martes, 28 de julio de 2015

Ni vigilar ni castigar, y otros escritos, libro amigo

Se ha publicado recientemente el libro de Luis Martínez de Velasco Ni vigilar ni castigar (Editorial Fundamentos, Madrid, 2015), una serie de veinte breves y ágiles pero a la vez agudos y comprometidos artículos a través de cuya heterogeneidad de temas (lectura de grandes filósofos, política, literatura, educación…) y motivos (artículos y entrevistas periodísticos, libros, reflexiones espontáneas…) emerge ante el lector una clara y distinta, y muy digna de consideración, propuesta de
filosofía, en el doble sentido, objetivo y subjetivo, del ‘de’, es decir, una propuesta filosófica o desde la filosofía, y también una propuesta acerca de la filosofía misma y su lugar en la sociedad y en la existencia humana en último extremo. A esta propuesta filosófica el propio Luis Martínez de Velasco la caracteriza como dirigida por la “idea-fuerza” de que la filosofía “ha de recuperar su naturaleza moral”,  en la convicción de que el siglo XXI ha de ser el siglo de la consciencia, esto es, de la consciencia de la desigualdad o injusticia de nuestra sociedad capitalista. Yo me atrevería a calificarla de eticismo simpatético-trascendental, y se caracteriza, a mi parecer, por los siguientes principales rasgos:

  •            Una filosofía crítica práctico-trascendental: es labor del pensamiento filosófico (en diálogo, desde luego, con los saberes positivos, pero no en actitud de servidumbre hacia ellos) indagar los criterios trascendentales (a priori, condición de posibilidad de…) tanto del conocimiento como, sobre todo o en último extremo, del “uso teórico” de la razón (y la emoción), de la ética y la praxis, que es en Luis Martínez de Velasco (como en Kant, Marx y, en general, todo el pensamiento moderno) superior al (¿mero?) “uso teórico” de la razón (y la emoción), evitando cualquier forma de pensamiento acrítico, tanto la del dogma empirista de lo dado como la del dogma de la fe
  •           Una antropología “idealista” o, más bien, trascendentalista, y racio-pasional: que la existencia humana sea buena o mala, justa o injusta (juicios que nadie puede ahorrarse), se mide de acuerdo con una idea o esencia de lo humano (de su razón y sus emociones), y del resto de los seres vivientes y sentientes, incluso quizás de todas las cosas
  •           Un “axioma” o principio axiológico supremo que podríamos enunciar así: actúa de manera que tu acción no cause dolor (innecesario) a ningún ser en la medida en que es capaz de dolor, y ayude a todo ser sentiente (o simplemente vivo) a realizar su naturaleza propia. 

La propuesta filosófica de Luis Martínez de Velasco es sumamente interesante en cuanto tiene en todo momento necesidad de y se afana denodadamente por no caer en ninguno de los dos lados de presuntas dicotomías insalvables: ser kantiano (es decir, crítico-trascendental) sin caer en el formalismo; ser emotivista (expresar el objeto de la acción en términos “materiales” de evitación del dolor) sin caer en el hedonismo, en el utilitarismo o, ni siquiera, en un mero consecuencialismo; ser marxista o marxiano sin caer en el materialismo-positivismo dialéctico y su determinismo; hablar abiertamente de la necesidad de lo espiritual sin caer en la religión ni en lo trascendente siquiera, o, a la inversa si se quiere, ser ateo sin caer en el naturalismo y el nihilismo; criticar frontalmente la sociedad burguesa y capitalista, con sus principales instituciones diseñadas para fabricar hombres de fábrica, sin tirar, con Foucault, al bebé con el agua de la bañera… Veamos algunos de estos encajes de bolillos.

