dice, no estaba todavía consolidado, o quizá ni siquiera era un nombre, ¿por qué Heráclito escogió esta y no otra palabra para nombrar a los hombres que buscan en sí mismos la razón que todo lo rige y dirige?, ¿una pala­bra, por ejemplo, que no hubiera sido usado por ese sabelotodo llamado Pitágoras, que es a quien se atribuye haber sido su inventor (pues habría dicho —como dice Heráclito— que sabio solo es lo divino, y que él era amante del saber)? Heráclito tenía la consciencia de estar dedicándose a lo mismo que ocupó a Pitágoras. Aún más, Pitágoras es, entre los filósofos que Heráclito pudo conocer, el más cercano a él: pensador apolíneo, de la armonía y la medida de todo, de la enseñanza esotérica, del círculo de las almas. Justo por eso Heráclito le toma como ejemplo del error: en la mayor cercanía habita la más importante diferencia.
La lectura obvia del primero de los dos textos (129) dice que Pitá­goras se habría ejercitado en “historias” más que ningún otro hombre, escogiendo de entre ciertos escritos (¿qué escritos?, ¿acaso textos órficos?) aquello que mejor le pareció y formando con ello un refrito intelectual en el que habría muchas historias pero faltaría toda verdadera idea, toda au­téntica comprensión. Ahora bien, esta interpretación es difícil de aceptar: parece obvio que a Pitágoras no le falta un sistema filosófico, y Heráclito no podía ignorar esto. Porque, de no ser así, ¿a qué gran pensador le inte­resaría hacer amarillismo acerca de los plagios de un “colega”? Desde lue­go, es necesario denunciar dónde hay falsa sabiduría, pero esto solo tiene sentido si esa falsa sabiduría es muy difícil de distinguir de la auténtica.
Por eso, necesitamos una lectura más densa, aunque también más “improbable”, de la divergencia entre Pitágoras y Heráclito, una diver­gencia allí donde ambos convergen en situar el corazón de su filosofía. Y la máxima convergencia entre ambos filósofos está, decía, en su concep­ción apolínea de la realidad. Como pensadores apolíneos, los dos com­parten la figura de la lira, es decir, de la armonía, y el carácter analógico (“oracular”, esotérico) del conocimiento. Pero divergen, si divergen, en la manera en que entienden esto. En Heráclito, la lira es lo mismo que el arco, la armonía es lo mismo que la guerra. Y esto significa que no hay una “solución” para la dialéctica de la existencia humana, una paz definitiva, un fin final de la historia, sino que la realidad implica siempre el retorno de lo otro, de lo negativo. En tanto que Pitágoras, como las otras filosofías salvíficas con las que está emparentada (el hinduismo, el platonismo, el cristianismo…), parece prometer un aniquilamiento final de la alteridad, un retorno definitivo al Padre-Uno. Si esto es cierto, He­ráclito y Pitágoras divergen, entonces, en la divergencia misma, es decir, en el valor del no-ser. Quizás el pitagorismo es un apolineísmo “blando”, conciliador, pacifista… nihilista. Pitágoras no habría tenido el valor de lo que luego se llamará dialéctica, lo que Heráclito expresará en lo que llamaremos pronto su principio ontológico fundamental: difiriendo con­sigo mismo está de acuerdo.
Ahora bien, esta interpretación de la diferencia de Heráclito con Pi­tágoras no puede ser incoherente con lo que el fragmento dice explícita­mente, esto es, la denuncia de la erudición de Pitágoras. Tal vez podemos entender esto así: puesto que Pitágoras no habría alcanzado la plena com­prensión de lo uno que diverge en sí mismo, en cierto modo no habría tampoco pasado de la investigación, más o menos sistematizada, o de un atisbo lejano de la idea, que adopta en él la forma de doctrina. Para­dójicamente, pero con toda la lógica, precisamente porque Pitágoras no habría alcanzado la unidad que explica en sí misma la diferencia, se habría podido entregar a una unidad abstracta donde no existe conflicto, donde la multiplicidad es negada como ilusión. El monismo, sin el reverso de la dialéctica, sería el resultado de una comprensión todavía abstracta, in­completa, rapsódica.
