En unos días, y dando muestras de mi irresponsabilidad,
publicaré un segundo libro, titulado Diálogos
de Educación, también en la Editorial Manuscritos.
No es un libro de Pedagogía, sino de Filosofía de la Educación. Eso
quiere decir, tal como yo lo entiendo, que intenta hacerse preguntas como las
siguientes (según dice la contraportada):
¿Qué es aprender, y enseñar? ¿En qué queremos o deberíamos querer convertirnos cuando nos enseñamos y aprendemos? Y ¿cómo habría que hacerlo?, ¿de qué manera una buena enseñanza llega para quedarse en la mente y el cuerpo de uno? ¿No necesitamos saber, para todo eso, qué somos y qué nos conviene, por tanto, “hacer y padecer”, según decía Sócrates? ¿Empieza la educación por el conócete a ti mismo?, ¿o quizás acaba ahí?, ¿o ambas cosas? Pero ¿hay, en realidad, algo así, algo que por “esencia” somos ya pero a la vez no somos todavía, y que queremos, aunque a la vez no creamos querer, llegar a ser del todo? ¿No es, más bien, que la educación nos inventa, y no que nos descubre? Y, si es que somos ya algo antes de llegar a serlo, ¿qué es eso?: ¿un nudo de deseos dotados de una diestra pero peligrosa sierva, la razón; una soberana voluntad que elige entre los motivos que sus consejeros le presentan; o una inteligencia que busca el conocimiento de lo mejor, y solo hace daño y se hace daño por ignorancia? A lo largo del diálogo, dos amigos filósofos, antiguo maestro y antiguo alumno, encuentran y discuten varias de las respuestas que al pensamiento se le ocurren ante esas preguntas. De todas quieren quedarse con lo mejor, y no con todo.
El libro recorre cuatro posibles filosofías de la educación,
cada una con sus virtudes y sus aporías (siguiendo el esquema tetrádico que encontré en el Parménides y otros textos de
Platón, y en el que me empeño en sistematizar mis ideas). Cada una de
esas filosofías supone una concepción de lo que somos (una “antropología
filosófica”) y de lo que deberíamos, por tanto, querer llegar a ser, de acuerdo
con aquel mandato que trasmite Píndaro: “llega a ser quien eres”.
La
primera de esas concepciones es la que dice que no somos nada, que no tenemos
esencia. Desde este punto de vista, la educación no puede ser más que “manipulación”:
un dar forma (“formar”) desde fuera y, por tanto, siempre
por la fuerza, a algo que en sí no la tiene ni debería tenerla, sino que más le
valdría ser… o, más que ser, haberlo, darse… como algo siempre abierto,
imprevisible, libre, dedicado al juego sin reglas de vivir el instante. Toda
escuela es y será siempre triste, aburrida, angustiosa, porque es un querer
ponerle puertas al campo, un brutal intento de domesticar al vacío activo que “somos”, de acuerdo con unas ideas que segrega nuestro
miedo. Nada vivo ha nacido en los pupitres más que por casualidad, pero mucho aleteo
ha muerto por necesidad en ellos casi nada más nacer.
La aporía de este pensamiento, que parece tan liberador,
es que, queriendo huir de todo ideal y toda teoría, él mismo es, como no había más
remedio, teoría e ideal. Si no tenemos esencia, si no somos nada antes de la
manipulación de la escuela, ¿qué más da lo que se haga con “nosotros”? ¿Por qué
había de sufrir una nada? ¿Por qué habría que luchar por liberarla de la
tiranía de la forma? ¿Cómo sería la anti-escuela que este pensamiento “nihilista”
o anarquista nos propondría? ¿De verdad puede creerse que cualquier ley (la de
las letras, por ejemplo, con las que se dice incluso lo que dice este
pensamiento del no-pensar) es contraria a la libertad? ¿Qué libertad es la de
un algo que es nada, y que nunca sabe, ni siquiera él, qué va a “hacer”, o,
mejor dicho, qué le va a ocurrir? Quizás necesitamos reconocer que tenemos una
naturaleza propia, que puede ser propiciada y estorbada, y que hay, pues, lugar
para una buena y a una mala educación.
La segunda concepción que analiza el libro es la que podríamos
llamar Sentimentalismo: la esencia del ser humano es el deseo de satisfacción,
placer, felicidad…, con la poderosa esclava llamada Razón. Una versión pedagógica,
benigna, de esta filosofía, nos enseña que educar es el bello arte de criar al
animal complicado que somos, de manera que consiga con su ayuda vivir una vida feliz.