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Una interesante y esencial doble crítica luisiana (si se me permite, si mi amigo Luis me permite, llamarla así) es la que evitando la Escila del positivismo no cae, por ello, en la Caribdis de la destrucción radical (la de, por ejemplo, Foucault). Si el positivismo nos pide que tomemos ingenua, “infantilmente”, lo dado como lo único e irrevasablemente real (lo cual políticamente se traduce en la aceptación acrítica del sistema, por ejemplo y sobre todo del capitalismo), la crítica radical, enfrente, parece ir a liberarnos de todos los conceptos e instituciones aparentemente inmutables, mostrándonos que tienen una historia y un momento de creación y deben (de) tenerlo de destrucción. Sin embargo, siendo aparentemente contrarios, el positivismo simple y la crítica radical acaban (por esa identidad de los polos contrarios que es una de las maneras de interpretar a Heráclito) convergiendo en lo mismo: porque si, con Foucault (Luis Martínez de Velasco encuentra más interesante disputar con la crítica radical que con el ingenuo positivismo), afirmamos que todo concepto, toda institución… es producto histórico, ¿desde qué punto arquimediano hacer una crítica constructiva, es decir, reclamar una justicia? Si incluso la Verdad y la Justicia son solo productos de cada régimen histórico, ¿qué queda tras su complejo desmontaje? Foucault, dice Luis, tiene que enfrentarse a un dilema: o bien afirmar, de manera meramente “ontológica” (es decir, sin poder abandonar o trascender el plano de la mera descripción), que siempre se produce esta o aquella forma de alienación y que toda institución y concepto es siempre alienante, o bien que existe un plano contrafáctico ideal desde el que hacer una crítica de la alienación. Como se recordará, este es el asunto principal del famoso encuentro entre Foucault y Chomsky. Luis Martínez de Velasco, con Chomsky y con Honneth y la escuela de Frankfurt, piensa que

“tras la deconstrucción pero apoyándose en ella y asumiendo la innegable parte de razón que conlleva, la reconstrucción”. (“¿París o Frankfurt?”, en Ni vigilar ni castigar, pg. 47)

Vemos, pues, que el positivismo ingenuo, acrítico con lo dado, y su aparente contrario, la crítica radical, tienen el mismo efecto paralizante. Para encontrar una auténtica orientación crítica de la acción debemos acudir a una filosofía trascendental o “idealista”. En los dos primeros artículos del libro (“Ni vigilar ni castigar” y “¿Tiene sentido seguir preguntándonos hoy por la enseñanza de la filosofía?”) este análisis crítico a dos bandas (contra el dogmatismo y contra el relativismo) se expresa mediante el tratamiento del asunto, central para un pensamiento pedagógico como el de Luis Martínez de Velasco, de la educación. Es imposible, con los presupuestos foucaultianos, superar una enseñanza dogmático-utilitaria (como la que promovería la enseñanza religiosa, según nuestro autor, pero también el utilitarismo productivista). Es preciso preguntarse para qué está el hombre en el mundo, cuál es su naturaleza, que debe realizarse mediante la educación y la vida en sociedad. La filosofía no es, pues, deconstruible, ni reducible a mera positividad. Como la literatura o el arte, tiene una esencial misión antropológico-moral.

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¿A qué filosofía(s) iremos en busca de esa necesaria indagación antropológico-filosófica? Los grandes héroes de Luis Martínez de Velasco son Marx y Kant. Por eso a ambos los trata con la mayor honestidad, es decir, críticamente, sin intentar disimular sus aporías.