El otro fragmento que nombra a Pitágoras (81) dice que fue el ca­becilla de embaucadores, según traducción habitual. Sin embargo, hay otra posible interpretación de este texto. García Calvo, de quien tomo la traducción y la información al respecto, traduce: “iniciador de los trin­chetes” (kopídes), efectos retóricos de los que todo lo que se puede inferir a partir de las noticias que tenemos es que debían consistir en cortes de frase o cláusula (de κόπτω, “cortar”). En un escolio a la Hécuba de Eurípides se cita a Timeo, historiador del iv a. c., que dice (según restitu­ción del texto a partir de compilaciones tardías) que no fue Pitágoras el inventor de ese recurso de los kopídes, según le acusa Heráclito, “sino que lo fue Heráclito mismo, el vano despotricador”. Si se acepta esta interpre­tación del fragmento 81, entonces debe buscarse aquí la confrontación de una retórica con otra. Ahora bien, Heráclito usa continuamente de lo que hemos llamado “juegos de palabras”, luego la crítica a Pitágoras no puede consistir en que este use recursos retóricos, sino más bien en el modo de uso que Pitágoras haría de ellos por no haber entendido el sentido profundo del uso del lenguaje. Pero esto puede entenderse aún de dos maneras inversas: Heráclito podría estarse quejando de que Pitágoras usase recursos superficiales, más destinados a inducir convicción irracio­nal que a hacer con los sonidos del lenguaje lo que se dice mediante él; o bien la queja podría consistir en que Pitágoras confundiese lo que son no más que recursos lingüísticos con auténticas “coincidencias” o no-coincidencias, y atribuyese algún sentido mágico a las palabras, como hace el lenguaje religioso o pararreligioso.
Esto plantea un problema esencial. Hemos dicho que no se puede creer que Heráclito sea (ni, desde luego, que el creyese que era) un ilu­minado, un teósofo o un médium. Varios elementos de sus textos (sin ir más lejos, el hecho de que se mencione en ellos a personajes históricos, en estilo de invectiva) muestran claramente que Heráclito no confunde su trabajo del lenguaje con una tarea sagrada. Heráclito sabe que hay una distancia entre el texto humano y lo divino, y su relación con ello es la de la ironía. Que, según la leyenda, depositase su libro en el templo de Arte­mis, no prueba otra cosa. Al contrario: es propio de los libros iluminados querer manifestarse al mundo, o a los fieles seguidores, que están dispues­tos a considerar sagradas las palabras del Maestro. ¿Qué pensaba Pitágoras de su propio discurso? Desde luego, como sabemos, sus seguidores le consideraron divino, dotado del don de la ubicuidad y otros milagros. Sus palabras eran, al menos exotéricamente, incuestionables: αὐτὸς ἔφα, “él dijo”, es la expresión de los pitagóricos para referirse a las palabras del maestro. ¿Habría creído Pitágoras, según Heráclito, que sus textos eran sagrados? En ese caso, desde luego, sería, para Heráclito, un embaucador, y ello precisamente mediante el uso de la retórica, lo que permitiría leer de la doble manera nuestro fragmento.
Pero nuevamente esto debe ser puesto en coherencia con la acusación de erudición vana que Heráclito dirige contra Pitágoras. El mucho saber no enseña comprensión, y puede incluso hacer creer a sus poseedores que tienen algún conocimiento sagrado, lo que es coherente con que crean en una solución final para el drama humano y tengan una promesa de paz para sus seguidores. La auténtica sabiduría es ajena a todo eso: lo que Apolo dice es la convergencia en la divergencia, como en el arco y la lira.

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