"Y dijo Dios: ¡Haya Luz! Y hubo Luz. Y vio Dios ser buena la Luz".
¿Cómo pudo ver Dios eso? ¿Qué tenía de buena la Luz, salvo que él había decidido crearla y creerla buena? ¿O tenía Dios que reconocer que la Luz era intrínseca y naturalmente buena? ¿Qué es el valor, en la luminosidad?
¿Lo que quiere Dios, lo quiere porque es bueno, o es bueno porque lo quiere él? Esta pregunta le hace Sócrates al teólogo. Y como, después, Dios nos hizo a su imagen y semejanza, hay que preguntarnos: ¿nos gustan las cosas porque son buenas, o son buenas porque decidimos que nos gusten?
¿Son las cosas objetiva e intrínsecamente buenas (dadas sus cualidades, su esencia…), o la bondad y valor de las cosas le son atribuidos subjetivamente por una voluntad que no se apoya en las características de las cosas, o al menos no está determinada por ellas? Pero ¿en qué se apoya, entonces, la (santa) voluntad para dar el valor que las cosas, por sí mismas, no tienen?
Este es el problema que la manía lingüística del siglo pasado ha llamado Metaética. Realmente es, antes que nada, un problema ontológico: de la realidad o irrealidad, objetividad o subjetividad, de lo Bueno, del Valor. Pero ese problema se trasmite a todos los lugares donde el valor tenga algún papel (o sea, a todos, de alguna manera o en algún grado).
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Esa creencia en lo bueno por naturaleza dependía de una determinada concepción de la naturaleza. Lo natural está estructurado u organizado en Esencias (Formas, Ideas…), que determinan lo que cada ente concreto puede llegar a ser, y llegará a ser, si algo accidental no se lo impide. Es decir, las cosas tienen finalidades (entelequias), conscientes o inconscientes. Y el Fin es lo Bueno, por definición.
Por ejemplo, un caballo tiene una esencia, compuesta por formas universales como Vida, Sensibilidad… Si nada lo impide, la naturaleza tiende a perfeccionar al individuo, hasta acercarlo lo más posible al Caballo Perfecto.
Con la pérdida de la “ingenuidad” antigua (en realidad, ya había habido ese mismo resabio en la democracia griega, cuando se discutió si lo Bueno es por naturaleza, como creía el pobre Heráclito, o por convención, como creían los jóvenes vendedores de retórica y tecnología), se “descubrió”, decía, modernamente, que no existen las esencias, como no sea las puramente cuantitativas. Los conceptos con que entendemos las cosas, tales como Caballo, son creaciones nuestras, por asociación de casos parecidos. Y, lo que es peor, no existen fines o finalidades en la naturaleza. En la Ciencia no tiene lugar el “para qué” ni el “bueno” o “malo”, cree la filosofía cientificista más extendida. En la Naturaleza hay cosas rojas o, más bien, cosas triangulares (mejor dicho, hay casos o eventos lo “suficientemente parecidos” como para que sea interesante inventarles un término general), pero no hay cosas vergonzosas, crueles o indignas (ni siquiera cosas lo suficientemente parecidas como para poder señalarlas con esas palabras).
Entonces se plantea: ¿sobre qué bases decimos que algo es bueno o malo, vergonzoso o encomiable, cruel o feliz?
El Dios al que le tocó vivir en la época del “nacimiento de la ciencia moderna” (o sea, el Dios de Occam, Lutero o Calvino) no podía ver la bondad en las cosas, como parece decir el Génesis, sino que la bondad la pone Él, mediante un designio inescrutable (obviamente, pues no va unido a ninguna esencia el que sea buena y deseable, entre otras razones porque no existen ya las esencias: Dios se tuvo que contentar con producir individuos puros, sin géneros ni especies).
Ha sido moneda corriente en las filosofías modernas (más en las más “positivistas” o “cientificistas”), y sigue siendo mayoritario, creer firmemente que el valor no es una propiedad objetiva (natural, científica) de las cosas, como sí lo es el color, o, cuando menos, el momento o la velocidad. El valor no sería objetivo, sino subjetivo. Hoy, no obstante, este nominalismo voluntarista ha perdido tirón, y cada vez nacen más aristotélicos incluso (o, diría yo, sobre todo) en suelo anglosajón. Pero el problema es intemporal. Así que siempre habrá que volver a discutir si las cosas son buenas por naturaleza o por convención.
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¿Qué importancia tiene este problema para “seguir viviendo”? Bueno, en la medida en la que uno reduzca las exigencias de lo que considera vivir, la importancia de esto, y de todo, tenderá a cero. Pero si alguien quiere saber si actúa por motivos y causas racionales y objetivas o, más bien, por sentimientos irracionalizables, hábitos, fes, etc, parece que debería importarle el asunto.
Es curioso que muchos que niegan la objetividad del valor, sean tan duchos en condenar moralmente a otros. Más curioso aún es que muchas veces estas personas se hagan adalides de la racionalidad y critiquen a sus “enemigos” acusándoles de irracionales y esclavos de alguna que otra fe.
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Mi experiencia es que, en tratamiento de este asunto, normalmente se mezclan muchos temas que embrollan la discusión. Si se quiere llegar a algo, habría que desenredar todos esos temas.
Para aclarar la cuestión, me propongo comparar el asunto de lo Bueno con el de lo Verdadero (ese otro “trascendental” de los escolásticos medievales). La mayoría de los que dicen que el valor no es objetivo o real, sino subjetivo, creen, en cambio, que con la verdad no pasa lo mismo: hay una y la misma realidad para todos, aunque casi nadie o nadie la conozca aún. ¿Dónde está, entonces, la diferencia entre lo Verdadero y lo Bueno? ¿Cómo es que hay Verdad objetiva y no Bondad objetiva? ¿Cómo se puede determinar esto?