¿Se puede ser un marxista o marxiano idealista? Se debe, dice Luis: el propio Marx era idealista, sin saberlo. Lo que hoy (cuando ya –según nuestro autor- no podemos confundir idealismo con reconciliación, ni post-metafísica con anti-metafísica) tenemos que rechazar de Marx es su actitud positivista y determinista, según la cual el cambio social sería un mero proceso “real”, que ocurre y ocurrirá por los simples mecanismos necesitaristas de la naturaleza, sin que haga falta intervención de voluntad alguna. Este positivismo del “materialismo dialéctico” es inconsistente con la esencial actitud crítica ético-política de Marx. Es una falacia creer que de la simple descripción “objetiva” (meramente teórico-científica) de las “necesidades” humanas, se deduce la exigencia ético-política, el deber-ser, de cubrir o satisfacer esas necesidades en todos los hombres. Marx habría sido presa, como el positivismo en general, de la indistinción entre lo descriptivo y lo prescriptivo. Al fin y al cabo, Marx el cientificista caería, entonces, en la creencia liberal de una mano invisible, que dirige providencialmente la historia, aunque, en este caso, hacia el comunismo. Pero no: necesitamos consciencia crítica, y, por ello, consciencia de esa consciencia crítica. Es decir, necesitamos filosofía, indagación ético-trascendental de lo injusto y doloroso, idealismo sin metafísica. Nuevamente, la filosofía es indestructible, no mera superestructura o “ideología”. Precisamente al pensamiento de izquierdas, señala Luis Martínez de Velasco en varios lugares del libro, le falta pensamiento filosófico.

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“Ahora” (pero no un ahora cronológico en el caleidoscópico libro que comento, sino en el ahora de mi reconstrucción –que solo el autor, quizá, sabrá si sigue un camino aceptable-) es cuando Luis se enfrenta al más fuerte de sus encajes de bolillos: un baile crítico con el maestro de la crítica, Kant, que no quiere ser ni vals ni polka, y que le obliga –por seguir con la metáfora musicológica- a moverse en un compás que los músicos llaman de “amalgama” (un cinco por cuatro, por ejemplo): ser kantiano sin Kant, o más kantiano que Kant (y sin que nadie sufra un pisotón). En el que es, quizás, el más denso y nuclear de todos los ensayos que forman el libro, “¿Hasta qué punto puede ser formal una fundamentación a priori de la moral? (el problema del hombre en la moral kantiana)”, Luis Martínez de Velasco osa enfrentarse al formalismo ético del inmenso pensador alemán. En cualquiera de sus formalizaciones, cree Luis (como otros autores contemporáneos), el imperativo categórico fracasa en su intento de encontrar un fundamento puramente lógico o formal de la ética: un racista podría hacer consistente su racismo con la mera exigencia de universalidad de la máxima. Y la formulación que exige tomar al hombre como fin, es (al contrario y, paradójicamente, podríamos decir, cercana al racismo) injustificadamente antropocéntrica. Es preciso, pues, postular un axioma ético-“material”-emocional para que obtengamos una verdadera o completa ética trascendental, a saber: el axioma de no-infligir-dolor (innecesario), axioma que, a lo largo del libro, Luis enuncia de diversas maneras:

“El ser inmoral es quien, con su actuación, inflige un dolor y un sufrimiento a sus semejantes (…) y a todos los seres vivos que pueblan la Tierra” (pg. 108)
“(…) una concepción de la justicia o, lo que es igual, con un planteamiento vinculado a la ausencia de dolor o, al menos, a su disminución” (pg. 146)
“(…) puede decirse que el filósofo está “especializado” en captar el dolor y las injusticias registradas en el mundo real” (pg 21)

Como se ve, Luis Martínez de Velasco no solo quiere situar la ética en el corazón o la cabeza de toda la filosofía, sino que también quiere que en la propia ética estén tanto la cabeza como el corazón. Por eso me he atrevido a llamarlo un simpatetismo (o, traduciendo del griego al latín, un com-pasivismo) trascendental. Tal posición, cree nuestro filósofo, respondería más completa y acertadamente a la naturaleza de los seres dignos de respeto y cuidado. Que no son solo, como vemos y como es coherente con el emotivismo, los humanos: Luis no solo pretende desbordar a Kant introduciendo en la trascendentalidad el principio del dolor (o del no-dolor), sino también metiendo dentro de la protección trascendental a los otros animales no humanos, en cuanto son capaces de dolor.

