En Diálogos de Filosofía (que es, entre otras cosas, un
recuerdo e interpretación de los diálogos de Platón), el segundo de los diálogos
("La Maga o del
Amor") trata relacionadamente (como si no pudiera ser de otra manera) los asuntos
del Texto, lo Decible y lo Escribible, la Belleza y el Amor, en torno, claro, al Fedro. Los
comentarios de un amigo y visitante de este blog me han recordado algunos de estos
pasajes, que voy a copiar aquí en parte y a lo largo de varias entradas para no
cansar al lector. El Antiguo Maestro (M) está contando a su amigo y antiguo
alumno (A), lo que hablara una vez con la Maga , una amiga que le descubrió su lectura
preferida de Platón, por ejemplo del Fedro. Venían hablando del tema de la
belleza y el arte, y a ella se le vino a la cabeza el Fedro. Y decía:
»–Fedro –empezó ella a recordar–, ese joven
en quien yo me veía pintada, ama lo bello y lo persigue donde cree adivinarlo.
Cuando al comienzo del diálogo se encuentra con Sócrates, viene de estar con
Lisias, un artista de la palabra. Junto a otros muchachos, le ha escuchado una
de sus magníficas composiciones. En un alarde de destreza, Lisias ha compuesto
un discurso en el que un pretendiente quiere convencer a su pretendido de que
debe concederle su amor, a él, precisamente porque él no le ama. ¿Lo recuerdas?
»–Sí –contesté–. El que se enamora de
verdad cae en un estado irracional, se vuelve celoso, posesivo, esclavo del qué
dirán…, mientras que el pretendiente desapasionado y frío al que defiende
Lisias, es discreto y limpio.
»–Sin embargo –dijo ella–, pocos querrían
tener amantes a lo Lisias. Y Lisias lo sabe bien. Aunque a casi todo el mundo
le avergüenza, por otra parte, confesarse enamorado de algo, como si tuviese
una enfermedad contagiosa... ¿Por qué les resulta bello este discurso de Lisias
a los jóvenes, precisamente a ellos, que tienen fama de ser la mejor carne de
amor?
»–No me lo imagino –contesté prudente,
mientras seguíamos andando entre abetos cada vez más frondosos por los que
apenas se filtraba el amanecer.
»–Pues el caso es –siguió ella– que el
discurso resulta irresistible, al menos para esos polluelos, pese a que lo que
dice es falso y malo, y no pretende disimularlo. Es como si al estar separada
de la verdad y el bien, la belleza del texto y su placer estuviesen ahí como en
estado puro. ¿No te parece?
»–Eso me recuerda –asentí– a lo que dicen
algunos sobre nuestros actos: cuando están disociados de un interés, como
parece que pasa cuando son contrarios al interés propio, queda más a las claras
que el móvil es solo que sean correctos. El arte por el arte, y el deber por el
deber.
»–Hay alguna semejanza –dijo–. Así que el
discurso de Lisias es bello pese a que es, o parece, falso. Aunque a la vez
pretende ser convincente. Parece verdadero, o parece que parece verdadero.
»–O sea –dije–, que es bello porque parece
verdadero aunque no lo es.
»–La cosa es, a decir verdad, algo más
complicada –siguió ella–, porque no hay que despreciar el efecto de la ironía.
Lisias sabe que el oyente o lector sabe, a su vez, que Lisias es consciente de
que lo que pretende es chocante, incluso falso. Y eso da más fuerza al
discurso.
»–A mí me parece –dije– que el ejercicio de
Lisias es pura ironía. No tendría ningún efecto en un ser inteligente pero
moral y estéticamente estúpido.
»–Sí –dijo ella–, si es posible que exista
tal cosa. Pero fíjate: también en el contenido del discurso ocurre algo
semejante. Decir que debes aceptar en tus brazos al que no está enamorado de ti
es lo mismo, en el fondo, que decir que debes amar al que no te ama. Y eso es
similar a lo que decíamos: debes creer al que te miente. Tal como el texto más convincente
es, quizá, el menos verdadero, la mejor muestra de amor es la del que no te
ama.
»–¡Es verdad! –exclamé–, ¡qué
coincidencia!, ¡o qué ironía!