Para ello habríamos de usar inteligente y amorosamente esos dos grandes
maestros que la Naturaleza
le ha dado a todo bicho viviente, la alegría y la tristeza, el agrado y el
dolor, con la confianza puesta en que nuestra sabia madre nos ha diseñado de
tal forma que nuestros gustos son el mejor indicio de lo que nos conviene. La
escuela aburrida es la que crean los adultos cuando, creyéndose más sabios que
la propia Naturaleza, imponen su despótica voluntad, su sedentaria
senectud, sus disciplinas de hierro y sus heladas abstracciones a quien es
todavía libre y joven, carne y fantasía. Hay una escuela posible en la que se aprende
jugando, jugando a las palabras sin la lápida gramatical, jugando a los sonidos
sin las rejas del pentagrama, jugando entre iguales sin la ley de los adultos.
Y esto vale para todo el que quiere aprender, aunque no sea ya un “niño”.
Todo esto suena muy bien, pero ¿tiene en cuenta lo que
verdaderamente somos? ¿Son la alegría y la tristeza el tribunal último de lo
que nos conviene hacer y padecer, o no son más que, a lo sumo, síntomas? ¿Es
nuestra razón solo una sirvienta de nuestros gustos? ¿Saben los gustos qué es
lo bueno, qué tiene valor y qué debería gustarnos y hacernos felices? ¿Saben
siquiera algo? Quizás haya que reconocer en nosotros otra forma, más libre, de
interés y libertad.
La
tercera concepción que se discute, más o menos “kantiana”, sitúa nuestro
centro, no en los sentimientos, sino en la voluntad. Educar,
según cierto pensamiento para élites oído en el discurso fundacional de un gran
colegio, consiste en ir desbastando disciplinadamente nuestras oscuras
tendencias, para que acabe aflorando nuestra responsabilidad, nuestra auténtica
libertad, nuestro dominio sobre nosotros mismos, que es lo que nos haría seres
tan especiales y dignos.
Sin embargo, el antiguo maestro del antiguo alumno no
termina de entender la libertad en la que piensa ese gran discurso. ¿Cómo es
que tendríamos esa tendencia al mal? ¿Por qué se necesita esfuerzo para seguir
lo que es bueno, y cómo es que además somos responsables, dueños, creadores, de
ese desvío de lo que nos interesa? ¿Para qué necesita varas quien tiene
verdadera autoridad, y cómo puede una vara hacer más digno de respeto a quien
la blande, aunque sea uno mismo para consigo? ¿Es la libertad un inescrutable
poder de elegir lo que sabemos malo? ¿No es eso un absurdo pesimista? ¿Qué
puede ser la libertad, aparte de conocer lo bueno?
Cuando ya pensaban irse cada mochuelo a su olivo, el
antiguo alumno y el antiguo maestro buscan sin saberlo y acaban encontrando a sabiendas
a unos cuantos adolescentes que charlan en una pequeña plaza y que dentro de
unos días volverán a las clases del instituto, precisamente con este maestro.
Estos amigos, como pequeño recuerdo del espíritu socrático y platónico, quieren
creer (cuarta y última concepción discutida en el libro) que educarse es hacerse
más sabios, más buenos y más bellos; o sea, buscar y quizás encontrar lo que
realmente ya somos: ejemplares relativos de lo perfecto. El camino solo puede
hacerse mediante el amor a las razones y las razones del amor. Solo el amor
puede resolver las contradicciones del ser: la contradicción, por ejemplo, de
que seamos, todos, uno y lo mismo, y varios y diferentes a la vez. La mayor
ignorancia, entonces, es la ignorancia de la ignorancia: creer que nuestra
razón no tiene nada que decir sobre lo que es bueno, que es una esclava, un “mero
medio” al servicio de azarosos deseos que serían nuestro auténtico magma
interior, o, a lo más, una consejera de la despótica voluntad de voluntad. Hijo
de esta ignorancia primordial es ese pobre engendro llamado Culpa, según el
cual uno es dueño de sí y de sus actos también cuando hace mal. Pero ¿quién querría
hacerse peor? Solo quien crea que hacer el mal no es hacerse mal a uno mismo, y
que uno puede salir “beneficiado” perjudicando, puede encontrarle sentido a la
idea de Culpa. Justo esta triste y dañina idea, que es la raíz de toda
ignorancia, es la que el amor puede y debe curar.
Pero también este
pensamiento, que “todo lo perdona porque todo lo comprende”, es quizás
imposible: ¿no nos confunde con lo que no somos, no suplanta la realidad con una
ilusión? ¿No ha estado siempre y siempre estará en ningún-sitio una escuela del
conocimiento y la amistad?
En próximas entradas copiaré aquí pasajes de diversas
partes del libro.
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