¿Es posible seguir siendo kantiano cuando se es no solo racionalista sino también emotivista? Desde luego, Kant pensaba que no, porque los sentimientos carecerían, según él (y una vieja tradición), de la absoluta universalidad o constancia que es necesaria para tener una ética racional (es decir, simplemente una ética, pues no hay ética sin racionalidad). Dada la volubilidad de los sentimientos nos sería imprescindible basar la ética solo en la racionalidad. El propio Luis se ve casi enfrentado a la paradoja (aunque no se detiene en ella) cuando concluye su crítica al formalismo kantiano diciendo:

“Y esta es la sorpresa final, la gran ironía. Para defender una posición que casi debería ser de sentido común ha hecho falta todo el esfuerzo y el talento de un Kant volcado en demostrar [sin conseguirlo, según Luis –añado yo, Juan Antonio Negrete-] la irrachazabilidad de un axioma moral que, después de todo, se limita simplemente a proscribir el daño entre seres humanos. Como si al entrar a un pueblo viéramos un cartel que advirtiera. “Prohibido disparar a los bebés””. (pg 110)

Bien –me imagino a Kant contestar a Luis-: de hecho la historia está y sigue estando llena de disparos a bebés y, lo que es peor o más fundamental, de justificaciones de ese dolor, dando por supuesto que el dolor, por sí mismo, no es un axioma de justicia, o, si se quiere (para acercarlo al lenguaje de Luis), que no todo el mundo concibe igual la frontera entre el dolor necesario y el gratuito o malvado-egoísta. Así que parece que hará falta algo más que ser sensible al dolor, aunque sea el ajeno (que no tiene por qué ser menos injusto y egoísta), algo más que el “ama y lo demás no importa”. Además, con seguridad Kant rechazaría también las consecuencias que según Luis (siguiendo a Hare y otros) se deducen del mero principio formal kantiano. ¿Ampara este, por ejemplo, a un racista consecuente, que estuviese dispuesto a considerarse él mismo inferior si descubriese que él pertenecía a una “raza inferior”? Lo dudo. Seguramente el imperativo kantiano, entendido en toda su densidad, no se queda en una universalización simple, sino que obliga a deducir –como dedujo el propio pensador de Köninsberg- que nadie puede ser discriminado por rasgos que sean irrelevantes para su capacidad racional-moral, y ello solo a partir del hecho puramente formal de que la ética es cosa de seres racionales y en tanto que meramente tales (y esto sirve también para atemperar –aunque no, ciertamente, a mi juicio, invalidar- la otra objeción, la de antropocentrismo, pues Kant no se refiere, obviamente, al hombre en cuanto especie biológica, sino a todo ser capaz de elección). Seguramente, pues, el imperativo categórico no necesita, como cree Luis, ningún aditamento de reconocimiento de la dignidad humana, pues él solo se basta para fundar la inalienabilidad de los más esenciales derechos del “hombre” (equidad, libertad… pero también no ser dañado en cuanto uno es soporte de esos valores). Aún faltaría el asunto del derecho de los (otros) animales.

No obstante, quizás es posible y, desde luego, deseable encontrar, como busca Luis, una síntesis de racionalismo y sentimentalismo moral, si, por ejemplo, rechazamos que los sentimientos sean tan volubles o imprevisibles, tan recalcitrantes a la trascendentalidad como cree Kant, y si, a la vez, consideramos la esencia humana de manera menos magra y menos maniquea. Esto nos acercaría a las éticas de la antigüedad, donde el dolor es, como quiere también Luis, cuando menos un síntoma de que la esencia de ese ser está siendo contravenida, objetivamente dañada. Por su parte, Luis tendría que aceptar (para evitar también él caer en el positivismo) que no cualquier fenómeno “doloriforme”, digamos, es auténtico y éticamente objetivo dolor (¡hay gente muy quejica, y gente que se queja menos de lo debido!). Recientemente, también la monumental obra de Derek Parfit, On what matters, está dedicada a mostrar posible y necesaria una síntesis de Kant y el consecuencialismo, como dos posiciones que suben la misma montaña de la ética desde laderas diferentes.