Normalmente la gente habla como dando por sentado que sabe qué cosas son reales y cuáles no, y también, cuáles son valiosas y cuáles no. Es verdad que el refranero dice a veces que “para gustos, los colores” (también dice el poeta: “en este mundo traidor,/ nada es verdad ni es mentira,/ todo es según el color / del cristal con que se mira”). Pero en la tranquila cotidianeidad nadie duda de que algunas cosas son realmente verdaderas y algunas cosas son realmente buenas.
Si alguien dice que oyó doce campanadas, cualquiera supone que hubo, en la “realidad”, una campana que vibró doce veces. Si alguien dice que un padre mató a su hijo enfermo, cualquiera piensa que ocurrió algo realmente malo.
Pero este sentido común puede tambalearse. Supongamos que alguien nos dice que en su cultura selvática era usual matar a un hijo enfermo, para acabar con el mal de ojo. O alguien nos dice que está bajo el efecto de un mal de ojo, o que siente que está dirigido por “fuerzas extraterrestres”. Junto a quienes tomarán al primero por “salvaje” y al segundo por ignorante, siempre hay alguien que dice: “es que todo es relativo, o subjetivo”.
¿¡Cómo!? ¿Es que para ti puede existir el mal de ojo y para mí no? ¿Para ti puede ser bueno matar a un hijo y para mí no?
En estos casos se ve uno obligado a remontar hasta los criterios de lo que aceptamos como real y de lo que aceptamos como valioso.
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Hay quienes afirman que no hay criterios universales y únicos de lo que es la realidad. Cada lenguaje, cada cultura, cada individuo, en cada instante incluso, tiene sus propios criterios ontológicos y epistemológicos, de lo que es real y de cómo saberlo, y no hay meta-criterios para decidir cuáles son los correctos. El escepticismo y relativismo teorético están por rebatir. Es una vía filosófica, dialéctica, que tiene sus aporías de sobra conocidas (si lo que dice el escéptico-relativista es cierto, su propia frase no es válida universalmente; no explica cómo es que el conocimiento funciona), pero que tiene sus virtudes y, como las demás, se nutre de las aporías de su otro: si el objetivismo fuera cierto, habría un punto de vista desde ninguna parte, o desde el punto de vista de Dios. Pero nadie está en ese punto (que sepamos), y si lo estuviese, no podría ver nada porque no podría tener contraste.
Que uno sea subjetivista o relativista en lo teorético le quita interés a que lo sea en la cuestión del bien y el valor, en lo agatológico y lo axiológico (consideraré como indistintos bien y valor). Si ni la Verdad se salva, no se va a salvar el Bien, creemos hoy.
Otros, en cambio, y es en lo que me voy a centrar, sostienen que sí hay criterios objetivos y reales de lo que es real y objetivo, pero que no los hay, en cambio, para los valores o bondades de las cosas. ¿Dónde está la diferencia? ¿Por qué creer en verdades objetivas y no en bondades objetivas?
Veamos cuánto se puede mantener el paralelismo entre lo verdadero y lo bueno para ver dónde se encontraría la diferencia.
Muy buen artículo!!! Es cierto que es una cuestión intemporal practicamente insalvable. Tambien es cierto que aquellos que proponen una verdad y un bien objetivos son los primeros en condenar moralmente a los demás. Esto me recuerda a lo que dice Váttimo sobre la violencia metafísica. Este es el gran problema que, a mi entender, se plantea en nuestro tiempo. La cuestión de las totalidades (objetividades).
ResponderEliminarArmando.
mi blog: http://eljuegodefilosofar.blogspot.com
Armando, gracias por tu comentario y muchas gracias por el enlace de tu blog.
ResponderEliminarEn cuanto a esta entrada, como puedes ver es parte de una serie que no sé si tendré fuerza para acabar, al menos en breve.
Como creo entender por tu comentario que crees más bien en que no es posible una fundamentación absoluta (y racional) de lo bueno y lo malo, es decir, lo traduciría yo (quizaś erróneamente) que no hay una realidad del Bien (y del Mal), tus comentarios a lo que estoy escribiendo serían muy pertinentes. Porque lo cierto es que yo, aunque desde una perspectiva "dialéctica" (en el sentido que explico en el margen del blog (en el epígrafe "La filosofía que anima estas páginas") si quiero defender que existe una realidad absoluta de lo bueno y lo malo, lo cual, como explico allí, no implica que esa absolutez no tenga que relativizarse a cada situación y contexto (como la misma ley natural se expresa con valores diferentes según el contexto): precisamente porque es absoluta puede relativizarse; lo que es intrínseca y absolutamente relativo -como los valores, según el discurso más vivo todavía hoy-, no puede relativizarse.
Es cierto, como dices, que aquellos que proponen una verdad y un bien objetivos son los primeros en condenar moralmente a los demás, pero, diría yo, estos sí tienen (o tenemos, porque me incluyo) "derecho" lógico a hacerlo. Pienso que, en cambio, hay una verdadera inconsistencia en quienes por un lado niegan la objetividad del valor pero a la vez valoran, al menos si pretenden que su valoración tenga algún valor mayor que el retórico. Pero me alegrará que me des tu opinión al respecto.
En cuanto a Váttimo, en el que no estoy muy puesto, sí preguntaría una cosa. He leído algún texyo suyo defendiendo su creencia religiosa, y hasta identificando el "verdadero" mensaje cristiano con la "destrucción" (o deconstrucción, o como quieras llamarlo) de la metafísica. La pregutna es: ¿no supone el cristianismo, en cualquier interpretación sensata, la existencia de unos valores absolutos?
Saludos.