»–Así que –siguió ella–, queriéndolo o sin quererlo, en el texto de Lisias resultan totalmente coherentes forma y contenido. Pero texto y verdad, actos amorosos y amor, están tan separados que al parecer no se necesitan, y ahora nos preocupa el texto y su belleza, el cuerpo y su goce. Podemos prescindir de la verdad, y quedarnos con el texto, él solo. Él solo tiene que justificar el gusto que sentimos con él, el amor que despierta en el adolescente enamoradizo. Pero ¿qué tienen el texto y el cuerpo para tener ese poder?
»–Así que –siguió ella–, queriéndolo o sin quererlo, en el texto de Lisias resultan totalmente coherentes forma y contenido. Pero texto y verdad, actos amorosos y amor, están tan separados que al parecer no se necesitan, y ahora nos preocupa el texto y su belleza, el cuerpo y su goce. Podemos prescindir de la verdad, y quedarnos con el texto, él solo. Él solo tiene que justificar el gusto que sentimos con él, el amor que despierta en el adolescente enamoradizo. Pero ¿qué tienen el texto y el cuerpo para tener ese poder?
»–Están bien escrito y bien formado –contesté.
»–Desde luego –asintió ella–, Lisias
escribe bien, según Fedro. ¿Y en qué consiste escribir bien, si no es lo mismo
que decir la verdad (aunque, eso sí, tenga que parecerlo)?… Sócrates, de todas
formas, cree mejorable el texto de Lisias. Aún se puede apañar algo más su figura
bella.
»–Es extraño –dije yo– que Sócrates se
muestre, en algo, más sabio que alguien.
»–Sí. ¿Por qué será así en este caso? –preguntó.
»–Un psicólogo –dije– diría seguramente que
lo único que Sócrates tiene en la cabeza en ese momento es el cuerpo de Fedro.
»–¿Un psicólogo –me preguntó retóricamente
ella– no dirá más bien que lo que Sócrates tiene en la cabeza es el alma de
Fedro? Pero la verdad es que eso solo lo diría un psicólogo de otra escuela, no
uno de la de Lisias. Es probable que la mayoría de ellos estudien el cuerpo,
como Lisias el texto. Es fama que Sócrates, en cambio, amaba las almas. Pero
aciertas en que, si Sócrates se muestra sabio aquí, es porque se trata de lo
único en que él es experto. El caso es que, bajo las amenazas de Fedro, hace un
intento por superar el texto de Lisias, lo que no le parece, de todas formas,
el colmo de la sabiduría. Hasta le parece vergonzoso intentarlo, como lo prueba
que hable con la cabeza tapada.
»–Eso podría querer decir también –arriesgué–
que se avergüenza de sí mismo. Teniendo en cuenta que era bastante más que feo,
hasta para el parecer de los que más le amaban…
»–Sí –dijo ella–, Sócrates no podría
aspirar a ser un discurso de Lisias. Pero ¿es sensato que justo cuando se trata
de hacer un discurso sobre el amor sin amor, sobre el amor exterior, se oculte
uno? Puede ser… ¿Y qué hace Sócrates para mejorar el discurso de Lisias? Puesto
que el tema le es dado, se trata de mejorar los recursos formales, que diría un
amante del lenguaje. Claro que la forma lo es todo. Empieza por definir el amor,
luego lo divide en sus tipos... ¿Te acuerdas?
»–Sí –dije–, es el arte de razonar
rectamente, como decían los antiguos lógicos. Sócrates mismo lo desarrollará
más tarde.
»–Exactamente –siguió ella–. Con la mayor
pulcritud y la menor pasión, habla el imitador Sócrates del amor como sucia y
oscura pasión frente a la razón clara y limpia. Pero, de pronto, se niega a
seguir. Es su demon, su espíritu personal, quien le advierte de que está
pecando, por insultar al amor, a ese demon que se llama Eros. ¿Y no es Sócrates,
precisamente, sabio solo en amores, según dice a menudo, empezando por el
comienzo del Fedro?