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Más allá de Kant la crítica de Luis Martínez de Velasco se vuelve más dura y menos terciadora, “por acción u omisión”, con cualquier forma de trascendencia. También más injusta, creo yo. “Por omisión” y con menos dureza en el caso de Platón (y la metafísica densa en general), a quien Luis preferiría reducir a Kant pero tiene la honestidad de no hacerlo más allá de lo debido, reconociendo que en Platón hay un discurso plenamente metafísico, espiritual-sustancialista (del alma y de las ideas), que Luis considera definitivamente inaceptable pero que, curiosamente, y usando la expresión de Gadamer, tiene –dice- un sorprendentemente extraordinario rendimiento práctico para su casi nulo rendimiento teórico.

Y “por acción” respecto de cualquier defensa del teísmo, especialmente la de la creencia o fe. En el artículo “Dios, caso cerrado” (dedicado, como me dijo el propio Luis personalmente, “a hacer amigos”), y en otras partes de varios otros artículos, Luis sostiene que hay que desplazar el problema de Dios desde el ámbito de discusión teórica (donde, dice, para cada argumento a favor de su existencia se ha ofrecido uno muy serio en su contra) al ámbito pragmático. Y aquí, el filósofo diagnosticaría en la creencia religiosa una falta de honestidad intelectual e incluso vital. Ante el dolor del mundo, la religión es la opción débil de buscar un consuelo dogmático y oscurantista. Con Kant, la crítica tiene que arrebatar a la razón su última ilusión. La ciencia (Hawking, para más concreción), en un ejercicio de plena honestidad, rechaza cualquier hipótesis teísta y da el asunto de Dios por un caso cerrado.

Esta me parece la parte más floja y difícil de aceptar de toda la propuesta de Luis Martínez de Velasco. ¿Es verdaderamente honesto –intentemos devolverle la pelota del enjuiciamiento moral- desentenderse del debate puramente racional acerca de Dios diciendo que hay tantos argumentos fuerte en contra como a favor (pero ¿en qué asunto filosófico no hay tantos argumentos a favor de una posición como de la contraria?), sin abordar por qué uno se inclina por los primeros, o, siquiera y lo que es peor, por qué uno cree que el problema de Dios no es, aunque algunos lo pretendan presentar como tal, un auténtico problema teórico, concretamente filosófico, sino un pseudoproblema e incluso una argucia (in)moral? Creo que los muchos pensadores, antiguos y contemporáneos, que dedican su atención escrupulosamente filosófica a ese debate (véase el reflorecimiento actual del debate en las principales universidades occidentales) no merecen el simple desprecio de situarlos fuera del auténtico campo de la filosofía. No me parece honesto desplazar el problema desde su ámbito propio a un metalenguaje, es decir, hacer una lectura oblicua, sospechosa, deflacionista, del tema de Dios (ni de ningún otro) sin una muy buena argumentación para ello. Y es claramente falaz, a mi juicio, aducir aquí las posiciones de la ciencia. Sencillamente la ciencia no tiene nada que hacer con Dios, por supuesto. Pero es que Dios no es un problema científico, sino filosófico, como son filosóficos y no científicos los problemas que plantea el propio Luis en todo su libro (y, desde luego, es oportuno recordar que muchos importantes científicos son teístas, con lo que no son intelectualmente, al menos a priori, ni más ni menos honestos que los ateos o los agnósticos). La misma soberbia positivista que desdibuja la radical heterogeneidad entre hechos y valores es la que se permite apostolar (nunca, paradójicamente, mejor dicho) acerca de metafísica o de religiosidad.

Pero ¿cuál es esa buena argumentación que nos impele a sacar el tema de Dios de la filosofía para situarlo en el de la (in)moral? Luis Martínez de Velasco cree, al parecer, que contamos con ella desde, por lo menos, Kant: la crítica habría mostrado que la metafísica es una ilusión de la razón… Pero, creo yo, hoy podemos también pensar que Kant estaba equivocado en ello. Y con él, toda la post-metafísica, que Luis Martínez de Velasco quiere pero, a mi juicio, no logra convincentemente, distinguir de la anti-metafísica. Y con esto llegamos a lo que, para mí, es el problema de fondo de una propuesta filosófica con la que, por lo demás, comparto en la inmensa mayoría de sus resultados, pero no de su fundamentación: el antiplatonismo o anti-idealismo (por eso he entrecomillado la palabra ‘idealismo’ cuando he tomado el uso que Luis hace de ella). El problema, a mi juicio, es que es imposible ser “idealista”, es decir, creer que de alguna manera hay un ámbito contrafáctico o suprapositivo desde el que enjuiciar la justicia o injusticia de lo que ocurre y hacemos, sin comprometerse con  el estatuto ontológico de ese ámbito, de ese haberlo. Creo que un pensamiento como el de Luis (o incluso el de Kant, no digamos el de Marx, etc.) no llega a ser plenamente consciente del problema. Los a priori no pueden, simplemente, flotar en el limbo. Al menos el naturalismo tiene una posición ontológica clara y consciente: no hay ámbito alguno más allá del espacio y el tiempo, por lo que toda la axiología o normatividad se reduce, en realidad, a la contingencia humana. Pero si uno quiere rechazar esto, porque ve que así (como le dice Parménides a Sócrates en el Parménides) colapsa todo el discurso, pues no hay nada a lo que agarrar el pensamiento (que tiene que ser pensamiento de lo que es), entonces uno no puede simplemente evadir la metafísica. Si uno, como Popper, se ve instado a postular un Mundo-3 donde habiten las teorías y las prescripciones morales, uno está comprometido ontológicamente con ese ámbito. Y, por supuesto, es ámbito (como mostraron Platón y Nietzsche, cada uno desde un lado) es exactamente lo mismo que Dios, es decir, un Absoluto que mide todas las cosas, incluido al hombre. El distingo entre post-metafísica y anti-metafísica quiere, pues, nadar y guardar la ropa, al precio de un auténtico oscurantismo filosófico, pues, repitamos, ¿qué condición ontológica es esa de lo trascendental, del Sujeto Trascendental, etc?

Incluso si nos referimos al ámbito de la fe, no me parece honesto calificarlo de deshonestidad vital. El ámbito de la fe no es, por supuesto, el de la filosofía, ni el de la ciencia. Tampoco lo es el ámbito del arte, por ejemplo. Pero eso no lo convierte ni en anti-espiritual ni siquiera en irracional (o no más que lo serían el arte y la política). Está por discutir hoy (y es un tema muy largo) la dialéctica entre la razón y la fe. Quizás detrás de la profesión de crítica insobornable del filósofo se esconda algún impensado fideísta. Quizás no. Pero me parece que, en tanto los seres humanos no sean perfectamente racionales o, si se quiere, critico-trascendentales (y no pueden serlo por puras razones materiales, es decir, porque no somos ángeles sino seres mixtos) la creencia en un valor insobornable que no vemos ni podemos plenamente justificar pero que no podemos dejar de suponer, nos acompañará indefectiblemente. Y eso es, seguramente, más allá de dogmáticas eclesiásticas, lo que constituye la esencia de la actitud religiosa.


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Para concluir, el libro Ni vigilar ni castigar de Luis Martínez de Velasco me parece un libro magnífico e incluso necesario. Trasluce, ante todo, un pensamiento (volvamos a esta palabra, que es clave aquí) honesto, de una honestidad intelectual y, más aún, moral, a prueba de relativismos y desesperanzas varias. Si no tuviese la enorme fortuna de conocer personalmente a Luis, podría de todos modos adivinarlo a través de estas vivísimas y sinceras páginas: una persona, (como decía su admirado Machado) en el buen sentido de la palabra, buena.

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