»–¡Es verdad! –dije–. Así que el espíritu
que le acompaña siempre y a veces le habla, es el mismo Eros. O sea, Sócrates
es Eros, amor…
»–Así lo creo –asintió ella–. Y a esta voz
interior del amor no le parece bello mentir, mentir justo sobre el amor, o sea,
sobre uno mismo.
»–Eso es muy bello –dije yo–. Pero, se te
podría decir, ¿qué le importa la mentira a Eros? ¿Son celos, porque se está
mintiendo sobre él? Quiero decir, ¿no es capaz Sócrates de dejar a un lado su
devoción por la Verdad ?
»–O no es capaz de dejar a un lado su gusto
–contestó ella–. ¿Qué puede hacer él si de lo que está enamorado, y lo único
que quiere tener, es la Verdad ?
¿Va a ser este amor la única pasión que esté prohibida? Sócrates no puede dejar
de ser el que es. Al fin y al cabo, ¿no es Sócrates, según dijo él mismo, quien
dice siempre lo mismo sobre lo mismo?
»–Es verdad –dije.
»–No creo, sin embargo –siguió ella–, que
sea un simple empeño de Sócrates, eso de no separar el amor de lo verdadero.
Algo se empeña en comunicarlos.
»–¿Qué? –le pregunté.
»–Solo lo que al menos parece verdadero,
puede ser bello –contestó.
»–¿No sentimos muchas veces –dije, casi sin
pensarlo– que algo no nos convence pero está dicho bellamente?
»–Solo, creo yo, –dijo ella–, si aunque no
sea convincente, lo parece. El propio Lisias cifra sus esperanzas en que el
texto sea convincente o, al menos, simule serlo. Lo extraño, lo que debería
sorprendernos, es que lo falso pueda resultar convincente. Más extraño todavía
es que nos guste algo aunque sepamos que es falso, o incluso por eso. ¿Cómo puede
querer el gusto verse libre de la verdad, si así puede decirse? Sócrates
presenta la cosa como una ceguera, y no quiere que le pase lo que a los poetas.
»–¿Qué les pasó a los poetas? –le pregunté.
»–Habla de dos poetas –me recordó–, Homero
y Estesícoro, que hablaron del amor y de Helena. Los dos dijeron que Helena,
bajo la ciega fuerza de Eros, traicionó a su casa y provocó la guerra.
»–No hizo Helena caso a Lisias –dije.
»–Pero los poetas –siguió ella– sufren su
castigo por faltar a la verdad del amor, el único castigo que puede sufrir un
poeta: quedar ciego para la luz. Los que fueron ciegos para con Eros, quedaron
ciegos. Por eso es ciego Homero.
»–Se dice que su ceguera –insinué yo– es el
don de ver lo que está más allá, como le pasa también al ciego de la tragedia,
Tiresias…
»–Esa explicación –contestó– es buena para
estar en boca de un autor de tragedias, no para Platón. Es larga la discusión
de qué tiene Platón que hacer con la poesía, si echarla del Estado o darle
asilo en sus diálogos, pero, desde luego, no es Homero quien ve lo que hay más allá.
Y el caso es aquí aún peor para Homero, porque, según Sócrates, por no
arrepentirse, quedó ciego para siempre. En cambio, Estesícoro supo ver su error
(aunque tal vez por eso fuese peor poeta) y se arrepintió y escribió un canto
contrario, una palinodia. Sócrates alaba su clarividencia y está dispuesto a
imitarlo lo antes posible y no dejarse cegar por falta de amor, o sea, de sí
mismo.
A.–Es muy aficionada a los juegos de
palabras, tu amiga.
M.–Los artistas no sabéis dejar de serlo.
Sois, también, unos maniáticos. Incluso los que no creen en Eros. Pero esta
mujer sabe muy bien lo que se dice, y fue ella la que me enseñó todo lo bello
que de verdad sé de Platón. ¿Sigo con lo que ella decía?
A.–Sigue.
M.–Ella siguió diciendo:
»–¿Quién es Eros, para tener tanto poder
sobre poetas?
»–Está claro –dije– que Lisias va tan mal
encaminado como mi libro.
»–Por supuesto –dijo ella–, Eros no es lo
que cree Lisias, ni lo que de él dice la imitación de Lisias, de Sócrates, o
sea, un deseo enfermizo al que hay que rehuir para preferir lo racional y
bueno.
»–Por cierto –dije–, que Sócrates rechace
esta descripción del asunto es curioso, porque se hubiera dicho que es la
versión ortodoxa del platónico.
»–Es una de las veces –asintió– en que los
textos de Platón contienen una sorpresa para cierta imagen pobre de Platón. El
ejercicio imitativo de Sócrates ha sido, además, un paso más en el arte de la retórica,
porque el discurso se ha disfrazado de ciencia. La distancia entre verdad y
simulacro se acorta hasta el extremo, pero se mantiene entera, y ahí está la
belleza y la ironía del juego.
»–Es cierto –dije.
»–El caso –siguió ella– es que Sócrates
rechaza ese rechazo del deseo. El discurso anterior, dice, no es de Sócrates,
sino de Fedro. Y así es, porque ese joven que está sentado ahora a su lado no
es ni más ni menos que la juventud de Sócrates.
»–¿¡Fedro, Sócrates!? –dije con sorpresa.
»–Fedro es el joven Sócrates –contestó con
convicción. Y después de un breve silencio, siguió–: ¿Por qué? ¿Qué tiene Fedro
de Sócrates?, ¿qué es lo que se conserva a través del tiempo, no desde el
pasado al presente, sino desde el presente al presente mismo, y hace de Fedro y
de Sócrates el mismo, ahora?
»–Se conserva, claro está, el amor a los
discursos –contesté.
»–Eso es –dijo–, el amor a la belleza, el
amor al amor.
»–Es bello eso que dices –dije–. Pero
¿crees que el texto da para tanto? ¿No te estarás dejando llevar por el amor, o
la pasión, tú ahora?
»–Al comienzo del diálogo –dijo ella–,
cuando Fedro intenta, en vano, ocultarle a Sócrates que ha copiado el discurso
de Lisias y lo lleva guardado en el lado izquierdo de su manto, Sócrates le
dice: “si no te conociese, no me conocería a mí mismo”. Y después, cuando
Fedro, para obligar a Sócrates a que haga un discurso mejor que el de Lisias, le
amenaza con no traerle más discursos y Sócrates se da del todo por vencido,
dice también Fedro que, si Fedro no conoce a Sócrates, no se conoce a sí mismo.
Hay más lugares en que Sócrates conversa con su juventud. Tal vez en otro
momento podamos hablar de eso.
»–Me gustaría mucho –le dije–, lo que dices
me parece convincente, además de muy bonito… o por eso mismo.
»–Pero ahora, dime –me dijo–: ¿Qué cambia?,
¿que hace de Sócrates el adulto de Fedro, y de Fedro el joven de Sócrates?
»–Sin duda –contesté–, que Sócrates ama la
verdad, la verdadera belleza, el amor verdadero, y el pobre Fedro vive en las
apariencias del amor.
»–Eso es –asintió otra vez–, Fedro vive
preso en la belleza del cuerpo y el texto.
»–Solo queda por mostrar –dije– que, como
cree Sócrates, existe la Verdad ,
y que la Belleza
le sigue a todas partes.
»–Sí –dijo–, aunque si el juez de la Belleza es el gusto,
Sócrates tiene tanta razón para su gusto como el adolescente que se embruja con
Lisias… En fin, Sócrates cree que hemos mentido contra el Amor, y hace su
palinodia. El Amor no es enfermedad. El Amor es, sí, una locura, pero no toda
locura es un mal. También es locura la que inspira en Delfos al oráculo, a la
sacerdotisa en Dodona, y a la
Sibila. Locura es también la de los seguidores de Dionisos. Y
locura es, en tercer grado, la de las musas en las almas jóvenes. Y toda esa
locura viene de los dioses. Esto, dice Sócrates, no lo creerán los sutiles,
pero sí los sabios.
¿Lo creeremos nosotros? ¿Es el amor algo
divino?
»–Algo divino, pero no un dios –dije,
recordando lo que dice El Banquete.
»–Así es –contestó. Al recordar El Banquete con ella, me pareció más bello que nunca.
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